Y ahora… ¿qué elegiré?
No sería la fundadora de alguna dinastía inmortal, eso lo sabía. Un hogar e hijos eran aún cosas que deseaba, igual que el calor del corazón. Pero no de esa forma. No según los fríos y desapasionados ritmos de Stratos. Si Leie elegía esa ruta, buena suerte. La gemela de Maia era lo bastante lista para fundar un clan, con o sin ella. Pero los objetivos de la propia Maia estaban ahora más allá de todo eso.
Antes, se había declarado libre de todo deber hacia el legado de Lysos. Eso no tenía nada que ver con regresar a las antiguas pautas sexuales, o con preferir los antiguos terrores del patriarcado. Para su mente ya decidida, aquellos temas eran independientes.
Pero había decidido que si no podía vivir en un tiempo de apertura, de ideas y riesgo, entonces podría al menos comportarse como si así fuera: como una ciudadana de una era científica.
No estaba sola. Otras sin duda tenían lo mismo en mente. Brill lo había dado a entender. La concesión «simbólica» conseguida por las cofradías (recuperar para los hombres el derecho a volar) cambiaría Stratos con el tiempo, y había incontables movimientos más para impulsar a la sociedad de formas siempre sutiles. Para frenar gradualmente el poderoso impulso del dragón.
Renna puso las cosas en marcha. Y yo contribuí también. Por su bien y por el mío, seguiré contribuyendo.
Sin embargo, las Upsala y las Nitocri podrían sorprenderse por su reacción, cuando le hicieran una oferta. Ella escucharía, con amabilidad. Pero, por otro lado…
¿Por qué no hacer lo que quiero, para variar?
Era la ironía definitiva.
Se enfrentaba a los desafíos de la independencia voluntariamente, preparada para resistir sola, al mismo tiempo que estaba dispuesta a compartir su corazón.
Parecía una etapa natural de su renacimiento personal, al pasar de la adolescencia a la auténtica madurez.
Stratos tal vez tardara un poco más, pero también los mundos deben despertar de los sueños ilusorios de constancia. La cuna construida por Lysos ya no protegía, sino que restringía.
Al llegar a un recodo del camino, Maia se encontró frente a un promontorio que daba al oeste. Allí, posándose lentamente más allá de las montañas, estaba la gran nebulosa que las stratoianas llamaban la Garra, conocida en el espacio del Phylum como el Ceño de Dios. En algún lugar de las heladas y vacías extensiones intermedias, enormes naves cristalinas llegaban para acabar con un aislamiento cuyo fin Lysos debió de haber previsto siempre. Sólo entonces quedaría claro si las humanas habían alcanzado allí alguna clase de sabiduría, una nueva pauta de vida digna de ser añadida a un todo mayor.
De repente, el cielo se iluminó con un intenso resplandor. Maia se volvió para mirar hacia arriba, donde una sola estrella latía rítmicamente; cada vez más brillante, llegó a serlo más que ninguna luna, o incluso más que la Estrella Wengel, la señal del verano. Oleadas de color le lastimaron los ojos, haciendo que los entornara, asombrada.
Al principio, Maia pensó que asistía a esa maravilla ella sola, en una ciudad de cien mil almas.
Entonces llegaron los sonidos: puertas abriéndose, personas saliendo de sus casas y mansiones, murmurando mientras se volvían al cielo y señalaban. Mujeres y niñas (y esporádicamente algún hombre) salieron a las calles, señalando al cielo, algunas temerosas, otras asombradas.
Tardaron horas en asegurarse, pero al amanecer pudieron confirmarlo. La chispa se movía. Dejaba a la gente de Stratos sola una vez más.
Temporalmente.
PALABRAS FINALES
Este libro comenzó contemplando lagartos. Concretamente varias especies del suroeste americano que se reproducen partenogenéticamente: las madres dan a luz a hijas clónicas. Copias perfectas de sí mismas. A partir de ahí, descubrí los áfidos, insectos diminutos agraciados con dos tipos de reproducción. Durante los periodos de plenitud y estabilidad, se autoclonan, produciendo múltiples duplicados, como si fueran diminutas fotocopiadoras. Pero cuando los buenos tiempos se acaban, pasan rápidamente al anticuado apareamiento sexual, y tienen hijas e hijos cuya imperfecta variedad es la argamasa de la supervivencia de la naturaleza.
Estos milagros de diversidad me hicieron preguntarme: ¿Y si los humanos pudiéramos hacer lo mismo?
La idea de la clonación ha sido explorada ampliamente en la ficción, pero siempre en términos de tecnología médica donde aparecen complejas máquinas, esa obsesiva afición por parte de los muy ricos. Esto puede servir a una clase mimada y obsesionada durante algún tiempo, pero no es un proceso en el que una especie pueda confiar tanto en los malos momentos como en los buenos. Al no ser una forma de vida, la clonación asistida mecánicamente es la contrapartida biosocial de los hobbies.
¿Y si la autoclonación fuese en cambio otra de las muchas sorprendentes capacidades del útero humano? Una premisa interesante. Pero claro, de los humanos, sólo las hembras tienen útero, por lo que una reflexión sobre la clonación derivó en una novela sobre unas relaciones radicalmente diferentes entre los sexos. La mayoría de los aspectos de la sociedad del planeta Stratos surgieron de esta idea.
Hoy en día, nada es políticamente neutral. Los lagartos a los que me refería antes han sido citados hace poco en un tratado feminista radical, interesante aunque provocador, que planteaba la pregunta: «¿Quién necesita a los hombres, al fin y al cabo?» Muchas veces, a lo largo de los tiempos, filósofas insurgentes han propuesto conseguir la independencia a través de la segregación. Dada la situación de incontables mujeres y niños en el mundo, apenas cabe reprochárselo. De hecho, el nombre «Perkinita» se debe a Charlotte Perkins Gilman, cuya novela Herland es una de las mejores y más enérgicas utopías separatistas jamás escritas. Su aislacionismo sexual es mucho más suave que la doctrina extremista que yo describo, y que da mal uso a su nombre en el planeta Stratos.
Por desgracia para las segregacionistas sexuales (aunque no, tal vez, para los hombres) la biología tiende a frustrar una secesión simplista. Los mamíferos parecen requerir un componente masculino a un nivel más profundo que los insectos, los peces, o los reptiles. Estudios recientes indican que los «genes procesados por los machos» desencadenan importantes procesos de desarrollo fetal. Por tanto, aunque la autoclonación sin máquinas fuera posible, la concepción podría seguir requiriendo al menos la intervención testimonial de los hombres.
De todas formas, las historias que excluyen totalmente a los hombres resultan casi tan ridículas como las que invierten burdamente el planteamiento, con ingenuas fantasías de inversión de roles. (¿Guerreras amazonas luchando por harenes de fornidos pero mansos hombres—objeto? El subgénero es una notable fuente de diversión, pero no tiene ninguna relación con la manera en que funciona la biología en este universo.)
Por otro lado, no hay motivos científicos para no mostrar a los varones relegados a un papel secundario en la historia, convertidos en una clase social periférica, como con demasiada frecuencia ha sucedido a las mujeres en nuestra propia civilización. Los hombres siguen siendo hombres en Stratos, con alguna alteración más o menos. Su sociedad no está diseñada a propósito para oprimirlos, sólo para terminar la era de dominación y lucha que acompañaron el patriarcado. En consecuencia, la gente de Stratos se pierde algunas de las alegrías que buscamos (y a veces encontramos) en la vida familiar monógama. También se evita mucho dolor familiar.
¿Haría la autoclonación que los linajes imitaran la vida social de las hormigas o las abejas, viviendo en «colmenas» con hermanas genéticamente iguales? También esta idea ha sido tratada antes, a menudo aplicando la conducta de las hormigas a cuerpos bípedos. En Stratos, las hijas de un antiguo clan demostrarían una solidaridad y un conocimiento de sí mismas inimaginables para vars como nosotros, pero eso no las convertiría necesariamente en autómatas, ni dejarían por ello de ser humanas.