Mientras recorrían la gran plaza situada delante del templo de la ciudad de Lanargh, las gemelas contemplaron a un grupo de marineros arrodillados que recibían bendiciones de una sacerdotisa ortodoxa envuelta en una túnica de rayas color rojo oscuro. Alzando las manos, la religiosa pidió la intercesión del espíritu planetario, sus rocas y su aire, sus vientos y sus aguas, para que los hombres pudieran llegar a buen puerto al final de su viaje. La cantarina bendición terminó con un pasaje familiar sobre la santidad de la camaradería en los peligros compartidos. Sin embargo, por la forma de hablar de la mujer santa, se veía que también las clérigas tenían un «lenguaje» propio, sobre todo al citar el misterioso Cuarto Libro de las Escrituras.
—Asípues a sus naves entemps denecesidad caiga la bendción delo questá ocult.
No era extraño que el Cuarto Libro fuera conocido popularmente como el «Acertijo de Lysos». Tenía incluso su alfabeto de dieciocho letras, que solía entretener a Maia durante las largas ceremonias semanales en la capilla de Lamatia, mientras reflexionaba en silencio sobre los crípticos pasajes tallados en las paredes de piedra.
Leie miró el reloj situado en el frontispicio del templo y suspiró.
—¡Uf! Lo siento. Tengo que volver al trabajo.
Maia parpadeó.
—¿Qué? ¿El primer día?
—La suerte de la var. Hay que baldear y limpiar. Nuestro jefe quiere que el viejo Zeus consiga más clientas que el Wotan, aunque todo va a parar a las mismas propietarias y a la misma cofradía —sonrió con una mueca—. ¿Son vuestros contramaestres tan horribles como los nuestros?
Maia no habría empleado aquel calificativo. «Duros» tal vez, y rápidos en sorprenderte cuando estabas cruzada de brazos. Pero estaba aprendiendo mucho de Naroin y los demás, y estaba más fuerte cada día. De todas formas, no cabía duda de que Leie ocultaba algo. Maia apostó a que su hermana estaba castigada, probablemente por abrir la boca cuando tendría que haberse quedado calladita.
A pesar de todo, Maia gruñó compasivamente.
—Descargar carbón para ganarse la vida. Ja. Supongo que las madres estarían orgullosas de nosotras por empezar desde abajo.
—¡Pero no será por mucho tiempo! —respondió Leie—. ¡Algún día regresaremos a Puerto Sanger con suficientes varas de monedas para comprar el lugar!
Se echó a reír, y su alegría obligó a Maia a sonreír.
Era diferente caminar sola por la ciudad, y no sólo porque ya nadie le cedía el paso. A Maia le gustaba señalarle cosas a Leie, compartir lo que veía. Era reconfortante saber que otra persona era una aliada en este mar de desconocidas.
Por otro lado, la ciudad así parecía más viva. Sonido, olor y visión se hacían más claros a medida que era más consciente del reverso de la vida urbana. Sudorosas trabajadoras vars que arrastraban cargas en carros chirriantes. Mendigas, algunas lisiadas, que sacudían cuencos con sellos de cera del templo. Mujeres de aspecto taimado que se apoyaban contra las esquinas de los edificios y la miraban especulativamente, tal vez preguntándose si llevaba la bolsa bien atada…
Hicimos bien en coger barcos separados, pensó Maia, sintiéndose a la vez alerta y viva. Necesitábamos esto. Yo lo necesitaba.
Carteles que nunca antes había visto de clanes que no conocía ofrecían artículos de los que nunca había oído hablar. Algunos espacios comerciales estaban cubiertos por una docena de empresas diminutas, algunas con pretenciosos escudos pintados a mano, dirigidas por mujeres solas que pagaban el alquiler en común, cada una de ellas esperando iniciar el lento ascenso hacia el éxito. En el otro extremo, el hospital de la ciudad parecía a la vez moderno y falto de color, pues las profesionales del interior no tenían necesidad de anunciar su afiliación familiar.
Un sonido atronador, un cuerno y címbalos restallando, hizo que la calle se dividiera para dejar paso a un nuevo alboroto. Los transeúntes se detuvieron a mirar mientras un breve desfile se abría paso colina abajo. Los miembros varones de una sociedad secreta, vestidos con atuendos llamativos y llevando tótems misteriosos, recorrían el empedrado entre los aplausos y las burlas benevolentes de la multitud. Algunos de los hombres parecían mansos, y llevaban a hombros recargados modelos de barcos y zep’lins de madera al compás del tambor, mientras que otros mantenían la barbilla alta, como desafiando a cualquiera a burlarse de su ritual. Sólo unas cuantas espectadoras se mostraban poco amistosas: Un puñado de mujeres cejijuntas se negó a hacerse a un lado y la procesión tuvo que sortearlas.
Perkinitas, pensó Maia, mientras continuaba. ¿Por qué no dejan en paz a los pobres hombres y eligen a alguien de su misma talla?
Lanargh ofrecía una gama de servicios más amplia de lo que hubiese podido imaginar, desde quirománticas y brujas profesionales hasta frenólogas de renombre equipadas con calibradores, cintas craneales, y floridas cartas. Maia estuvo tentada de hacerse una lectura, hasta que vio los precios y decidió que de todas formas no podía hacerse nada con la forma de su cabeza.
Al asomarse a un caro escaparate, Maia contempló a tres pelirrojas consultar con sus clientas acerca de unas carpetas de cuero. Tras ver los carteles dorados, Maia supuso que se trataba de una rama local de una lejana empresa familiar que ofrecía servicios de anuncios comerciales. En un tablón aparte las pelirrojas anunciaban una especialidad locaclass="underline" diseñar lenguajes privados para casas de futura creación.
—Eso sí que es un dicho —murmuro Mala, admirada. El éxito en Stratos a menudo dependía de encontrar algún producto o servicio que nadie más dominara. Le habría gustado explorar éste. Suspiró—. Lástima que ya parezca estar completamente ocupado.
—Todos están ocupados, hermana. ¿No lo sabes? Es una de las señales predichas.
Maia se volvió para ver a una mujer joven, de aproximadamente su misma edad y altura, que llevaba una túnica con capucha y las franjas bordadas de alguna orden religiosa. La sacerdotisa, o la postulante, empuñaba un fajo de panfletos amarillos y miraba a Maia a través de unas gruesas gafas.
—Umm… ¿Señales de qué, hermana? —preguntó Maia, una vez superada su sorpresa.
Una sonrisa amistosa, aunque ferviente.
—De que entramos en un Tiempo de Cambios. Seguro que una muchacha de cinco años inteligente como tú habrás notado que las cosas han llegado al límite. Las matronas de los clanes llevan tiempo quejándose de que el número de nacimientos del verano aumenta, ¿pero qué hacen para impedirlo? Una fuerza dentro de la misma Stratos quiere que así sea, a pesar de todos los inconvenientes que eso conlleva.
Maia superó su reacción habitual cuando la acosaba una religiosa: el impulso de buscar la salida más cercana.
—Mm… ¿inconvenientes?
—Para las grandes casas. Para la burocracia de Caria. Y sobre todo para las mismas hordas de veraniegas, que no tienen sitio en este planeta. No hay más que un lugar.
¡Ajá!, pensó Maia. ¿Se trata de una maniobra de reclutamiento? El sacerdocio era aún menos selectivo que la Guardia ciudadana de Puerto Sanger. Al tomar los votos, cualquier var se aseguraba un cuenco de comida para el resto de sus días. Eso también significaba no tener descendencia ni establecer jamás un clan propio pero, ¿cuántas veraniegas lo conseguían de todas formas? Abjurar del sexo algún día, con un hombre sudoroso, no era ninguna decisión final. Toda Stratos era tu amante cuando tomabas los hábitos, y todos sus habitantes tus hijos.