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– Como gustéis, señora -repuso él, muy satisfecho.

Mis compañeros, entretanto, con evidentes gestos de alivio, se pusieron en marcha de nuevo, unos subiendo de las bodegas los avíos y bastimentos perecederos que iban a quedar en el almacén de la tienda y otros limpiando y ultimando las tareas de la nao y recogiendo sus bártulos.

– ¡Baja, Martín! -me ordenó mi padre desde tierra.

Me calé mi precioso chambergo rojo y, rauda como una centella, me planté a su lado en el amarradero. Él seguía sonriendo con gran satisfacción.

– Todo ha salido a pedir de boca -me dijo, poniendo nuevamente la mano en mi hombro y obligándome a avanzar así hacia el poblado.

– ¿Estáis seguro, padre?

– Tú no la conoces como yo -repuso-. Es más lista que el hambre y ten por cierto que, a estas alturas, ella sola ha descubierto casi toda la verdad. Le falta alguna información, que es la que me va a pedir en cuanto entremos en la casa, pero estáte tranquilo porque ella ya sabe que no la he engañado y que la historia no es cierta.

Con mi padre apoyado como un ciego en mi hombro avanzamos por la playa, dejando atrás el muelle y entrando, directamente, a la plaza de la villa, de planta cuadrangular, con casas a derecha e izquierda y el edificio del cabildo enfrente, mirando hacia el mar -hacia el noroeste, por donde el sol se estaba ocultando-. Pronto no habría luz en las escasas seis calles que tenía la ciudad.

– Mañana acudiremos a presentar nuestros respetos a don Juan Guiral -anunció mi padre-, actual gobernador y capitán general de esta provincia. Si no se encuentra en alguna de sus tenaces campañas contra los indios chimillas, le pondré en conocimiento de tu llegada y avecindamiento en este pueblo.

Pasamos junto al cabildo y nos adentramos en el pequeño damero de estrechas callejuelas polvorientas como si fuéramos a salir de la villa por el lado contrario. Mas, justo cuando ya veía las sombras de la selva frente a mí, mi padre giró a la derecha y se detuvo frente al portalón de la única casa que, aparte del cabildo, estaba construida sobre pilares de cal y canto, con paredes de argamasa blanca y cubierta de tejas. Sin duda era la más lujosa y grande de Santa Marta, por lo que yo llevaba visto hasta entonces, y ocupaba el espacio de tres o cuatro de las otras. Por aquí se veía una puerta de madera que mi padre me dijo que era la puerta de la tienda y por allá, otra más lejana, abierta, y de la que salían música y risas.

– El negocio de la señora María -me explicó mi padre con una sonrisa.

– ¿Negocio? -me extrañé.

– María es la madre de esta mancebía, la más famosa del Caribe. ¿No viste dos grandes barcos atracados en la rada?

Hubiera querido contestar pero no podía: me había quedado de una pieza al saber que la tal María era una prostituta que regentaba un negocio de mozas distraídas. Nunca había conocido a ninguna de su clase en persona y, por lo que el ama Dorotea me había contado, eran mujeres terribles, deformes y viejas, a las que su abundante comercio carnal con los hombres había vuelto varoniles, con barba en la cara, espaldas anchas y nuez en la garganta.

– Pero… pero, padre -balbucí-. Ella os exigía lealtad en el muelle.

– Y yo a ella desde que está conmigo -respondió él muy contento-. Ya te he dicho que es su negocio, no su oficio. Para que lo sepas, María fue la manceba más considerada de Sevilla durante diez años. En su propia casa recibía a importantes mercaderes, nobles, clérigos, hombres de alcurnia y hasta de las Armadas Reales. Ganó más caudales en aquellos tiempos de los que he ganado yo en toda mi vida.

Habíamos entrado en el zaguán y se veían los recios horcones de madera negra que sujetaban las gruesas vigas. Era una casa magnífica, fresca, limpia y con plantas por todas partes. La música y los gritos de la mancebía se oían de lejos, al otro lado de la pared. Una mula y un gigantesco caballo zaino, amarrados a una argolla, masticaban remolonamente granos de maíz. Mi padre se acercó hasta ellos y los acarició con afecto.

– Mira, hijo, éstos son Ventura, la mula, y Alfana, el corcel, mis dos caballerías. ¿Sabes montar?

– No, señor.

– Pues pronto aprenderás -anunció, acercándose a mí y poniéndome de nuevo la mano en el hombro para dirigirme hacia la entrada de la vivienda.

Accedimos a un inmenso salón que se extendía a derecha e izquierda y en cuyo centro se veía una prolongada mesa de madera con candelabros cortos en los extremos. También había, aquí y allá, candelabros de pared. En todos ellos las velas ardían e iluminaban muy bien la estancia cuyo suelo era de tierra húmeda y dura. Junto a los muros cubiertos de tapices había sillas de tijera de hierro y cuero, pequeñas ménsulas, bargueños y taquillones, de cuenta que el lugar parecía muy distinguido y elegante. ¿Era aquélla la casa de un mercader y su barragana? Además, si no recordaba mal, el señor Esteban me había dicho, en mi isla, que no poseía nada. Si nada tenía, como había afirmado, ¿a qué tanto lujo?

– María debe de estar esperándonos en su despacho -murmuró mi padre, conduciéndome hacia una puerta que había a la izquierda del salón.

No se oía otra cosa que el zumbido constante de las moscas, tal era el silencio en el que se hallaba sumida aquella parte de la morada. Si la tal María Chacón estaba en conocimiento de nuestra llegada desde días antes por algún tipo de magia o misteriosa intuición y organizaba siempre unos recibimientos muy alegres, qué duda cabía que había hecho desaparecer como por ensalmo las huellas de cualquier festejo que nos hubiera preparado.

Mi padre abrió la pesada puerta del despacho y entramos. Los asuntos que atendía una mujer como ella en aquel aposento eran algo que yo no podía ni imaginar.

Sentada tras un escritorio de madera oscura donde brillaba la lumbre de un candil, la señora María nos contempló expectante, aspirando el humo de una bonita pipa de cazoleta diminuta y caña muy larga. Un mono pequeño, de pelaje pardo claro (o, quizá, canoso), se balanceaba sobre su hombro y, de vez en cuando, la abrazaba fuertemente por el cuello, como asustado.

– Siéntate allá -me mandó mi padre, empujándome hacia un banco de madera tallada que quedaba frente al escritorio, bajo una ventana por la que se colaba la luz y la música de la habitación contigua. Él tomó asiento al otro lado de la mesa, en una silla de brazos tan señorial como la de la señora María y, entonces, el mono, con un grito de alegría, dio un salto muy largo y pasó del hombro de ella al hombro de él. Debía de estar muy ciego si no le había visto antes, de modo que tenía que ser bastante viejo.

– ¡Hola, Mico! -le saludó mi padre, acariciándole el lomo. El animal se le subió por la cabeza, pasó al otro hombro, regresó al anterior y, dando un nuevo salto, tornó con su ama. No pareció percatarse de mi presencia.

– Nunca llegas hasta Puerto Rico en tus viajes -empezó a decir la mujer, dejando la pipa en un platillo de barro y cruzando los dedos de las manos sobre la mesa-, y serías el mejor de los mentirosos del mundo si hubieras logrado hacerme creer una historia tan absurda como la de esos amoríos de una noche con una criada india que, de buenas a primeras, te entrega un hijo de quince años. ¿Y qué decir de esa larga y profunda mirada hacia el corro de vecinos que te escuchaba…? Me suena todo a conseja de vieja, a patraña y a embuste, Estebanico. ¿Quién es este mestizo que no se te parece ni en el blanco del ojo?

Mi padre se echó a reír con gusto, cosa que pareció afrentar a la señora María, que se puso en pie y, cogiendo el candil con una mano y dejando al mono sobre el respaldo de su silla, se allegó hasta mí como un tornado.

– ¡Levántate, muchacho! -me ordenó de malos modos.

Yo, sólo de pensar que tenía delante a una antigua prostituta de Sevilla y, por más, madre de mancebía, creía morir de espanto. ¡Si mis buenos y verdaderos padres pudiesen verme en ese momento!