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– Del trato ilícito, por supuesto -afirmó el rey Benkos con una sonrisa.

– ¡Contrabando! -gritó mi padre, enfadado-. ¡Has perdido el juicio, Domingo! Ya conoces las durísimas penas que se han impuesto contra el comercio con otras naciones. Podría ir a galeras, de donde ya no volvería, o incluso morir en el cadalso.

– O ganar tantos dineros que podríais cerrar vuestra deuda con el de Osuna y vivir como un duque hasta el día de vuestra tranquila y beatísima muerte.

– Mi deuda con el de Osuna no se puede cerrar -le rectificó mi padre, muy digno.

– Sea, pero podréis olvidar las agonías y ansiedades que sufrís para reunir los caudales del pago. Muchos de los llamados piratas y corsarios que asolan estas costas no son sino mercaderes extranjeros convertidos en contrabandistas porque se niegan a cumplir con la prohibición del rey de España. Tratad con ellos y traedme lo que de suerte he menester para defender a mi gente.

– Con esas armas matarías a españoles -rehusó mi padre.

– Peores muertes dan los españoles a sus esclavos. Voacé sabe, porque es harto conocido, que yo, en este año y pico que llevo huido de Cartagena, no he atacado jamás, que sólo me he defendido. Cuando mis confidentes me avisan de que nuestros antiguos propietarios están organizando una batida para darnos caza, mi gente huye a las ciénagas o se interna en la selva y en los montes por donde los caballos y los perros no pueden pasar. Pero ya estamos hartos de huir. Queremos defendernos, que nos cojan miedo y que no vuelvan a molestarnos.

– ¿Y qué confidentes son esos de los que tanto presumes?

– ¡Todos los esclavos de Tierra Firme! -exclamó el rey Benkos, soltando una ruidosa carcajada-. ¡Todos, señor, todos los esclavos de Tierra Firme escuchan para mí! Luego, corren a dar la noticia y ésta va prestamente de boca en boca hasta que, en pocas horas, llega al palenque más cercano. Nunca nos cazarán porque todos los negros que aún son cautivos quieren que sigamos libres y vivos con la esperanza de unirse a nosotros algún día. Pero necesitamos las armas, señor -insistió, después de dar un largo trago a su vaso de vino-, las armas y el auxilio de voacé para conseguirlas. Os pagaremos bien. Tenemos plata, una plata que pasará pródigamente a vuestras manos en agradecimiento por el favor y por los peligros que afrontaréis -el cimarrón miró largamente a mi padre-. ¿Qué decís, señor?

No hubo respuesta. El silencio sólo quedaba roto por el acompasado sonido de la resaca. Veintitantas personas sentadas alrededor de un fuego y no se oía ni una tos. Al cabo, el rey Benkos se impacientó.

– Señor -apremió-, ¿qué decís?

– No aceptaría el trato de no necesitar tanto los caudales -murmuró mi padre con la cabeza baja-. Pero, sea. Accedo -alzó la mirada y contempló al cimarrón con firmeza-. Ve preparando esa maldita plata, Domingo, porque voy a poner en peligro mi vida, la vida de mi hijo y las vidas de mis hombres -la rabia contra sí mismo le endurecía la voz-. Voy a tratar con extranjeros herejes, a incumplir un buen puñado de leyes de la Corona dándome al prohibido comercio del contrabando y a defraudar a la Real Hacienda, y todo esto, Benkos, tendrás que pagarlo muy bien.

El aludido sonrió con satisfacción.

– Voacé tráigame las armas que yo le pagaré con buena plata del Pirú, discretamente rescatada por los esclavos negros que la transportan en parihuelas, con grandes riesgos y muchas muertes, desde el Cerro Rico del Potosí hasta Cartagena y Portobelo para que sus dueños, acaudalados encomenderos y mercaderes españoles, puedan defraudar a su Real Hacienda ocultando estas riquezas a los registros. Y, ahora, ¿qué le parece si celebramos nuestro acuerdo con una pequeña fiesta?

Mi señor padre, aunque cariacontecido, ordenó que el batel regresara a la nao para recoger a los rehenes y marineros que allí habían quedado a la espera de acontecimientos. En el entretanto, los negros sacaron carnes, vino, quesos, hogazas de pan y frutas en cantidades tales que aquello se parecía mucho a lo que yo, con mis pocas luces, entendía que debía de ser el festín de un rey. Y, sí, en efecto, era el festín de un rey, el del rey Benkos Biohó, quien un día había gobernado una nación entera en África y ahora, por esos extraños albures del destino, mandaba sobre un número creciente de súbditos, los cimarrones apalencados de las ciénagas de la Matuna, en el Nuevo Mundo.

CAPÍTULO III

A fe mía que los tiempos que después vinieron requirieron de toda la firmeza y la fuerza de mi señor padre pues, de no ser por ellas, los muchos apuros y miedos que atravesamos hubieran acabado con nosotros, con nuestras intenciones y con los asuntos que de ellas dependían.

A los ojos de todo el mundo las cosas continuaron igual. Salíamos con la nao cada mes y medio o dos meses para hacer nuestra ruta habitual desde Santa Marta hasta Trinidad en viaje de ida y vuelta. En cuanto regresábamos a casa, donde solíamos permanecer unas dos semanas, mi padre me obligaba a encerrarme a estudiar y, así, llegué a leer y a escribir con bastante soltura en poco tiempo y, sólo entonces, me enseñó los libros que mantenía ocultos y que eran algunos de los prohibidos por el índice de Quiroga de mil y quinientos y ochenta y cuatro, de mal recuerdo para mí. Me dijo que se imprimían en los países luteranos, en castellano, que los traían los contrabandistas extranjeros y que había mercaderes de trato como él que los conseguían por buenos precios pues había mucho interés en el Nuevo Mundo por las ideas que estaban excomulgadas en España y que triunfaban en la Europa renegada, sobre todo las de sentido anticlerical y que criticaban abiertamente la pobreza del pueblo, como el Lazarillo de Tormes. Él los compraba abiertamente en los pequeños mercados a los que iban a parar cuando sus primeros dueños, una vez leídos, se deshacían de ellos por temor.

Por orden de mi padre, mis clases con Lucas Urbina fueron ampliadas con los rudimentos de la lengua latina pues afirmó que la ciencia se escribía con ella y que, si la desconocía, me perdería la mitad de los conocimientos del mundo. No sé qué esperaba de mí, una simple mujer a quien tanto estudio ponía nerviosa y no porque me desagradara, todo lo contrario. Los números, cuando se complicaron mucho, pasó a enseñármelos la señora María, que llevaba las cuentas de los tres negocios. Pronto me habitué a llamarla madre como hacía el resto de las mancebas que transitaban por la casa, aunque esa palabra nunca tuvo para mí otro sentido que el de un cargo o un oficio pues, en el fondo de mi corazón, la reservaba para mi verdadera madre, la de triste recuerdo. La lucha con espada y daga dejó de ser un adiestramiento para convertirse en una disciplina que dominaba con pericia, así como la monta y el arte de marear, pues también mi padre, no sé bien por qué, quiso que Guacoa me enseñara los principios elementales de la navegación, de modo que me pasaba las noches en la playa con el silencioso piloto, aprendiendo a manejar las agujas, el astrolabio, el compás, el cuadrante, las ampolletas, las sondas, las plomadas y los relojes. Cartas de marear no tenía, pues nadie disponía de ellas salvo los pilotos de las naves capitanas de las flotas, y, por más, se consideraban bienes tan valiosos que los piratas, en sus asaltos, las ambicionaban más que muchos tesoros. Guacoa, sin embargo, consideraba inútiles tanto las cartas y los portulanos como todos los objetos propios del oficio y, más que a marear con ellos, se empeñó en instruirme en las lecturas del cielo, de modo que hube de retener en mi memoria el nombre y disposición de todas las constelaciones (Escorpión, Cancro, Peces, Cisne, León, Pegaso…), así como de las estrellas más brillantes del firmamento (Antares, Proción, las Cabrillas, Deneb, Régulo…), las mismas, con otro nombre, que los indios utilizaban desde el principio de los tiempos para singlar por las aguas del Caribe. Con ellas, decía Guacoa, jamás me perdería y podría volver a casa siempre que quisiera. Lo que Guacoa desconocía era que yo no tenía una casa propia a la que volver, que estaba allí de prestado y que, algún día, me marcharía. Pero me gustó mucho aprender los nombres de las estrellas echada sobre la arena durante aquellas hermosas noches samarias.