Me costaba entender lo que Rodrigo contaba porque jamás había tenido que enfrentarme a cuestiones de semejante jaez, mas se me alcanzaba que, seis años atrás, mi señor padre había dejado de cumplir un acuerdo comercial y que por ello tenía que pagar aquellos dineros a Melchor.
– El de Osuna -siguió contándome Rodrigo- acudió al escribano de Cartagena ante el que se había otorgado el contrato y exigió que todos los bienes del señor Esteban fueran confiscados y pasaran a su propiedad, lo que se llama ejecución en bienes por el total. El escribano llamó a los alguaciles y tu señor padre perdió la casa de Santa Marta, la nao y la licencia de la tienda. No se pudo hacer nada. De la mañana a la noche, la señora María y él se quedaron sin un maravedí, porque la mancebía también había que cerrarla por falta de vivienda. Pero, entonces, Melchor de Osuna, simulando generosidad, le ofreció otro arreglo legal a tu señor padre: un contrato a perpetuidad que, por pacto, no puede redimirse nunca y mediante el cual le deja todos los bienes en usufructo siempre y cuando le pague por tercios una cantidad anual de setenta y cinco doblones durante el resto de su vida.
– ¡Setenta y cinco doblones! [24] -exclamé, aterrada. Con esos caudales podía alimentarse una familia completa durante años y años. Era una verdadera fortuna.
– Debe pagar sin falta para no ir a galeras como forzado del rey. Por eso tu señor padre sigue trabajando a pesar de su mucha edad. Si quiere conservar su casa, su tienda y su barco debe entregarle a Melchor veinticinco doblones cada cuatro meses. A veces lo consigue y a veces no, entonces la señora María pone lo que falta y, si no lo tiene, lo pide prestado a las mozas del negocio y, entre ellas y nosotros, los marineros, completamos la suma para ese maldito bellaconazo que el diablo se lleve. De no ser por las muchas cuentas que hace la madre -se refería a la señora María-, sería imposible pagar la deuda. Lo peor es que, el día que el señor Esteban muera, todo pasará a manos de ese ladrón pues, con la ley en la mano, es el propietario legal de todos los bienes de tu padre.
– ¿Y eso no es un arreglo usurario? -la usura estaba prohibida y penada por la justicia. Los cristianos no podían ejercerla porque se consideraba un trabajo judaizante, contrario a la doctrina católica-. Ese pago anual de setenta y cinco doblones parece…
– No es usura, Martín, se llama negocio. Eres muy joven aún para comprender la diferencia.
Sentía una gran aflicción en mi corazón. Aquellas buenas gentes me habían acogido en su casa y protegido de mi mala ventura, además de salvarme de la soledad de mi isla. Me daban pan, lecho y cobijo y, en el entretanto, acopiaban los maravedíes como menesterosos para pagar a un ruin sablista que los estaba privando de hasta la última gota de sangre. Rodrigo comprendió mi pena y, levantándose, me dio un golpecito de consuelo en la espalda y se marchó en silencio, dejándome sola entre las sogas, las maromas y las anclas.
Algo tenía que poderse hacer. Alguna solución debía de haber para aquella injusticia. Matar a Melchor, como decía Rodrigo, no era el camino correcto aunque resultara tentador. Tampoco yo entendía de contrataciones y leyes. La justicia del rey era implacable y todo el mundo sabía que nada podía hacerse en cuestión de escribanos, procuradores y jueces cuando era gente poderosa la que se tenía enfrente, y si para el caso Melchor de Osuna no lo era bastante, sus primos los Curvos sí, de suerte que el señor Esteban estaba atrapado en aquella sinrazón como una mosca en una telaraña y de nada le valdrían ni testigos ni probanzas.
Y así estaba, embebecida en mis pensamientos, cuando mi padre me llamó a gritos desde la cubierta:
– ¡Martín! ¡Miserable muchacho del demonio! ¿Dónde te has metido? ¿Es que no piensas trabajar? ¡Por mis barbas! ¡El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!
– ¡Voy! -exclamé dando un brinco.
Es de gente bien nacida ser agradecida y yo pensaba serlo con mi padre postizo hasta donde la vida me dejase, así que no me importaron ni sus voces ni sus rudas palabras. Me juré en aquel instante que o salvaba al señor Esteban y a la señora María de las trampas de Melchor de Osuna o dejaba de llamarme para siempre Catalina Solís… o Martín Nevares… En fin, cualquier nombre que tuviera pues, para el caso, daba igual.
Iniciamos el tornaviaje hacia Santa Marta al atardecer, mas no era lo mismo marear hacia el poniente, con el favor del viento y en el sentido de la corriente, que hacerlo al contrario, de modo que si las treinta leguas de ida podían salvarse en poco más de una jornada, las mismas treinta leguas a la vuelta requerían, a lo menos, dos o tres. Así, Guacoa viose obligado a pilotar dando bordadas para ganar barlovento y nosotros, los marineros, a trabajar sin descanso afirmando las jarcias y maniobrando las vergas, las entenas y las velas para no perder el gobierno de la nave e ir a dar contra las rocas de la costa. Menos mal que mis trabajos en la isla me habían robustecido y que, teniendo la apariencia de un mozo de quince o dieciséis años, nadie esperaba más de mí.
A pocas horas ya de llegar a nuestro puerto, siendo casi de noche y con la cena en la olla, el grumete Nicolasito lanzó un grito de alerta que nos hizo girar la cabeza en redondo hacia donde él estaba. Por el lado de estribor, en tierra, unas luces hacían señas de un lado a otro, y parecía que unas eran de antorchas y otras de fanales, pero que todas se movían para ser vistas y para llamar nuestra atención. Guacoa lanzó una silenciosa mirada al maestre y éste, imperturbable, ordenó arriar velas y detenernos, aunque sin decir nada de echar las anclas o bajar el batel.
– ¿Será una trampa, Mateo? -pregunté a mi compadre más cercano, sin quitar los ojos de las misteriosas luces.
– Ésa es la bahía de Taganga -respondió éste, apoyando las manos en la borda y señalando con el mentón-, tan cercana al puerto de Santa Marta que bien pudiera tratarse de un grupo de vecinos que hubiera salido huyendo de algún asalto pirata a la ciudad.
– O bien los propios piratas -aventuró el grumete Juanillo, asustado.
– Lucas -dijo mi señor padre-, da un grito en inglés a ver si responden.
Me sorprendí al saber que Lucas, mi maestro, hablaba el idioma de los enemigos de España, pues estábamos en guerra con Inglaterra desde hacía doce años, cuando la Armada Invencible fue derrotada por los ingleses en las aguas del canal de la Mancha. El de Murcia, obedeciendo la orden, con un vozarrón tan imponente como sus espesas barbas, tronó unas palabras que no entendí. Nadie contestó desde la playa. Las luces se detuvieron unos instantes y luego tornaron al baile.
– Ahora en francés y en lengua flamenca -indicó mi padre.
Y Lucas, aunque yo no comprendía sus guirigáis y lo mismo podía estar gritando en turco, así lo hizo, pero tampoco nadie respondió y, al igual que antes, las luces quedaron como en suspenso en cada ocasión para, luego, seguir moviéndose de un lado a otro. Al poco, sin embargo, el aire del mar trajo una voz hasta nosotros: