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¿Por qué existe el sexo?

Durante tres mil millones de años, la vida en la Tierra se las apañó bastante bien sin él. Un organismo reproductor simplemente se dividía, consiguiendo así su paso a la posteridad en dos copias casi perfectas.

Ese «casi» fue crucial. En la naturaleza, la auténtica perfección es un callejón sin salida que conduce a la extinción. Leves variantes, producidas por selección, permiten que incluso las especies de una sola célula se adapten a un mundo cambiante. Con todo, a pesar de eones de innovación bioquímica, el progreso fue lento. La vida siguió siendo algo manso y simple hasta hace quinientos millones de años, momento en que dio un salto.

Las bacterias ya transmitían información genética de forma bastante rudimentaria, pero entonces el sistema de intercambio se organizó y aumentó la variabilidad diez mil veces. Nació el sexo, y pronto surgieron muchos organismos pluricelulares: peces, árboles, dinosaurios, humanos. El sexo hizo posible todo eso.

Sin embargo, ¿debemos imitar a la naturaleza cuando diseñemos nuestra nueva humanidad sólo porque ésta consiguió algo de una forma determinada? La moderna capacidad genética puede superar al sexo diez mil veces. Dentro de las limitaciones generales de los mamíferos, podemos pintar con colores que la pobre y ciega biología desconoce.

Podemos aprender de los errores de la Madre Naturaleza y hacer un trabajo mejor.

LYSOS, Métodos y recursos

4

Llovió un poco. Sin embargo, el chubasco pronto se convirtió en una peligrosa galerna.

El carguero Wotan avanzaba a través del encrespado mar, resbalando en las afiladas olas, sacudido por un viento que agitaba sus mástiles como brazos de palanca, de forma que el barco, mal equilibrado, se estremecía peligrosamente con cada ráfaga, impidiendo que su timón respondiera.

El piloto maldijo entre gritos a su capitán por haber cargado tan poco lastre en Lanargh. Antes, había echado pestes porque llevaban demasiada carga para sortear la inesperada tempestad. Ignorando las imprecaciones a gritos del primer oficial, el capitán envió a los marineros a cubierta para que rompieran la tenaza del viento sobre los mástiles. Temblando de frío, los marineros descalzos subieron a las velas; sosteniendo un hacha entre los dientes subían como cangrejos por los resbaladizos aparejos para cortar las velas y todo aquello que la sañuda tormenta pudiera agarrar y emplear para empujarlos a su perdición.

Confusamente, a través de oleadas de náusea, Maia se esforzaba en ver a los valientes marineros, incapaz de dar crédito a tanta habilidad y determinación. Agujas de agua salada le picoteaban los ojos mientras se aferraba a la amura y veía a los marinos correr riesgos terribles allá arriba, manejando las hachas con una mano y gritando mientras se esforzaban por salvar la vida de cuantos viajaban a bordo. No eran solamente hombres. Otros gritos, más agudos, indicaban que también las mujeres de la tripulación habían escalado los mástiles que se agitaban como serpientes torturadas.

Vars iguales que ella. ¿Cómo podían los seres humanos hacer cosas semejantes? Maia se sintió inquieta por el pensamiento. Y avergonzada de ser demasiado inepta para echar una mano.

—¡Cuidado allá abajo! —gritó una voz. Algo cayó del caos de arriba, Una maraña de cuerda que chocó contra la borda y luego resbaló hacia las oscuras y hambrientas aguas. Con la vista nublada, Maia contempló la masa de jarcias y aparejos que podrían habérsela llevado por delante si hubieran caído un poco más atrás. Pero por mucho que lo intentaba, no podía detectar un sitio más seguro en cubierta que aquél, entre los mástiles, agarrada a los cordajes para salvar su vida.

Una cosa estaba clara, no iba a unirse a las otras pasajeras que permanecían abajo, acobardadas. Había que enfrentarse a la tormenta sin protección, contemplando las rugientes montañas y las profundidades abisales del océano encabritado. Pero al otro lado de aquel panorama aterrador, de aquel remolino, había perdido de vista al Zeus. Su hermana viajaba en aquella frágil cáscara de madera, tela y carne, y si Maia se sentía demasiado mareada y torpe para ayudar a la esforzada tripulación del Wotan, al menos podía vigilar, y gritar si veía algo.

Casi todo lo que alcanzaba a ver era naturaleza líquida, una conspiración de mar espumoso y aire helado que intentaba con todas sus fuerzas acabar con ellos. Las verdes olas, más altas y más empinadas que las fortalezas de los clanes de Puerto Sanger, llegaban con un ritmo calculado para desestabilizar el movimiento pendular del barco. Al superar la siguiente ola, el Wotan escoró a estribor, colgando del precipicio, a punto de volcar en aquel terrible plano inclinado. Todo el barco se estremeció.

Justo entonces, una nueva ráfaga golpeó el otro costado, tirando con fuerza de los mástiles, nivelando la gran masa del carguero sobre su quilla. Protestando con todas sus fuerzas, el barco herido se ladeó y se precipitó pendiente abajo. La gravedad rotó, convirtiéndose en una fuerza lateral, empujando a Maia contra la borda. Una de sus piernas se deslizó hacia fuera, colgando en el vacío. Horrorizada, vio cómo el mar verdigrís extendía sus manos de flecos espumosos…

El tiempo se detuvo. Por un instante, Maia pensó que oía a las aguas llamarla por su nombre.

Entonces, como divertida por su impotencia, la bestia oceánica frenó el ritmo, se detuvo, se paró apenas a unos metros de distancia. Ciega, la miró.

Como un depredador que no tuviera prisa y observara directamente su alma.

La próxima vez… O la siguiente…

El seno de las olas se alisó. El corazón de Maia se desbocó cuando la inclinación del carguero varió lentamente hacia el otro lado, rechazando a las ansiosas aguas. El tirón de la gravedad giró hacia cubierta una vez más.

Súbitamente, desde abajo, llegó un brusco estrépito. Una horrible vibración, como de madera al quebrarse. Hubo nuevos gritos de pánico.

… ¡Eia! ¡La carga se ha soltado!

Una imagen se dibujó en la mente de todos: toneladas de carbón moviéndose en negras y líquidas oleadas de un extremo a otro de la bodega, asaltando el interior del casco como lo hacía desde fuera el martilleo del mar. El Wotan solloza, pensó Maia, prestando atención al terrible sonido. Oscuras figuras pasaron corriendo, abrieron la escotilla con barras de acero e hicieron que la puerta saliera volando como una hoja llevada por el viento. Sin esperar ayuda, las oscuras formas se zambulleron en el interior, presumiblemente para intentar detener la carga con sus manos desnudas.

Maia miró por encima de la borda y vio cómo el mar atacaba una vez más, golpeando las amuras esta vez, antes de retroceder aún más reluctante que antes. Una cuantas oscilaciones más y el Wotan estaría condenado. Los gritos de la gente de cubierta se alzaron con urgencia, junto con el golpeteo de frenéticos cortes. Alguien gritó. Un hacha brilló bajo el rayo de una linterna de emergencia hasta perderse en el furioso mar. Bajo cubierta resonaban los quejidos de quienes trabajaban en una labor distinta y sin esperanzas.

Por pura fuerza de voluntad, Maia contuvo las náuseas, tan salvajes ya como la tormenta. Soltó las manos de la borda y se volvió.

—Ya voy… —consiguió croar, pero nadie la oyó. Sabiendo que no poseía habilidades útiles para los que trabajaban en cubierta, Maia avanzó dando tumbos por la superficie resbaladiza hacia la abierta oscuridad de la escotilla.

Dentro de la bodega se había desatado un infierno; se habían soltado varias particiones cuya función era proteger la carga de los bandazos del barco. Una barrera había cedido en el peor lugar posible, cerca de la proa, donde toda la masa apilada de golpe a estribor aumentaba la inclinación del navío y empeoraba la ya torpe maniobrabilidad. Mortecinas bombillas eléctricas alimentadas por baterías de reserva oscilaban salvajemente y proyectaban extrañas sombras cuando Maia atravesó el crujiente andamiaje que se alzaba entre grandes depósitos medio llenos de carbón. El polvo negro se elevaba como rocío, sofocando su garganta y haciendo que sus membranas nictitantes se cerraran sobre sus ojos justo cuando necesitaba más luz, no menos.