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Así lo conceda Lysos. Maia se tiró de una oreja para darse suerte y siguió cargando su petate mientras bajaba las retorcidas escaleras traseras de la Casa Infantil de Verano de Lamatia, gastadas ya por el paso de generaciones. Ante cada ventana hendida una brisa helada le acariciaba la nuca, provocándole la extraña sensación de que la seguían. El petate era pesado, y Maia tuvo la sospecha de que su hermana lo había cargado con algo más mientras le daba la espalda. Si hubieran conservado sus trenzas una hora más, las madres podrían haberles asignado un lugar para que llevara sus efectos a los muelles. Pero Leie había dicho que contar con los lúgars las volvería blandas, y en eso probablemente llevaba razón. No habría gigantes dóciles para suavizar su trabajo en el mar.

El Patio de Verano no hacía honor a su nombre, permanentemente a la sombra de las torres donde habitaban las invernales tras hileras de ventanas con cristales y cortinas de seda. El oscuro lugar estaba desierto a excepción de una figura inclinada que pasaba la escoba bajo las ceñudas figuras de piedra de las primeras madres del Clan Lamai, todas talladas con expresión uniforme de desdén y labios arrugados. Maia se detuvo a observar al viejo Bennett barrer las hojas de otoño, su barba blanca agitándose en suave compás. No era legalmente un hombre, sino un «retirado»; Bennett había sido traído aquí cuando su hermandad de marinos ya no pudo cuidarlo, una tradición abandonada por otros matriarcados hacía tiempo, pero orgullosamente mantenida por Lamatia.

Recién instalado allí, los ojos de Bennett conservaban un atisbo de fuego, y también mantenía su voz resonante. Toda la virilidad física había desaparecido, sí, pero era recordada todavía, pues solía pellizcar traseros de vez en cuando, provocando grititos de complacida furia en las muchachas y frías miradas de desaprobación por parte de las matronas. Aunque formalmente era tutor del puñado de niños varones, se convirtió en el favorito de todos los niños de verano gracias a sus floridos y apasionantes relatos del mar salvaje y abierto. Ese año, Bennett le tomó especial cariño a Maia, animando su interés por las constelaciones y el arte masculino de la navegación.

No podía decirse que hablaran de verdad, como podían hacerlo dos mujeres, sobre la vida y los sentimientos y otras cosas de enjundia. Con todo, Maia recordaba con cariño una extraña amistad que ni siquiera Leie llegó nunca a comprender. Pero demasiado pronto el fuego abandonó los ojos de Bennett. Dejó de contar historias coherentes y se sumergió en un silencio sombrío mientras continuaba tallando flautas ornamentadas que ya no se molestaba en tocar.

El anciano se encorvó sobre su escoba cuando Maia se inclinó para mirarle a los ojos acuosos. Su impresión, tal vez producida por sus propias imaginaciones, fue de un activo vacío. De ansiosa y estudiada evasión del mundo. ¿Les sucedía esto de modo natural a los varones que ya no podían trabajar en los barcos? ¿O se lo habían causado de algún modo las madres Lamai, borrando la molestia a la vez que garantizaban que estuviera de verdad «retirado»? Eso le hizo sentir curiosidad por los fabulosos santuarios, donde pocas mujeres entraban, y donde la mayoría de los hombres iban finalmente a morir.

Dos estaciones atrás, Maia había intentado sacar a Bennett de su declive llevándolo de la mano por la estrecha escalera de caracol hasta la pequeña cúpula que contenía el telescopio del clan. Ver el brillante instrumento, donde meses antes habían pasado horas juntos escrutando los cielos, pareció producir placer al anciano. Sus manos engarfiadas acariciaron el flanco de latón con sensual afecto.

Fue en ese momento cuando ella le mostró la Nave Exterior, entonces nueva en el cielo de Stratos. Todo el mundo hablaba del tema, incluso en los programas de tele, férreamente censurados. Seguro que Bennett había oído hablar del mensajero peripatético llegado de las distancias del espacio para poner fin a la larga separación entre Stratos y el Phylum Homínido.

Al parecer, no era así. Asombrado, Bennett pareció creer al principio que se trataba de uno de los parpadeantes satélites de navegación, que ayudaban a los capitanes a encontrar su rumbo en el mar. Al final, comprendió las explicaciones de ella: aquel claro titilar era, en realidad, una nave espacial.

¡Jelly puede! —estalló Bennett de repente—. ¡Se—ñala,Jelly puede!

—¿Señales? ¿Te refieres al faro? —Ella apuntó hacia la torre que señalaba la bahía de Puerto Sanger, su llama iluminando las aguas. Pero el anciano sacudió la cabeza, desesperado.

¡Antes!… ¡Jelly puede antes!

Siguieron más frases de aquel dialecto confuso y sin sentido. Estaba claro que había sucedido algo que tiraba de algún cable mental. Cables que antaño estaban relacionados con fervientes pensamientos, pero que se habían convertido tiempo atrás en hilos sueltos. Para horror de Maia, el anciano empezó a golpearse la sien, una y otra vez, mientras las lágrimas corrían por sus chupadas mejillas.

¡No puedo recordar!… ¡No puedo! —gimió—. Antes… ido… no puedo…

El ataque continuó mientras ella, aturdida, le ayudaba a bajar de la torre y le llevaba a su jergón; luego se sentó a su lado mientras el hombre se sacudía y murmuraba rítmicamente que había que «proteger» algo… y hablaba sobre «dragones en el cielo». En ese momento, Maia sólo pudo pensar en un dragón, una fiera figura tallada sobre el altar del templo de la ciudad, que la había asustado cuando era pequeña, aunque las matronas decían que la bestia era una representación alegórica del espíritu materno del planeta.

Desde aquel episodio en el tejado, Maia no había intentado volver a comunicarse con Bennett… y se avergonzaba de ello.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó ahora en voz baja, contemplando aquellos ojos asustados—. ¿Hay alguien?

No surgió de aquella mirada nada comprensible, así que se inclinó para besar la mejilla rasposa, preguntándose si el confuso afecto que sentía era lo más cerca que podría encontrarse jamás de una relación con un hombre. Para la mayoría de las mujeres del verano, la castidad durante toda la vida no era sino un emblema más de una lucha que pocas podían ganar.

Bennett siguió barriendo. Maia se sopló las manos para hacerlas entrar en calor, y se volvió para marcharse justo en el momento en que una campana rompía el silencio. Unos niños ruidosos salieron corriendo al patio, llegados desde los estrechos corredores de todas partes. Desde los bebés hasta los más mayores, todos llevaban los brillantes tartanes de Lamatia, el pelo trenzado al estilo del clan. Sin embargo, la uniformidad no era total. A diferencia de los niños normales, cada mocosa del verano seguía siendo una clarísima muestra de individualismo, y era dolorosamente consciente de su condición única.

No así los niños varones, uno de cada cuatro, que corrían a clase como sus hermanas, pero con una pose que decía: «Sé adónde voy.» Los hijos de Lamatia a menudo se convertían en oficiales, incluso en capitanes de buque.

Y al final, en viejos inútiles, se recordó Maia mientras Bennett seguía barriendo, ajeno al tumulto. Hombres y mujeres tenían eso en común: todo el mundo envejecía. En su sabiduría, Lysos había decretado hacía tiempo que el ritmo de la vida debía incluir un final.

Los niños dejaron de correr y miraron a Maia. Ella les devolvió la mirada, con cara de póquer. Vestida de cuero, con el pelo corto, debía parecer una de las últimas trasnochadoras, perdida de la taberna. ¡Con lo delgada que era, tal vez la tomaban por un hombre!