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—¿Así que ése es el tipo? —preguntó Leie—. No sé qué les ha hecho a Lem y Eth, pero esos muchachos sin duda se han metido en un lío. ¿Piensas que tu contramaestre va a provocar una pelea? El grandullón la dobla en tamaño.

Fuera cual fuese el motivo o la estación, Maia no apostaría contra la pequeña marinera. No me lo preguntes, había dicho Naroin. O más bien: No metas la nariz en esto.

A pesar de la fuerza de su propia curiosidad, casi hormonal por su intensidad, Maia decidió reprimirla. En su etapa de la vida, la sabiduría le dictaba no hacerse notar.

Y sin embargo…

A su izquierda se produjo un brusco estrépito. El campanario que dominaba la plaza emitió un fuerte clong, y unas viejas puertas de cobre, cubiertas de verdín, se abrieron de golpe. Pronto las famosas figuras del reloj de Lanargh saldrían para iniciar su baile: cinco minutos de automatismo coreografiado que acababan con el redoble de los Tres Cuartos del Día. La multitud empezó a moverse para contemplar cómo el sublime regalo de hacía cien años del Santuario de Gollancz ejecutaba su ritual vespertino, sincronizado con los pulsos de los satélites de la Universidad de Caria, situada a medio mundo de distancia.

Maia no había advertido que fuera tan tarde. El programa que quería ver comenzaría pronto.

—Vamos —instó—. O nos perderemos las noticias.

Leie sacudió la cabeza.

—Hay tiempo de sobra. Quiero ver de nuevo la primera parte. Después nos iremos, te lo prometo.

Maia suspiró, sabiendo por instinto cuándo se podía luchar contra la tenacidad de Leie y cuándo era inútil hacerlo. Por fortuna, tenían una buena panorámica cuando las puertas del campanario terminaron de abrirse con un chasquido reverberante. Entonces emergió de su portal la figura de bronce del Mono Macho, caminando encorvado sobre el público, cargando un retorcido animal de cuatro patas bajo un brazo y una piedra afilada en la boca. El mono se giró tres veces siguiendo un ritmo ensordecedor, y pareció escrutar a la gente de abajo. Luego la figura se alzó sobre sus cuartos traseros, convertido milagrosamente en la figura erecta de un hombre que arrastraba cadenas. La piedra de su boca se había transformado en la estilizada protuberancia fálica de La Bomba.

Los ojos de Leie brillaban de admiración, pues el intrincado juego de placas de bronce parecía sencillo y natural. Era una renombrada versión de una de las más famosas alegorías de Stratos, la metáfora de un aspecto de la evolución.

Se abrió otra puerta. Salió la figura de la Mona Hembra que llevaba el tradicional hatillo de fruta. Lo mismo que la última vez, y la vez anterior, pensó Maia. Es bonito, pero monótono.

Miró un instante hacia el café… y se llevó una sorpresa. Sólo habían pasado unos segundos, pero ahora sólo quedaban botellas vacías en la mesa. También Naroin había desaparecido.

Oh, bueno. Sacudió la cabeza. No es asunto mío. Además, es hora de ir al centro.

Maia tiró del brazo de su hermana. Leie trató de no hacerle caso, maravillada por la danza de las figuras metálicas. Pero esta vez Maia insistió.

—¡Ya hemos visto esta parte dos veces! No quiero volver a perderme la emisión.

Leie suspiró dramáticamente, y Maia pensó: Ojalá que por una vez no se aproveche, porque cada vez que quiero algo lo considera un «favor» que hay que devolver.

—Muy bien —accedió Leie con un exagerado encogimiento de hombros—. Vamos a ver las noticias.

Tras ellas, al otro lado de la plaza empedrada, la figura gigantesca de Madre Lysos salió por su propia puerta situada sobre la de los otros autómatas, sosteniendo un bioscopio sobre el brazo. Con expresión benigna, cogió el pergamino de leyes que llevaba en la otra mano y lo utilizó para descargar un poderoso golpe y cortar para siempre las cadenas que ataban a la Mujer a la voluntad del Hombre.

Naturalmente, cuatro calles más arriba, ante el anfiteatro de madera, se había formado una larga cola. Maia gruñó, llena de frustración.

—Supongo que tendremos que esperar nuestro turno —dijo Leie—. Oh, bien.

Así era su gemela, claro. Impaciente con los defectos de los demás. Fatalista, filosóficamente hablando, respecto a los suyos propios. Maia reflexionó en silencio, estirando el cuello para ver algún signo de movimiento delante. Una jefa de la Guardia permanecía junto a la cabina de las entradas, tanto para mantener el orden como para asegurarse de que ninguna veraniega de menos de cinco años de las casas infantiles de la ciudad se colara sin una nota de sus madres del clan. Junto a la puerta se podían ver mujeres que se asomaban al interior, escuchando partes amplificadas del discurso que luego repetían a sus amigas. Murmullos de noticias progresivamente degradadas pasaban a las hermanas. Como durante la noche de las saqueadoras, Leie escuchaba ávidamente y se unió a la comidilla, aunque las noticias que les llegaban casi no valían la pena.

—Tenías razón —informó Leie—. Han dicho algo sobre los Exteriores. —Indicó vagamente al cielo—. Pero todavía no hay imágenes de la nave que aterrizó.

Maia manifestó su decepción. Nunca antes había pensado mucho en la cicatería del Gran Consejo con las noticias. Poder y sabiduría iban unidos, según las madres de clan. Pero ahora Maia se preguntó si la hereje tenía razón. Las sabias, consejeras y altas sacerdotisas no parecían dispuestas a decir gran cosa, como si temieran la reacción de las masas.

Desde el punto de vista de una clon, supongo que toda persona que no es una de tus hermanas plenas es un dilema impredecible. Es lo mismo para nosotras las vars, sólo que estamos acostumbradas. Maia descubrió que era una reflexión reconfortante: había un aspecto en el cual las nacidas en invierno iban por la vida más temerosas que las veraniegas. La incertidumbre debe de ser su mayor temor.

La luna central, Atenea, gravitaba sobre el horizonte occidental, un fino creciente con la llanura de Mare Virginatis iluminándose rápidamente mientras el sol se ocultaba tras una masa de nubes. La noche sobre Lanargh era clara, algo fría. Las primeras estrellas empezaron a salir.

Había colas separadas de primera y segunda clase. Esta última avanzaba a trompicones hacia la cabina de las entradas, conducida por varias mujeres de nariz chata que llevaban gafas y cuya expresión era de divertido escepticismo. Con una demanda tan alta, podrían construir más teatros, no importa cuál sea su coste. ¿Es posible que todo este interés las haya tomado por sorpresa?

Para cuando hubo espacio de pie disponible y las gemelas pudieron entrar en la parte trasera de la sala abarrotada, habían pasado los titulares y los principales temas del programa y trataban el segmento nocturno llamado «Comentario». La joven entrevistadora de la gran pantalla mural resultaba familiar, naturalmente, ya que el mismo programa se emitía en Puerto Sanger. Su invitada era una mujer mayor, por su aspecto una sabia de la universidad.

… a pesar de todas las confirmaciones que hemos recibido, ¿qué garantía tenemos de que nuestros amigos Exteriores sean inofensivos, como sostienen? Las habitantes de Stratos recordamos con horror la última vez que el peligro llegó del espacio.

La entrevistadora la interrumpió.

Pero, Sabia Sydonia, ¡cuando el Enemigo vino, fue en una nave gigantesca, grande como un asteroide! Todas podemos ver (todas las que vivimos en ciudades con clubes de astronomía), que la Nave Visitante es demasiado pequeña para transportar armas.

Maia sintió un estremecimiento de satisfacción. Estaban hablando de los alienígenas, después de todo. En la pantalla, la sabia asintió con su cabeza de respetable pelo gris. Las luces de las cámaras resaltaban las arrugas de sabiduría que bordeaban sus ojos, aunque Maia sospechaba que algunas de ellas podían deberse al maquillaje.