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La brisa traía los aullidos de las gaviotas y los aromas de lejanos icebergs, pero disfrutar de las mañanas era un vicio que nunca había compartido con su madrugadora gemela.

—Uf. —Maia se llevó una mano a la cabeza—. ¿Fue de verdad idea mía trabajar anoche?

Había parecido lógico en ese momento.

Nos harán falta las últimas noticias antes de partir —había instado Maia, firmando por ambas por última vez para atender las mesas de la casa de invitados del clan—. Podríamos oír algo útil, y una moneda extra o dos no nos vendrán mal.

Los hombres del barco de madera, el Gaviota Galante, estaban llenos de chismorreos, cierto, y de dulce vino lamatiano. Pero los marineros no prestaron atención a dos adolescentes veraniegas (dos mocosas variantes), cuando había regordetas Lamai invernales cerca, todas atractivamente idénticas, bien vestidas y de buenos modales. Adulando y achuchando a los oficiales, las jóvenes Lamai habían chasqueado los dedos hasta pasada la medianoche, enviando a Maia y a Leie a traer más jarras de fuerte cerveza.

La ventana abierta debía de ser la forma que tenía Leie de desquitarse.

Oh, bueno, pensó Maia, a la defensiva. También ella ha tenido bastantes ideas malas. Lo que importaba era que tenían un plan, las dos, elaborado pacientemente año tras año en aquella habitación del ático. Durante toda la vida habían sabido que llegaría este día. Por no mencionar cuántos trabajos horribles tendremos que soportar antes de encontrar nuestro nicho.

Justo cuando Maia pensaba en volverse a meter entre las mantas, sonó la campana de la Torre Norte, sacudiendo aquel pobre rincón del extenso compuesto Lamai. En los recintos de clase alta, las invernales no se moverían hasta al cabo de una hora, pero las niñas del verano solían levantarse con el crudo frío, ésa era la ironía de su nombre. Maia suspiró, y empezó a ponerse su nueva ropa de viaje. Calzas negras de tela—red extensible, una blusa blanca y una camiseta sin mangas, botas y una chaqueta de resistente cuero curtido. El atuendo era más de lo que muchos clanes proporcionaban como despedida a sus hijas—var, como recalcaban diligentemente las madres. Maia intentó sentirse afortunada.

Mientras se vestía, contempló la trenza cortada. Era más larga que un brazo extendido, brillante, pero sin los ricos resplandores que las Lamai puras lucían como derecho de nacimiento. Parecía tan fuera de lugar que Maia sintió un ligero escalofrío, como si estuviera contemplando la mano o la cabeza cercenada de Leie. Se detuvo en el gesto de hacer un signo con la mano para espantar la mala suerte, y se rió nerviosa por la mala costumbre. Las supersticiones campestres la revelarían como una palurda en las grandes ciudades del Continente del Aterrizaje.

Dado el acontecimiento, Leie ni siquiera había atado demasiado bien su trenza. En aquel momento, en otras habitaciones cercanas, Mirri, Kirstin y las otras cinco niñas del verano estarían arreglando sus trenzas para la Ceremonia de Partida de hoy. Las gemelas habían discutido sobre si asistían, y ahora Leie había actuado por su cuenta, de forma típica e impulsiva. Leie probablemente cree que esto le da categoría como adulta, aunque la Abuela Modine dice que yo fui la primera en salir del vientre de nuestra madre.

Completamente vestida, Maia se volvió para contemplar la habitación del ático donde habían vivido durante cinco largos años stratoianos (quince según el antiguo calendario), las niñas del verano que tejían sueños de gloria invernal, susurrando un plan cuyo desarrollo tardó tanto que ninguna recordaba quién lo había planteado primero. Ahora… hoy… el barco Ave Sombría las llevaría a lejanas tierras occidentales donde se decía que las oportunidades esperaban a jóvenes brillantes como ellas.

Aquélla era también la dirección en la que había sido visto por última vez su barco—paterno, algunos años atrás.

—No puede perjudicarnos mantener los ojos abiertos —había propuesto Leie, aunque Maia se había preguntado, escéptica: Si alguna vez conocemos a nuestro padre genético, ¿de qué podríamos hablar?

Todavía salía agua tibia del grifo del rincón, lo que Maia tomó como un agradable presagio. El desayuno también estará incluido, pensó mientras se lavaba la cara, si llego a la cocina antes que las mocosas invernales.

Frente al diminuto espejo de mesa (una propiedad del clan que echaría terriblemente de menos), Maia se arregló la trenza característica de la Familia Lamatia, haciendo obstinadamente un trabajo mejor que el de Leie. Ató los extremos superior e inferior con lazos azules, sacados de su bolsillo. En un momento determinado, sus propios ojos castaños la miraron, levemente ensombrecidos por las claras cejas no—Lamai, legado de su desconocido padre. Al contemplar aquellos oscuros iris, Maia se sorprendió al encontrar lo que menos quería ver: un húmedo destello de temor. Una contrición. Conciencia de un ancho mundo esperándola más allá de la familiar bahía. Un mundo a la vez atractivo y notablemente implacable con las jóvenes vars solitarias que no tuvieran inteligencia o suerte. Tras cruzar los brazos sobre el pecho, Maia luchó contra un estertor de protesta.

¿Cómo puedo dejar esta habitación? ¿Cómo pueden obligarme a marchar?

Un brusco pánico se cernió sobre ella atenazándola como un bloque de hielo, trabando sus miembros, su respiración. Sólo su acelerado corazón parecía capaz de moverse, agitando su pecho, acelerando inevitablemente… hasta que rompió el hechizo un pensamiento penetrante:

¿Y si Leie vuelve y me encuentra así?

¡Un destino aún peor que aquel que el simple mundo podía depararle! Maia se rió nerviosa, sacudiéndose el temor, y con una mano se secó los ojos. De todas formas, no puede decirse que vaya a estar completamente sola ahí fuera. Que Lysos me ayude, siempre tendré a Leie.

Por fin contempló las brillantes tijeras, clavadas en la mesa. Leie las había dejado así como un desafío. ¿Se arrodillaría Maia mansamente ante las matriarcas del clan, recibiría pomposos consejos, un Beso de Bendición, y el corte de rigor? ¿O se marcharía con valentía, sin pedir ni aceptar una despedida hipócrita?

Lo que la hizo detenerse, irónicamente, fue una consideración de carácter puramente práctico.

Sin la trenza, no habrá desayuno en la cocina.

Tuvo que usar ambas manos y mover las tijeras de un lado a otro para liberarlas de la madera ajada. Maia hizo girar las hojas gemelas a la luz que fluía a través de los postigos.

Se rió en voz alta y tomó una decisión.

Ni siquiera las niñas del invierno eran totalmente idénticas. Un ojo experto podía distinguir las raras dobles veraniegas como Maia y Leie. Para empezar, eran gemelas de espejo. Si Maia tenía un pequeño lunar en la mejilla derecha, Leie lo tenía en la izquierda. Su pelo se dividía en lugares opuestos, y mientras que Maia era diestra, su hermana sostenía que el hecho de ser zurda era un claro signo de grandeza. Con todo, las sacerdotisas de la ciudad las habían estudiado. Tenían los mismos genes.

Al principio, se les había ocurrido una idea: usar esta situación para su provecho.

Su plan tenía límites. No podían ponerlo en práctica ante una sabia, ni entre las majestuosas casas de mercaderes del Continente del Aterrizaje, donde los ricos clanes aún usaban la magia de los datos de la Vieja Red. Por eso Maia y Leie habían decidido permanecer embarcadas algún tiempo, con los marinos y los vagabundos, hasta encontrar alguna ciudad rústica donde resultara fácil engañar a las madres locales y los visitantes masculinos fueran más taciturnos que los chismosos y barbudos cretinos que surcaban el mar de Parthenia.