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Antes de verlos desaparecer en lontananza, mi padre aprovechó para preguntarles si traían advertencias de la salida de Los Galeones para aquel año, a lo que ellos respondieron que no, que no había noticia de ninguna flota para Tierra Firme y que no habían visto ni movimiento de mercaderías ni de barcos en el puerto de Sevilla.

– Dentro de poco -manifestó mi padre con pesar-, comenzarán a escasear, y mucho, todos los bienes necesarios. Las cosas se van a poner mal.

– Yo ya he visto a las gentes -aseguró Mateo, el espadachín- vestir ropas hechas con las cobijas de las camas y las telas de las colgaduras.

– Sí, yo también -asintió Jayuheibo.

– Pues no tardaréis en volver a verlo -repuso mi padre, dirigiéndose hacia la toldilla para encerrarse en su cámara.

La lluvia nos acompañó durante toda la penosa travesía hacia Araya, obligándonos a achicar agua no sólo por la mañana sino todo el día y, por más, se nos vino encima un terrible temporal cerca de La Borburata que nos obligó a asegurar firmemente la carga de a bordo y a dejar la nave mar al través, amainando el velamen y confiando en que Guacoa gobernara bien el timón para contrarrestar los movimientos del oleaje. Juanillo y Nicolasito sufrieron unas bascas terribles y mi padre los mandó a las bodegas para vigilar las mercaderías porque, dijo, esas cosas se pasaban de unos a otros con mucha facilidad y, al final, íbamos a terminar todos malos. Salimos de la tormenta cerca de Punta Araya y, tras reparar con presteza los daños de la nao, guindamos velas y arrumbamos hacia las salinas con la esperanza de toparnos con una de aquellas urcas flamencas y liquidar el asunto con presteza. Pero como las urcas, según supimos luego, surcaban los mares en flotillas de a seis o de a ocho barcos y permanecían juntas hasta después del tornaviaje, era imposible que encontráramos a una de ellas mareando sin las demás. En cambio, en cuanto nos acercamos al puerto de Araya -una tarde, después del mediodía-, divisamos la escuadra completa de naos panzudas, atracadas en formación defensiva y con todas las dotaciones a bordo y las artillerías de cubierta listas para ser utilizadas.

El estruendoso disparo de un cañón nos advirtió que no debíamos avanzar más. La pelota de piedra no iba dirigida contra el casco de nuestro jabeque pues se hundió en el mar con grandes salpicaduras de agua, a unas sesenta varas de la proa, por el lado de babor.

– Aquí nos quedamos -dijo mi padre, mirando la flota flamenca-, no sea que quieran hundirnos.

– Quizá debería hablar con ellos, maestre -propuso Lucas.

– Hazlo. Anúnciales que queremos comerciar.

Lucas se subió al bauprés, en la proa, y, agarrado por las piernas como un mono, se puso las manos alrededor de la boca y gritó sus galimatías. Los flamencos contestaron y él tornó a gritar. Luego, bajó del bauprés y volvió junto a mi padre.

– Señor Esteban, piden que mandemos a alguien para parlamentar.

– Sea -repuso mi padre con semblante grave.

Nada de aquello le gustaba y sólo por caudales se avenía a tales tratos, mas lo peor era que, desde el momento que empezara sus acuerdos con aquellos flamencos, él mismo sería, ante la ley, un contrabandista y eso representaba una carga muy grande para un hidalgo tan orgulloso y honesto como él, que ya se había visto en la necesidad de pactar alianzas con cimarrones buscados por la justicia. Tantos disgustos, a su avanzada edad, me hacían temer no tanto por su salud como por su vida, pues le veía desgastarse y consumirse de día en día.

Bajamos el batel al mar y mi padre, Lucas, Jayuheibo y Antón embarcaron y partieron rumbo a la nave capitana de la flota. Tardaron mucho en regresar. La lluvia arreció y los que habíamos quedado en la Chacona nos entretuvimos jugando a naipes aunque, esa tarde, hasta Rodrigo parecía un palomo blanco, como dijo él que llamaban a los jugadores nuevos e ignorantes en los garitos. Cuando Nicolasito, que vigilaba a los flamencos, gritó que el batel regresaba, volaron los naipes y, estando ya todos mirando por la borda, fue cuando cayeron al suelo, tanta era la preocupación y el ansia que nos consumía.

Mi padre subió a bordo el primero. Venía apesadumbrado y silencioso y se fue a su cámara sin decir nada. Jayuheibo y Antón se quedaron recogiendo el batel mientras Lucas, mi maestro, se sentaba en la cubierta mojada por la lluvia para contarnos lo que había ocurrido:

– A fe mía que esos flamencos son duros negociantes -empezó a decir el de Murcia tentándose las barbas-. Dicen que sólo quieren tabaco a trueco de las armas, que nada más les interesa mercadear y que quieren grandes cantidades.

– Grandes cantidades no sé si encontraremos -declaró Rodrigo, preocupado.

– Venía en el batel comentando con el maestre -continuó diciendo Lucas- que, con los abastos que llevamos en las bodegas, podemos adquirir algo de tabaco en los mercados de Cartagena, Cabo de la Vela, Cumaná y Margarita, donde se hallan las principales plantaciones de Tierra Firme. Las arrobas de tabaco que saquemos, sean muchas o pocas, se las traemos a estos flamencos. Ellos nos dan armas y nosotros se las entregamos a los cimarrones que, a su vez, nos pagarán con plata del Potosí. Con esta suma, a ser posible, tratamos esta vez con los plantadores de tabaco de los lugares mentados y, como faltan caudales por toda Tierra Firme y nosotros llevaremos plata contante, pactamos unas cantidades y unos precios, de suerte que obtengamos más arrobas por menos dineros. Cargamos la nao con el tabaco y regresamos, empezando de nuevo. En cada viaje ganaremos un poco más.

– ¿Pero han exigido alguna cantidad? -quise saber.

– No, estos bribones no han querido convenir nada -me respondió mi maestro de escuela-, pero sí han dicho que, cuanto más tabaco, más armas. En esa oronda nao de dos palos había uno de Middelburg llamado Moucheron [32], quien manda en este sitio, que parecía más dispuesto a negociar. Los otros, los maestres de las urcas, han dicho que ellos, con la sal de piedra ya ganan bastante y que, si queremos armas, tendremos que comprarlas con mucho tabaco en rama [33], una mercadería que se vende a precio de oro en las ferias de Amberes. Estaban enfadados porque dicen que el rey de España, aconsejado por el gobernador de la cercana Cumaná, don Diego Suárez de Amaya, está pensando en envenenar la salina para que ellos no puedan trabajar aquí.

– ¿Y por qué, en lugar de envenenar la salina -pregunté, extrañada-, no la explotan los cumaneses y España se la vende a cualquier otra nación? Ganaríamos todos, pues el rey tendría sus caudales de los impuestos y los cumaneses sus buenos maravedíes.

– Vives muy engañado, Martín -me dijo Rodrigo, socarrón-. Has de saber que el rey quiere derrotar a toda costa a estos rebeldes flamencos para mantener unido su imperio, así que, además de combatirlos con ejércitos les cierra los mercados y les prohíbe comerciar con España. Sólo en esta guerra se gastan, todos los años, más de tres millones y medio de ducados [34], dineros que salen de las rentas reales y que hacen del rey un recaudador insaciable que nunca exprime bastante a sus súbditos ni tiene suficientes riquezas ni acumula demasiados préstamos de los banqueros de Europa. Por más, España abastece de hombres los Tercios y las Armadas, y no hay bastantes padres, hermanos, hijos ni parientes para proveerlos. Perderemos Flandes, Martín, puedes estar seguro, pero, en el entretanto, España volverá a arruinarse una y otra vez, como ya ha sucedido, y las oportunidades de buenos negocios, tal que éste de la salina de Araya, se extraviarán en manos de gentes más listas que nosotros. Tú dile al gobernador Suárez de Amaya que ponga a trabajar a sus gentes en la salina y te dirá que no puede porque tienen que sacar perlas de los ostrales y te dirá también que no dispone de bastantes hombres para protegerla de los piratas flamencos porque el mismo rey que le exige una gran producción perlífera para su Caja Real no le envía soldados, ni barcos, ni armas suficientes. Así pues, Martín, perderemos Flandes, perderemos la sal de Araya, perderemos el imperio y España seguirá siempre en bancarrota.

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[32] Daniel de Moucheron, aventurero y corsario zelandés, activo en el Caribe durante doce años. Miembro de una importante familia de comerciantes flamencos. Muerto en Punta Araya en noviembre de 1605.

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[33] En hojas, al natural o secas.

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[34] Por aproximación, 3.500.000 ducados serían 175.000.000 euros. El valor monetario de 1 ducado estaría entre los 40 y los 60 euros. Hay que contar, además, con que, en el año 1600, España tenía, sin Portugal, sólo 9.847.000 habitantes, según cálculos de Ruiz Almansa, citado en La Península Ibérica desde el siglo xvi al xvii, de Manuel Lucena Salmoral, Editorial de Cultura Hispánica, Madrid, 1989.