Los oídos de Maia se aguzaron ante la mención de la nave alienígena. Por desgracia, pronto quedó claro que la oradora no aportaba noticias, sino tópicos. La arenga se convirtió rápidamente en una sarta de frases hechas y lugares comunes que Maia y su hermana habían oído incontables veces a lo largo de los años. Sobre la inundación de mano de obra barata var que arruinaba a tantos clanes pequeños. Sobre la laxitud a la hora de mantener los Códigos de Lysos y la regulación de los «varones peligrosos». Esas acusaciones ya gastadas iban acompañadas este año por la paranoia de moda: la inquietud popular de que los visitantes del espacio fueran los precursores de una invasión aún peor que el pasado horror del Enemigo.
Habían sentido un momentáneo placer al ser confundidas con un «clan», sólo porque Maia y Leie eran iguales, pero aquello pasó pronto. Era otoño, eso significaba que las elecciones se acercaban; los grupos marginales seguían intentando arrancar un escaño minoritario o dos frente a las votaciones en masa de los grupos como Lamatia. El Perkinismo apelaba a los pequeños matriarcados que consideraban un estorbo los linajes establecidos. El movimiento tenía poco apoyo de las vars, que no tenían ningún poder y, aún menos, intención de votar.
En cuanto a los hombres, no les hacía ninguna ilusión que el Perkinismo se asentara con fuerza en Stratos. Sólo conque pareciera que eso podía llegar a suceder, Maia podría presenciar algo que no se repetiría en toda su vida: el espectáculo de los varones haciendo cola ante los colegios electorales para ejercitar un derecho establecido por la ley, pero practicado con tanta frecuencia como la gloriosa escarcha caía en verano.
Aunque Leie seguía burlándose de la trayectoria política de las Perkinitas, Maia le dio un codazo.
—Vamos. Tenemos cosas mejores que hacer en nuestra última mañana en la ciudad.
El sol naciente había disipado la niebla que abrazaba la costa cuando las gemelas llegaron a la bahía propiamente dicha. El calor de media mañana había espantado también a la mayor parte de los sedosos flotadores—zoor que Maia había visto antes. Unas cuantas criaturas luminosas eran aún visibles, como brillantes flores ovoides o chillonas bolsas de gas, flotando en una cadena irregular a lo largo del cielo oriental.
Un perezoso permanecía aún en los muelles, parecido a una medusa hinchada con pseudópodos iridiscentes de sólo unos veinte metros de largo. Un bebé, pues. Se aferraba al mástil principal de un esbelto carguero, acariciando las cubiertas envueltas en lona, buscando las golosinas dejadas en las vergas superiores por los avispados marinos. Los ágiles marineros se reían, esquivando las pegajosas ventosas; luego se acercaban a acariciar los nudosos dorsos de los tentáculos de la bestia, o le ataban lazos brillantes o notas de papel. Aproximadamente una vez al año, alguien recuperaba un ajado mensaje que había sido transmitido de esa forma, transportado por toda la Madre Océano.
Se contaban también historias de grumetes que intentaban montar en los zoors, flotando hacia Lysos sabía dónde, quizás inspirados por leyendas de días remotos, cuando los zepelines y los aviones surcaban el cielo, y a los hombres se les permitía volar.
Como para demostrar que era un día de destino y sincronía, Leie llamó la atención de Maia señalando en dirección contraria, al suroeste, más allá de la cúpula dorada del templo de la ciudad. Maia parpadeó ante una forma plateada que destelló brevemente al posarse en el suelo; reconoció el estilizado dirigible que repartía el correo y los paquetes demasiado valiosos para ser confiados al transporte marítimo, y que llevaba a las poquísimas pasajeras cuyos clanes debían ser casi tan ricos como la diosa del planeta para poder permitirse pagar la tarifa. Maia y Leie suspiraron, compartiendo por una vez exactamente el mismo pensamiento. Haría falta un milagro para que cualquiera de ellas llegara a viajar así, entre las nubes. Tal vez sus descendientes clónicas lo harían, si los caprichosos vientos de la suerte soplaban en esa dirección. El pensamiento aportaba un ligero consuelo.
Tal vez eso también explicaba por qué los grumetes a veces renunciaban a todo por cabalgar un zoor. Los hombres, por propia naturaleza, no podían tener clones. No podían copiarse a sí mismos. Como mucho, conseguían la inmortalidad menor de la paternidad. Fuera lo que fuese lo que más desearan, tenía que ser conseguido en el lapso de una vida, o no lo sería en absoluto.
Las gemelas reemprendieron el camino. Tan cerca ya de los muelles, donde los barcos de pesca desprendían unos miasmas húmedos y punzantes, empezaron a ver mucha más gente de verano como ellas mismas. Mujeres de formas, colores, tamaños diversos, a menudo con cierto parecido familiar a algún clan bien conocido (unos cabellos de las Sheldon, o la mandíbula distintiva de las Wylee), que compartían la mitad o una cuarta parte de sus genes con una línea materna renovada, igual que las gemelas llevaban pintado en el rostro gran parte de Lamai.
Por desgracia, medio parecido servía de poco. Vestida con kilts de un solo color o calzones de cuero, cada persona del verano deambulaba por la vida como una unidad solitaria, única en el mundo. La mayoría, pese a todo, mantenía la cabeza bien alta. La gente del verano trabajaba en los muelles, calafateaba los veleros, y ejecutaba la mayor parte del trabajo manual que sostenía el comercio marítimo, a menudo con una alegría cuya contemplación era una inspiración en sí misma.
Antes de Lysos, en los mundos del Phylum, las vars como nosotras eran normales y las clones raras. Todo el mundo tenía un padre… y a veces hasta crecían conociéndolo.
Maia solía imaginar planetas llenos de variedades descabelladas e impredecibles. Las madres Lamai lo llamaban «una fijación indigna», aunque tales pensamientos eran más frecuentes desde que la noticia de la Nave Exterior empezó a filtrarse en forma de rumores y luego mediante los reportajes censurados de la tele.
¿Vive aún la gente de otros mundos en el caos de antaño?, se preguntaba. Como si la vida fuera a ofrecerle alguna vez la oportunidad de averiguarlo.
Pasada la estación de las tormentas y con la puerta de getta abierta de par en par, la bahía era un sitio pintoresco que bullía de vida. El comercio acumulado durante una estación se ponía en circulación. La gente recorría los muelles de descarga y los almacenes de tejado de pizarra, las capillas y las casas de placer. Y las tiendas especializadas en artículos para la navegación (una visita favorita de las gemelas mientras éstas crecían) rebosaban de cada herramienta o utensilio que una tripulación pudiera necesitar en el mar. Desde temprana edad, Maia y su hermana se habían sentido atraídas por el brillante metal y el olor del aceite lubricante, y se entretenían durante horas para exasperación de las dependientas. A Leie le fascinaban los aparatos mecánicos, mientras que Maia, por su parte, se fijaba en las cartas y sextantes y en los estilizados telescopios con sus partes bellamente engarzadas. Y en los relojes, algunos tan antiguos que llevaban una anilla exterior que dividía el calendario de Stratos en poco más de tres «Años Terrestres Estándar». Ni siquiera las burlas de los chicos de cinco años (alféreces itinerantes que a menudo sabían menos de determinar una latitud que de escupir al viento) mantenían apartadas a las gemelas durante demasiado tiempo.
Al asomarse a la tienda más grande, Maia captó la mirada de la encargada, una Felic de rostro duro. La clon advirtió el corte de pelo y el petate de Maia, y su mueca habitual se convirtió lentamente en una sonrisa. Hizo un breve gesto con la mano deseando a Maia buena suerte y un pasaje seguro.
Y apuesto a que adiós muy buenas. Recordando lo molestas que habían sido su hermana y ella, Maia le devolvió una exagerada reverencia, que la dependienta aceptó con una carcajada y un gesto de despedida con la mano.