Había muchas gruesas y pálidas Ortyn a la vista, sobre todo allá donde se cargaban o descargaban artículos. Idénticas excepto por las cicatrices de hazañas individuales, las Ortyn de nariz chata apenas hablaban. Entre ellas las palabras resultaban innecesarias. Pocas de ese clan se convertían en sabias, eso estaba claro, pero su fuerza física y su habilidad como transportistas (manejando los temperamentales caballos de tiro) las hacían formidables en su nicho. «¿Para qué mantener y alimentar lúgars cuando puedes contratar a Ortyn para que lo muevan por ti?», rezaba un dicho local.
Un grupo de aquellas gruesas clones tenía colapsada la calle de los Músicos; obstruían el tráfico mientras seis mujeres idénticas luchaban con un montón de cordajes que colgaban del cabrío de un taller situado en un primer piso. Como muchos de los edificios de aquella parte de la ciudad, éste se alzaba sobre la calle, cada piso sobresaliendo un poco más sobre sus voladizos sustentados por vigas. En algunos barrios, los edificios llegaban a encontrarse por encima de la estrecha calle, formando arcos que impedían ver el cielo.
Se había congregado una multitud, asombrada por la chirriante carga que colgaba en las alturas: una erecta harpa—espineta de madera fina construida por el Clan Pasarg de mujeres músicos para su exportación a alguna ciudad distante de Occidente. Tal vez viajaría en el Ave Sombría junto con Maia y Leie… si las trabajadoras conseguían bajarla al suelo primero. Un grupito de Pasarg de caras chupadas y dedos largos se había congregado abajo; se rebullían nerviosas cada vez que uno de los caballos de tiro se atascaba y hacía oscilar la carga sobre sus cabezas. Si se estrellaba contra el suelo, se perderían los beneficios de toda una temporada.
Para otras espectadoras, el momento de tensión era un entretenimiento en una aburrida mañana de otoño. Las vendedoras se acercaron, ofreciendo castañas asadas y varas de olor a la multitud congregada. Finas varas de dinero se envolvían en paquetes o se rompían para dar cambio.
—¡Viene el invierno, así que estad preparadas! —gritaba una vendedora Ovop con su cesta llena de amargas hierbas anticonceptivas—. Los hombres se enfrían por fin, ¿pero podréis fiaros de vosotras con la gloriosa escarcha por venir?
Otras mercaderes llevaban jaulas de junco con pájaros vivos y lagartos silbadores stratoianos, algunos de ellos entrenados para tararear canciones populares. Una joven clon Charnoss que intentaba hacer pasar un rebaño de llamas junto a las altas ruedas de la carreta se tropezó con una trabajadora política emparedada en un cartel donde se anunciaban las virtudes de una candidata a las próximas elecciones del Consejo.
Leie compró una tarta de caramelo y se unió a la multitud que jadeaba y aplaudía mientras la espineta, delicadamente tallada, escapaba por los pelos a quedar enganchada en una pared cercana. Pero a Maia le pareció más interesante observar al equipo Ortyn que, situado detrás del carro, trabajaba para liberar la cabria atascada. Era un curioso aparato eléctrico que funcionaba con una batería. Nunca antes había visto a las Ortyn utilizar uno, y era probable que lo hubieran manipulado incorrectamente. Ninguno de los clanes de Puerto Sanger estaba especializado en la reparación de ese tipo de aparatos, así que no fue ninguna sorpresa que, sin mediar palabra ni ninguna otra seña visible, las Ortyn renunciaran a intentar hacerlo funcionar. Una miembro del equipo agarró la palanca del freno mientras las otras, como siguiendo la coreografía de un baile, se volvían y alzaban las manos encallecidas para aferrar la cuerda. No hubo gemidos o gritos de cadencia; cada Ortyn parecía conocer el estado de preparación de sus hermanas cuando el freno se soltó. Los músculos se hincharon en las anchas espaldas. Suavemente, la carga fue bajando hasta besar el lecho de la carreta con engañosa amabilidad. Hubo aplausos y unos cuantos bufidos decepcionados mientras las varas de dinero cambiaban de mano, zanjando las apuestas. Maia y su gemela cogieron sus petates una vez más. Leie se terminó el pastel mientras Maia se volvía, pensativa.
Las Ortyn casi leen las mentes de las otras. ¿Cómo vamos a simular Leie y yo una cosa así?
Cuando eran más jóvenes, su hermana y ella solían terminar las frases de la otra, o sabían cuándo y dónde la otra sentía dolor. Pero en el mejor de los casos se trataba de un enlace débil, en absoluto comparable a la unión entre clones cuyas madres, tías y abuelas compartían unos genes y una educación común que se remontaba a varias generaciones. Aún más, las gemelas parecían haber divergido últimamente, en vez de unirse. De las dos, Maia consideraba que su hermana poseía mas dureza y sentido práctico, tan necesarios para tener éxito en este mundo.
—Las Ortyn y las Jorusse y las Kroeber y las malditas Sloskie… —murmuró Leie—. Estoy tan harta de este asqueroso lugar… Besaría a un dragón en la boca por no tener que mirar las mismas caras hasta que me muera.
También Maia sentía la urgencia de marcharse. Sin embargo, se preguntó, ¿cómo conseguía una forastera saber quién era quién en una ciudad extraña? Aquí, aprendías sobre cada casta casi desde el nacimiento. Sobre las esbeltas Sheldon de pelo rizado, por ejemplo; mujeres de piel oscura una cabeza más altas que las gruesas Ortyn. Su nicho habitual era cazar bestias peludas en los pantanos de la tundra, aunque las Sheldon treintañeras a menudo llevaban también la placa del cuerpo de Guardia de Puerto Sanger, y se dedicaban a supervisar la defensa de la ciudad.
Las Poeskie de dedos largos estaban igualmente bien adaptadas a sus tareas: cosechar con maestría las glándulas de los caracoles estelares rotos. Eran tan buenas en el comercio del tinte que habían establecido sucursales en otras ciudades situadas a lo largo del mar de Parthenia, dondequiera que las pescadoras cogían las conchas en forma de embudo.
Casi primas de ese clan, las Groeskie utilizaban sus hábiles manos para ser unas mecánicas de primera. Eran un matriarcado joven, retoños del verano que habían echado raíces hacía apenas unas cuantas generaciones. Aunque no pasaban de las dos docenas, las gruesas y activas «grossies» constituían ya un clan a tener en cuenta. Cada una de ellas era una descendiente clónica de una sola veraniega medio Poeskie que había conseguido su nicho por suerte y talento, ganándose en consecuencia su derecho a la posteridad. Era un sueño que todas las niñas—var compartían: echar raíces, prosperar, y fundar un nuevo linaje. Sucedía una de cada mil veces.
Al pasar ante un taller Groeskie, las gemelas vieron introducir unos cojinetes redondos en sus ejes a unas cuantas robustas y felices pelirrojas, cada una heredera de aquella lista antepasada que se ganó un puesto en la dura pirámide social de Puerto Sanger. Maia sintió cómo Leie le tiraba del codo. Su hermana sonrió.
—No lo olvides. Tenemos una ventaja.
Maia asintió.
—Sí.
Entre dientes, añadió:
—Eso espero.
En el distrito del mercado, bajo el signo de un tricórnido encabritado, una tienda vendía dulces importados de la lejana Vorthos. El chocolate era un vicio sobre el que las gemelas sabían había que alertar a sus hijas—herederas, si alguna vez las tenían. La vendedora, una Mizora de ojos soñolientos, se levantó esperanzada, aunque sabía que no iban a comprar nada. Las Mizora, en pleno declive, se habían visto obligadas a vender sus antaño ricas posesiones para hospedar marinos, al estilo de sus antepasadas. Seguían peinándose como un gran clan, aunque en su mayoría eran ahora pequeñas mercaderes, menos habilidosas que las arribistas Usisi o las Oeshi. La vendedora Mizora contempló tristemente cómo Maia y Leie se daban la vuelta y seguían su camino calle abajo, entre las casas de los clanes inferiores.