¿Huelga?, se preguntó Maia.
Odo se echó a reír.
—Vuestra «huelga» es un simple incordio, que ya se está viniendo abajo. En unos días, quizá semanas, se acabará. Todas las mujeres se unirán para rechazar a los participantes. No obtendrán más pases de verano. No más hijos. ¿No es cierto, Maia?
Maia no hizo más intentos de transmitir mensajes. Sólo obedeció.
—Sí —asintió, completamente ajena a lo que quería decir. Naroin y Clevin comprendieron su situación. Lo único que importaba era su hermana y su amigo.
—Nuestras diferencias pasadas se evaporaron junto con el desafortunado Visitante —continuó Odo—. Ahora Maia quiere unirse a la causa de restaurar la paz y el orden al Plan de las Fundadoras.
Por primera vez, la cuarta miembro del grupo de Naroin tomó la palabra. La mujer morena era de estatura media, porte sereno, y poseía un característico rostro oval y una mirada intensa.
—En ese caso, ¿no te importa si te hago una visita, en la Casa Persim? —le preguntó a Maia.
Antes de que Maia pudiera contestar, Odo quiso saber:
—¿Quién eres? ¿Cuál de las Upsala?
A Maia le pareció una pregunta decididamente extraña, como si la individualidad de las clones importara.
—Soy Brill, de las Upsala. —La agraciada morena inclinó la cabeza—. Realizo pruebas para el Servicio Civil.
Maia notó la tensa reacción de Odo, como si se hubiera topado con algo más preocupante que cualquier gambito de Naroin, o Clevin, o incluso de la aristocrática Iolanthe.
—Me sentiría honrada, Brill de Upsala —respondió Maia impulsivamente; sudaba de nervios bajo el pesado vestido y se notaba pegajosa—. Venga cuando quiera.
Las luces del atrio se atenuaron al compás de un suave timbre, señalando el final del intermedio. Odo la cogió de la mano y le dio un breve y doloroso apretón.
—Es hora de que volvamos a nuestros asientos —dijo a Iolanthe y las demás—. Disfrutad del espectáculo. Vamos, Maia.
Hubo un helado silencio durante el largo ascenso hasta el palco. Mientras volvían a ocupar sus asientos y las luces se apagaban, Maia percibió que Odo se inclinaba.
—Si intentas otra acción como ésa, mi querida semilla esparcida, vivirás para lamentarlo. Algo más que tu propia vida depende de que te comportes como es debido.
Maia tenía aún menos ganas de asistir al segundo acto.
La música sonaba a motores entrechocando; los pintorescos disfraces resultaban exagerados, ridículos. Sólo una cosa llamó su atención, distrayéndola momentáneamente de su miseria. Mientras escrutaba aburrida el mar de extravagancias de debajo, su letárgica mirada captó un par de rostros, ambos idénticos al de la mujer, Brill, que acababa de conocer en el vestíbulo.
El primero pertenecía a la directora de la orquesta. El segundo era el de la tenor, que con la barbilla cubierta por una barba artificial, saltaba y cantaba con masculino abandono, interpretando el arquetipo del engreído retador de la Naturaleza, el epítome de la soberbia: Fausto.
Pasó otra semana. Cada mañana, Odo se encargaba de que vistieran a Maia con un sorprendente vestido nuevo antes de llevarla a pasear por la explanada en un carruaje descubierto. La mostraba a las viandantes y paseantes sin arriesgarse a más contactos personales.
Al principio, Maia se sintió cautivada por las vistas de Caria (el Salón del Consejo, la universidad, el Gran Templo), casi tanto como cualquier turista. Sin embargo, la fascinación no duró mucho. Cada vez que regresaba a su habitación en la Casa Persim, se quitaba rápidamente las grotescas vestiduras y se lanzaba a una orgía de ejercicio para desahogar su frustración. Las guardianas se habían ido ya, aunque se sentía más prisionera que en Valle Largo, o en la isla de Grimké.
Un día, durante el paseo matutino, Maia vio una escena que tenía lugar ante uno de los majestuosos edificios públicos. Soldados uniformadas y procuradoras se esforzaban por repeler a varios grupos de manifestantes. Uno, formado por hombres ataviados con túnicas de diversas cofradías, parecía apático, desmoralizado. Maia sólo pudo leer parte de una de sus pancartas caídas: JELL… MADOR, decía la porción visible entre los pliegues.
De repente, el corazón de Maia dio un brinco. Justo delante, en el pavimento por el que el carruaje estaba a punto de pasar, Clevin, su padre, conversaba ansiosamente con Iolanthe. Odo le dijo algo a la conductora, que chasqueó las riendas. Los caballos aceleraron justo cuando Clevin alzaba la cabeza, miraba a Maia a los ojos, y empezaba a levantar una mano.
El momento pasó demasiado rápidamente. Odo dejó escapar un breve gruñido de satisfacción mientras Maia se hundía en la mullida tapicería.
Los hombres necesitan ayuda, pensó tristemente. Si fuera libre, tal vez pudiera animarlos. Si al menos…
Sacudió la cabeza. Nada merecía la vida de su hermana o la de Brod. Ciertamente, no una causa que estaba perdida desde el principio. Ningún esfuerzo por su parte cambiaría el destino.
Regresaron a la Casa Persim sin decir nada más. Maia se quitó sus estiradas ropas, hizo ejercicio, comió y se metió en la cama.
Al día siguiente, en la bandeja de su desayuno, junto al zumo de naranja, Maia encontró un periódico; una publicación de tamaño reducido, de cuatro páginas, impresa en papel grueso. Por el precio y la tirada, ambos indicados en la cabecera, estaba dedicado sólo a subscriptoras situadas en la cúspide de los estratos sociales de Caria. Habían recortado varios artículos. El principal, sin embargo, estaba intacto.
PERSPECTIVAS POSITIVAS PARA EL CESE DE LA HUELGA
Mientras el tráfico marítimo permanece detenido en la mayoría de los puertos de Méchant, las analistas predicen ahora una rápida conclusión del paro efectuado por diecisiete cofradías marinas y sus afiliados. Las deserciones han debilitado ya la resolución de sus líderes, cuyo objetivo, presionar al Consejo Planetario Reinante para volver a abrir el infame santuario de Jellicoe ya no parece tener ninguna posibilidad realista de éxito…
Vaya, pensó Maia. Era la primera información parcial que recibía acerca de los acontecimientos sucedidos desde su captura. También la primera pista de su estatus como peón en la lucha.
Las saqueadoras fueron aplastadas. Las rads de Kiel están destrozadas. Alianzas sueltas de liberales, como esas vars de los templos, podrían conducir a un cambio, pero carecen de cohesión. Los altos clanes tienen experiencia en manejar estas situaciones.
Pero hay otro grupo que las asusta. Las cofradías marineras.
En Ursulaborg, los Pinniped habían hablado de propaganda. El Gran Formador no significa nada, les habían dicho. El Hombrecillo Listo no era de vuestra especie…
Maia no dio demasiada importancia a su propia contribución. Los marineros habrían rechazado la versión oficial de todas formas, tal vez. Pero su narración debió de ayudarles cuando dijo lo que había aprendido sobre los antiguos Guardianes… sobre la tenaz lucha mantenida por hombres y mujeres para diseñar otra forma de vida. Una forma de incluir más que una parte de tierra, mar y cielo en el relato de Stratos. Una forma de enmendar, sin rechazar, lo que las Fundadoras habían deseado para sus herederas.
Y les había hablado de Renna, el valiente marino cuyo océano era la galaxia. El hombre que volaba, como no lo había hecho ningún hombre de este mundo desde el destierro. Cuando partieron ese día, estaba segura de que los marineros conocían a su amigo de las estrellas. Que sabían que era uno de ellos. Que tenían con él una deuda de honor.