– ¡Basta, Rodrigo! -la voz de mi señor padre sonó como uno de los truenos de aquella tormenta que volvíamos a tener encima-. ¡Ya te tengo dicho muchas veces antes de ahora que no quiero oír lamentos de este jaez! ¡Al trabajo! Zarpamos rumbo a Margarita. Volveremos a Cumaná en el tornaviaje.
Juro cierto que aquellos años de constante trabajo, de contrabando, de peleas con los flamencos por las armas (nunca tenían bastante tabaco), de miedo a la ley y a la justicia, de encuentros clandestinos con Benkos, de mercadeo con los plantadores, de idas y vueltas por la costa de Tierra Firme, con buen tiempo, mal tiempo, siempre temerosos de encontrarnos con los piratas ingleses, ora llevando tabaco a Moucheron, el de Middelburg, que nos hacía de intermediario con los maestres de las urcas, ora despistando a las autoridades, a los conocidos, a otros mercaderes -amigos y enemigos-, e, incluso, a los oficiales reales de las aduanas, juro cierto, digo, que aquellos años resultaron muy duros para todos, mas, pese a ello, debo confesar que también fueron, secretamente, venturosos y felicísimos para mí, pues comparándolos con los que había pasado en Toledo me sentía la más dichosa de las mujeres por disfrutar de semejante libertad y por poder vivir aquellos peligrosos lances. Mis sentimientos debían de ser muy parecidos, me decía yo, a los de los cimarrones del rey Benkos cuando huían de la esclavitud hacia la libertad de las ciénagas y las montañas.
Sin embargo, en modo alguno fue así para mi padre. Ganó muchos caudales, sin duda, pero su humor, antes amable, se tornó agrio, su carácter duro y su gallardo porte volvióse el de un anciano cansado. Madre (la señora María) temía tanto por él que le prodigaba hartos cuidados maternales, desatando su ira, ahora rauda y fácil, y provocando tumultuosas peleas de las que yo escapaba saliendo por la puerta de la cocina con Mico, el pequeño y viejo mono, que se asustaba mucho con los desaforados gritos de sus dueños.
Cada cuatro meses visitábamos a Melchor de Osuna para pagarle el obligado tercio y yo seguía prometiéndome que, algún día, salvaría a mi padre de aquel ladrón, aunque como al presente teníamos dineros, ya no nos costaba reunir los veinticinco doblones. No es que nadáramos en la abundancia, pues tampoco éramos grandes mercaderes como los hermanos Curvo, los primos de Melchor, cuya gran fama se me hizo conocida a fuerza de visitar los mercados y ciudades de Tierra Firme, mas vivíamos bien, si por vivir bien se puede considerar estar siempre preocupados por si éramos descubiertos. Al abandonar el trato de otras mercaderías y comprar sólo tabaco, pronto fue de conocimiento público que el señor Esteban se había pasado al contrabando. Teníamos el tiempo contado y lo único que importaba era retrasar el momento en el que las autoridades y los alguaciles encontraran probanzas valederas en nuestra contra o testigos dispuestos a hablar.
En Santa Marta, como era de suponer, todos los vecinos (menos el gobernador) estaban al tanto del cambio de intereses de mi señor padre, aunque era tan grande el aprecio en el que le tenían que ninguno se fue nunca de la lengua por descuido. Al ser yo considerada su hijo y, por más, apreciada en general, muchos de los del pueblo se me acercaron para decirme, enhilando frases turbadas, que a ellos nada se les daba de los negocios de mi padre y que, por lo mismo, nada sabían ni dirían. Para mantener abierta la tienda, madre puso al frente a una de sus mozas y los bienes se compraban, de tapadillo por las apariencias, a los comerciantes de trato que acudían a la mancebía.
A finales de la estación seca [35] del año mil y seiscientos y uno, escapamos por los pelos del corsario inglés William Parker, que apareció en Margarita en el momento justo en que nosotros nos marchábamos con nuestro cargamento de tabaco. En la boca de la bahía, nos cruzamos con el navío Prudence, de cien toneles, seguido por el Perle, de setenta, que, por fortuna, nos ignoraron. Mi señor padre ordenó guindar todo el velamen y buscar barlovento para alejarnos prestamente de allí y, así, poder dar aviso de la presencia del corsario en nuestras aguas a todos los navíos con los que nos cruzáramos y en todas las ciudades por las que pasáramos. Lo hicimos, mas sin ninguna ganancia a lo que se vio, pues luego supimos que, siguiendo nuestra misma derrota, tras asaltar y robar en Margarita y en Cubagua, Parker había desembarcado con sus hombres en Cumaná, enfrentándose a un pequeño piquete de soldados a los que masacró, llevándose una buena cantidad de perlas. Desde Cumaná se dirigió a Cabo de la Vela, donde apresó un barco portugués con una carga de trescientos setenta negros y, al tiempo que nosotros anclábamos en Santa Marta (a la que, por fortuna, dejó en paz), él capturó Cartagena en la cual, pese a los numerosos soldados y defensas de la ciudad, apenas encontró resistencia, y allí se hizo con un cuantioso botín. De Cartagena fue a Portobelo, se apoderó de los caudales de la Caja Real y de más de diez mil ducados, y según tengo para mí, luego volvió a Inglaterra.
Pero Parker no fue el único que asoló nuestras costas aquel año. Promediando la estación lluviosa, otro británico atacó Curaçao, Aruba y El Portete. No llegamos a saber su nombre. Poco después, el corsario Simón Bourman saqueó todas las poblaciones entre Cumaná y Río de la Hacha. Menos mal que éste fue capturado por las autoridades. Y, para remate del asunto, por si no teníamos bastante con las rapiñas de los ingleses, los flamencos empezaron también a desempeñarse en negocios tan provechosos como el secuestro y el robo. Cuando mi padre, a través de Lucas, mencionó el asunto a Moucheron, que aquel día nos había invitado a visitar la salina, el de Middelburg vino a decirle, mientras se rascaba la cabeza con ahínco, que lo habían hecho holandeses de otras provincias y que con su pan se lo comiesen y lo disfrutasen, pues mientras Su Majestad les cerrase los mercados del imperio, ellos harían lo que les viniese de gusto.
Muy poco me agradaba a mí el tal Moucheron, aunque era de justicia reconocerle el buen gobierno y la organización de los trabajos de la salina. Pasándome un brazo por el hombro como si fuese mi padre o un buen amigo, nos condujo, iluminándonos con un farol, por los enormes maderos que servían de puentes sobre la extensa mina de sal, que tenía legua y media de circunferencia. Era de noche, pues de día no se podía ni estar allí ni trabajar por el ardiente calor que, a lo que dijo, mataba a los hombres. Pero, con sol o con luna, la pujanza de la sal era tan atroz que se comía el grueso y recio cuero de las botas, corroyéndoles los pies a los trabajadores, de cuenta que tenían que usar chanclos de madera que tampoco aguantaban demasiado. Moucheron nos enseñó las faenas que estaban haciendo los flamencos: unos, con picos y piquetas, golpeaban la piedra para que otros, una vez suelto el bloque, lo levantaran con la ayuda de grandes palancas de hierro acerado y lo dispusieran sobre unas chalanas que eran arrastradas hasta los puentes por cinco o seis hombres fuertes. Desde allí, con unos carros pequeños de dos ruedas tirados por caballerías, los bloques de sal eran llevados hasta la playa, a unos setecientos pasos de distancia, para ser cargados en los bateles de las urcas, en cuyas bodegas descansarían hasta llegar a Flandes y ser vendidos a muy buenos precios.