Выбрать главу

Entonces, a menos de un tiro de piedra del lugar, mi señor padre se detuvo y se volvió hacia mí:

– Sé que estás ahí, Martín -me dijo, enfadado-. ¿Se puede saber qué demonios haces?

Salí de mi pobre escondite, sorprendida por su clarividencia.

– Seguir a vuestra merced, padre.

– Pues me vas a esperar aquí sin dar un paso más.

– ¿Cómo ha sabido que le seguía? -pregunté, molesta.

– ¿Crees que puedes ocultar tu vistoso chambergo rojo? -se burló, entrando en la propiedad y dejándome con tres pares de narices bajo el sol y en mitad del campo. Le vi entablar conversación con un hombre que descansaba en una hamaca, a la sombra del porche de una gran casa blanca de recios portalones. Estaban lejos, mas pude reparar en que el hombre, que evidentemente era el amo de todo aquello, no hizo traer una silla para su visitante, obligándole a permanecer de pie mientras él seguía cómodamente tumbado. Hubo un silencioso intercambio de objetos: mi padre le entregó una bolsa de monedas que extrajo de su faltriquera y, a trueco, el hombre le correspondió con un simple papel. Eso fue todo. Luego, mi padre se despidió fríamente y salió de allí. Le vi regresar, cabizbajo y pensativo, con un paso tan cansino que parecía como si cargara él solo con cien toneles o cien botijas, aunque nada llevaba. Pronto lo tuve a mi lado y, con su mano en mi hombro, como le gustaba caminar, me dirigió en completo silencio hacia la ciudad, negándose a responder a mis preguntas o a dar réplica a mis comentarios. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado en aquella hacienda, no había sido nada bueno.

Como les había dicho a Mateo y a Jayuheibo que me esperasen en el muelle, allí estaban los dos junto con Rodrigo y Lucas, bebiendo y alborotando para espantar el tiempo. En cuanto nos vieron llegar, se pusieron a desamarrar el batel a toda prisa y a darnos las espaldas para hacerse invisibles a los ojos de mi padre, quien, sin embargo, como iba tan amohinado, no reparó en su inobediencia. Al ver a Rodrigo, al punto se me ocurrió un ardid:

– Rodrigo -le dije en un aparte con voz queda-, saca de la faltriquera de mi padre un papel que encontrarás plegado y dámelo.

El de Soria rehusó mi petición con rápidas sacudidas de cabeza e intentó ignorarme agarrando el remo como si la vida le fuera en ello, pero yo no podía permitir que el antiguo garitero de Sevilla, maestro de fullerías, cuyos encallecidos dedos eran capaces de hacer aparecer y desaparecer los naipes y hasta los mazos completos como por arte de magia, desairara mi demanda por mucho respeto que le tuviera a mi padre. Así que tomé su mismo remo y me senté a su lado.

– Rodrigo, amigo -le supliqué en susurros-, no temas desaguisado alguno ni entuerto de ninguna clase. Antes bien, si me entregas ese papel que guarda mi padre, te aseguro que me ayudarás a enmendar una injusticia.

– ¿La de Melchor de Osuna? -me preguntó él, dejándome muy sorprendida.

– ¿Qué sabes de ese Melchor?

– ¡Alto, vosotros dos! -gritó mi padre desde la proa. Bogábamos ya hacia la nao, maniobrando entre los muchos barcos del puerto de Cartagena-. Remad y callad, que no estamos aquí para charlas y parloteos.

Rodrigo gruñó y no abrió más la boca pero, en cuanto pisamos la cubierta de la nao, me cogió por el brazo y me arrastró hasta el compartimento de anclas y sogas.

– Toma, lee -dijo alargándome el papel. Le miré con admiración. Ignoraba cómo y cuándo lo había cogido pero, en verdad, era un tramposo muy hábil. Su cara estaba seria y su piel curtida como el cuero tenía líneas blancas en los bordes de los ojos. Se le notaba disgustado-. Lee presto, que nos van a pillar.

– Podría leerlo si quisiera -me enfadé-, pero tardaría mucho tiempo porque aún estoy aprendiendo. Dime tú lo que pone.

Él ni pestañeó. Plegó el papel y lo hizo desaparecer en su gruesa manaza.

– Es una carta de pago. Melchor de Osuna declara que ha recibido de tu señor padre los veinticinco doblones del primer tercio de este año por la deuda total que tiene contraída con él.

– ¿Qué deuda es ésa?

– Para mí tengo, Martín -repuso Rodrigo, girando sobre sus talones-, que no soy yo quien debe hablarte de estas cosas. Son asuntos de tu padre que, si quiere, ya te contará él.

Me lancé como una fiera y le cogí por la camisa para impedir que se marchara.

– Bien dices, Rodrigo, y hablas debidamente, pero sabes que mi señor padre se cuida mucho de sus cosas y que yo acabo de llegar y que no va a contarme nada por su propia boca. Sólo sé que la señora María andaba muy preocupada estos días porque, a lo que se veía, los dineros no alcanzaban para satisfacer el tercio. Los dos sufrían y yo no podía hacer nada para remediarlo. Paréceme a mí que, si tú me lo cuentas, yo sabré responder acertadamente en próximas ocasiones y, ¿quién sabe?, acaso podría ayudar en algo. Tendrías que haber visto la cara de mi padre cuando salió de la hacienda de ese tal Melchor.

Mis palabras parecieron conmover al hosco Rodrigo, que se quedó en suspenso unos instantes y, luego, nervioso, dijo:

– No es tiempo de detenernos a hablar. Espérame aquí, que voy a devolver el recibo antes de que el maestre se dé cuenta de que no lo tiene.

Salió y regresó en un soplo.

– ¿Qué quieres saber? -me preguntó sentándose más tranquilo sobre una rueda de gruesa maroma.

– ¿Quién es Melchor de Osuna? -repuse yo, tomando asiento frente a él.

– El peor rufián de Tierra Firme. Un maldito birlador que tiene por granjería robar a tu padre bajo capa de ley y justicia. Si no fuera pariente de los Curvos, ya le habría clavado yo mismo un puñal entre las costillas mucho tiempo ha.

– ¿Tan malo es? -me angustié.

– El peor de los hombres.

– ¿Y los Curvos? ¿Quiénes son ésos?

– Los hermanos Arias y Diego Curvo, naturales de Lebrija, Sevilla. En Tierra Firme se los conoce como los Curvos. Son los comerciantes más poderosos y ricos de Cartagena. Melchor de Osuna es un primo al que tienen apadrinado para que aprenda el negocio. Estas familias importantes recurren a los parientes para conseguir empleados de confianza y robustecerse beneficiando a sus allegados. Al frente de la casa de comercio que los Curvos tienen en Sevilla se halla otro de los hermanos, Fernando, que es quien recibe las peticiones de la parentela y hace los favores mandándolos a Tierra Firme con Arias y Diego. Fernando está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y envía las mercaderías a sus hermanos en navíos propios que viajan con las flotas anuales.

– ¿Y por qué mi padre le debe caudales al de Osuna? -Mi preocupación iba en aumento. Cuando topas con los ricos y los poderosos puedes darte, por perdido si eres de humilde condición.

Rodrigo se pasó las manos por la cara para secarse el sudor.

– Tu señor padre firmó un contrato con Melchor obligándose a suministrarle ciertas cantidades de piezas de lienzo brite y de libras de hilo de vela [23] que debía entregarle en unos establecimientos que el miserable estafador tiene en Trinidad, La Borburata y Coro. Era un contrato muy ventajoso del que el maestre hubiera obtenido unos muy buenos beneficios, pero todo salió mal. La flota de Los Galeones traía todos los años lienzo brite e hilo de vela en abundancia, por eso tu señor padre pensaba comprarlos a buen precio en la feria de Portobelo, la que se celebra cuando llegan las naves de España, y llevarlos a los establecimientos de Melchor para cobrar los dineros. Mas, por alguna maldita fortuna, aquel año de mil y quinientos y noventa y cuatro la flota no trajo ninguna de estas dos mercaderías y Melchor de Osuna, en lugar de comprender la situación, hizo efectivos los términos del contrato en los que se estipulaba que, en caso de incumplimiento, el señor Esteban incurriría en pena de comiso a su favor para resarcirle por los daños y pérdidas.

вернуться

[23] El lienzo brite era una tela especial para fabricar velas de navíos y el hilo de vela era un hilo grueso de cáñamo que se utilizaba para las costuras.