Era increíble. Maia no tenía ni idea de cómo reaccionar.
—¿Qué sucede ahí? —cortó una dura voz.
El marinero bajito siguió sonriendo, pero los otros dos retrocedieron ante la maestra de armas del Wotan.
—Oh, contramaestre —saludó el hombre más moreno—. Estamos fuera de servicio, así que íbamos…
—A marcharos para que mi grupo de trabajo pueda descansar también, ¿verdad? —preguntó Naroin, los puños sobre las caderas, articulando las palabras con dulzura, pero en un tono cortante.
—Ajá. Vamos, Eth. ¡Eth!
El marinero moreno agarró al que miraba a Maia, acabando con su enervante mirada y arrastrándolo consigo. Sólo entonces empezó Maia a controlar su propia adrenalina. Se notaba la boca seca por acción de algo más que el polvo de carbón. El redoble en su pecho remitió lentamente.
—¿Qué…? —preguntó a Naroin—. ¿A qué ha venido todo esto?
La maestra de armas observó a los tres hombres marcharse; su andar no era desigual ni era el de los borrachos. Más bien partieron de un modo acechante, incluso elegante. Naroin miró a Maia.
—No me lo preguntes.
Sin añadir palabra, se agachó y se arrastró bajo la cinta para tirar de la cuña recalcitrante, lo que dio a Maia unos segundos más para recuperarse. Era un detalle, pero Maia no había dejado de advertir algo. La respuesta de Naroin implicaba ignorancia. Normalmente, la frase significaba: «No me lo preguntes.»
Pero el tono en que había sido pronunciada no era de ignorancia. No, aquello había sido una orden, pura y simple.
Maia ardía de curiosidad.
Leie demostraba su entusiasmo mientras las gemelas paseaban por el barrio del mercado antes del anochecer y mordían pasteles de pescado, escuchaban la cacofónica charla callejera, especulaban qué tratos, intrigas y traiciones debían de estar produciéndose a su alrededor.
—¡Este desvío podría ser lo mejor que nos ha sucedido! —anunció Leie—. Cuando lleguemos por fin al archipiélago, sabremos mucho más de perspectivas comerciales. Estaba pensando… tal vez el verano próximo deberíamos empezar a trabajar en una de esas fábricas de plástico…
Maia dejó parlotear a su hermana, sintiéndose pensativa, impaciente. El incidente de aquella tarde la había dejado preocupada. Todavía llevaba en el bolsillo el panfleto arrugado de la hereje, un recordatorio de que la febril actividad por todas partes podría no ser «normal», ni siquiera para una ciudad con un puerto grande.
Ahora que los buscaba, Maia vio por todas partes signos de una economía en tensión. Cerca del ayuntamiento, los boletines de noticias indicaban que las tareas básicas, incluso las que necesitaban de manos cualificadas, se pagaban con salarios anormalmente bajos. Los contratos a largo plazo no existían, y el único puesto como funcionaria civil era en la Guardia de la ciudad. Igual que en casa, pensó Maia. Sólo que peor.
Y luego estaban los hombres, más de los que nunca había visto. Y no sólo jugando interminables partidas de Vida en los rincones, o tallando en madera para pasar el tiempo entre viajes, sino moviéndose con rapidez, con seguridad, con los pies bien asentados en la tierra. En cualquier calle abarrotada se veían dos o tres, de pie entre las multitudes de mujeres. Una vez más, los barcos podían ser la explicación de todo. ¿Pero por qué un porcentaje tan alto de ellos era tan joven?
En la naturaleza, el simple hecho de ser un macho era suficiente para reducir la esperanza de vida de un animal, y no era distinto entre los humanos de Stratos. Tormentas y arrecifes, icebergs y fallos de equipo, hundían barcos cada año. Pocos hombres vivían para poder retirarse. Sin embargo, parecía haber muchos hombres jóvenes en las calles. Eso la ponía nerviosa.
Mientras la mayoría de los marineros se comportaba bien, paseando, comprando o bebiendo silenciosamente en las tabernas dedicadas a su género, cada día traía entre susurros relatos de incidentes como el de la noche pasada, referidos a un cadáver ensangrentado encontrado en un callejón y a su asesino de ojos salvajes, que huyó perseguido por las guardianas de la ciudad, armadas con tridentes aturdidores.
Después del episodio de la cinta continua, Maia se encontró reaccionando desabrida a aquellas sonrisas perezosas de ligero flirteo que los hombres jóvenes solían dirigir en esta época del año, como una cortesía más que nada. Cuando un joven le guiñó un ojo, Maia lo fulminó con la mirada, provocando una expresión de desazón tan dolida que de inmediato se sintió avergonzada, contrita.
¿Hay que temer a todos los hombres, sólo porque unos cuantos se vuelven locos?
Después de todo, no sólo los hombres causaban problemas. Las tres razas (invernales, hombres y vars) se relacionaban pacíficamente por lo general. Pero las gemelas habían visto incidentes de bruscas veraniegas (diversas en sus formas y colores, pero unidas en la pobreza) que acosaban a pequeños grupos de idénticas de algún clan local. La frustración se convertía en abierta hostilidad.
¿Son éstos realmente signos? La hereje habló de un «tiempo de cambios», un término familiar por los teledramas y los libros de historias de miedo. La estabilidad, el gran don de Lysos y las Fundadoras, nunca estuvo garantizada para ninguna generación. Incluso las Escrituras decían que una sociedad perfecta debía sufrir altibajos, de vez en cuando.
¿Es sólo en Lanargh, o esto sucede en toda Stratos? Maia estaba más decidida que nunca a intentar ver las telenoticias de aquella noche.
Reaccionó con un sobresalto al codazo en las costillas, y vio rápidamente que habían llegado a una de las principales plazas de la ciudad. Las transeúntes, que habían pasado el mediodía a la sombra de las logias, saltan ahora para disfrutar de los últimos rayos de sol. Leie señaló al otro lado de la amplia plaza, hacia una fila de elegantes casas de varios pisos.
—Allí, apoyada contra esa columna. ¿No es tu contramaestre, intentando pasar desapercibida?
Maia divisó la esbelta figura de Naroin que, con un hombro apoyado en una columna, actuaba como si sólo estuviera viendo pasar el mundo. ¿Qué pretende? Esa var no se ha relajado ni un solo día en su vida.
Como leyendo sus pensamientos (cosa que aún hacía con demasiada frecuencia) Leie dio un segundo codazo a Maia.
—Apuesto a que tu contramaestre está espiando a ese grupito de allí.
—Mm… Tal vez.
Naroin parecía bien situada para observar con discreción a un grupo mixto de hombres y mujeres suntuosamente vestidos que estaban sentados en un café al aire libre. Los hombres no parecían marineros, mientras que las mujeres tenían un aspecto acicalado y llamativo que Maia asoció con los clanes de placer, especializados en aliviar las tensiones de los demás en casas de ocio. Varias de aquellas casas ocupaban la plaza, emplazadas para servir a clientes que venían de la bahía en verano y de la parte alta de la ciudad en invierno. Encima de cada entrada, carteles pintados de colores chillones representaban un conejo saltando, un copo de nieve, un toro sonriente que sostenía una campana entre las mandíbulas. Unos criados trabajaban en la casa que daba al café, cambiando los adornos de matices cálidos de la aurora por los de la escarcha.
En otoño, las dos clientelas de ese tipo de locales se superponían como las olas de la marea, lo que explicaba que hubiera un grupo mixto en la terraza del café. Maia se preguntó de qué podrían hablar hombres y mujeres.
¿La vigilancia de Naroin sería también debida a la curiosidad?
Improbable. Sobre todo cuando Maia distinguió entre los parroquianos a un hombre con sombrero de ala ancha.