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Trabajamos mucho en mil y seiscientos y tres. Realizamos incontables viajes en la Chacona porque los flamencos querían cada vez más tabaco por la misma cantidad de armas. Moucheron, fumando orgullosamente su fina y curvada pipa y sonriendo con fingimiento, nos advirtió cierto día de que, si no traíamos más arrobas, él mismo nos denunciaría por contrabandistas a las autoridades españolas y aseguró tener medios para ponerlo en ejecución sin correr ningún peligro, pues sus relaciones con dichas autoridades habían llegado a ser excelentes gracias a su propio trato ilícito con ellas. A mi señor padre se le descompuso el rostro y le vi tragar saliva como quien traga veneno, pero nada dijo. Sabía que la flota de aquel año, la del general Jerónimo de Portugal, había traído pocas y malas mercaderías y que las ventas en la feria de Portobelo habían sido realmente escasas. Los colonos, autoridades incluidas, no podían más que recurrir al contrabando. Desde entonces, cuando no era tiempo de cosecha, aprovechábamos el pago de los tercios para comprar en Cartagena algunas arrobas de tabaco jamiche, el de baja calidad que se había estropeado durante el secado. Como Moucheron quería más arrobas por el mismo precio, le colábamos, sin remordimientos, algo de jamiche en el tabaco bueno recién cosechado. También desde entonces, nuestras singladuras llegaron hasta Puerto Rico y Santo Domingo, en la isla La Española [37], en busca de grandes plantadores de tabaco, mas no podíamos alterar los mandatos de la naturaleza y si sólo había dos cosechas al año, no podíamos hacer que hubiera tres, por mucho que lo necesitáramos. Así que, de septiembre a noviembre y de abril a junio no descansábamos ni un solo día, cruzando el Caribe de este a oeste y de norte a sur.

A consecuencia de tanto viaje, a finales de la estación seca de mil y seiscientos y cuatro, la Chacona mareaba ya con mucha dificultad y se hundía excesivamente en el agua por el peso de la tiñuela y los percebes que acumulaba en el casco. Por ello, días después de recoger un cargamento de tabaco en Cabo de la Vela, mi padre decidió, hallándonos a pocas horas de La Borburata, que allí, en aquella magnífica rada de aguas quietas y someras llamada puerto de la Concepción, carenaríamos la nave. A todos sin excepción nos alegró la noticia pues La Borburata conservaba, de sus buenos tiempos como granjería perlífera, una alegre vida portuaria. Era un villorrio pequeño y amurallado -aunque pobremente-, cuya bondad atraía a numerosos navíos necesitados de carenado, reparaciones o avituallamiento. Ésa era la razón de que siempre hubiera tantos marineros rondando por su puerto. El cercano río San Esteban permitía, por más, hacer aguada y sus casas de tablaje no sólo eran famosas por todo el Caribe sino que constituían lugares excelentes para enterarse de las nuevas de Tierra Firme y para volver a ver a viejos conocidos. También había una mancebía aunque, desde luego, no gozaba del excelente prestigio de la de madre.

La primera jornada de nuestra estancia en La Borburata nos deslomamos rascando el casco de la nave desde que empezó el primer reflujo de la marea. Mis compadres, a imitación de Guacoa y Jayuheibo, hacían aguas menores sobre sus manos sin el menor recato (pues decían los indios que la orina era buena para las heridas y para las resquebrajaduras y quemaduras de la piel), mas yo tenía que retirarme discretamente invocando algún pretexto para remojar las hilas [38] con las que me envolvía los dedos para calmar el dolor. Por fin, al anochecer, tras cenar alegremente en la playa, no quisimos aguardar más y nos adentramos en la plaza, cuyo mercado tantas veces habíamos visitado antes de convertirnos en contrabandistas. Muchos eran los caminantes que saludaban a mi señor padre y muchos también los que se hacían los locos para no ser vistos en su compañía por los dos alguaciles que paseaban orgullosamente arriba y abajo de las estrechas y descuidadas callejuelas de La Borburata, vigilando a los marineros borrachos, los músicos callejeros, los mendigos, los buhoneros y los espadachines matasietes que hormigueaban por allí.

Pronto nos separamos y cada cual tiró hacia los lugares de su gusto. Mi señor padre, como acostumbraba, se fue hacia la taberna más concurrida del lugar y yo, que le seguía los pasos, me vi frenada por las voces de mi compadre Rodrigo:

– ¡Hermano Martín! -me llamó entre la algarabía-. ¡Hermano! ¿Quieres conocer un garito de juego?

Mi padre, que le había escuchado, denegó con la cabeza mientras me miraba.

– ¡Padre, hacedme la merced! -le rogué, entusiasmada con la idea de visitar un tablaje verdadero-. Os doy palabra de no perder caudales. Sólo quiero mirar, os lo juro.

– ¿Cómo vas a perder lo que no tienes, palomo? -repuso él, ablandándose.

– ¡En verdad, padre, en verdad que sólo quiero mirar! -supliqué, emocionada, y, así, le hice grandes juramentos de buen comportamiento y discreción y puse por testigo y valedor a Rodrigo quien, por más, dio palabra de llevar gran cuidado de mí y de restituirme entero, sin un rasguño. Tanto insistimos entrambos que mi padre se rindió al fin y me dio licencia.

– Pero que no juegue, Rodrigo -ordenó, dándonos la espalda y alejándose.

– No tocará un naipe, maestre. Os lo juro.

– ¿No? -susurré, despechada.

– No, Martín -confirmó el antiguo garitero, arrastrándome por las animadas callejas-. Está bien que conozcas las casas de tablaje y que aprendas las cosas que allí se hacen para que quedes protegido del vicio de los naipes, que a tantos arruina la vida por todo lo descubierto de la tierra, pero sólo para eso te llevo, para que cuando seas hombre y dispongas de libre albedrío, avisado estés de los peligros del juego.

No era eso lo que yo deseaba oír, pero si a su conciencia le venía de gusto sermonear, sea, que sermoneara mientras no se arrepintiera de llevarme. No me importaba escuchar sus consejas a trueco de visitar, por fin, una de esas famosas casas de naipes, también llamadas leoneras o mandrachos. De camino, tropezamos con muchos muñidores ejerciendo su oficio, que no era otro que el de atraer a jugadores para que los tahúres los desplumaran.

El tablaje en el que entramos era un bajareque grande, compuesto por muchos aposentillos que llamaban garitas. En cada una de ellas, bajo un candil que colgaba del techo, había una mesa protegida por un lienzo grueso, a modo de tapete, que ocupaba el lugar principal. Sentados a ella y con los naipes en la mano estaban los jugadores, ajenos a cuanto los rodeaba y a la multitud de mirones que les quitaba el aire. Seguí a Rodrigo por los estrechos y oscuros corredores a cuyos lados se distribuían las garitas y fuimos a dar, por fin, a una en la que estaba a punto de comenzar la partida. Por lo que yo había visto, aquella noche en todas las mesas se jugaba a la primera [39] y, como por experiencia sabía que no había enemigo para Rodrigo en este juego, me las pinté muy felices y entretenidas.

El de Soria tomó asiento en la silla vacía y puso dineros sobre el lienzo. Allí se jugaba a estocada, apostando, y no había lugar, a lo que deduje por las caras, para las bromas y chanzas que acontecían en la Chacona. Los jugadores estaban serios y los mirones que pronto empezaron a llegar formaron bandos tan enconados como ejércitos enemigos. Al punto, apareció el garitero, un hombre de apariencia brutal, acompañado por una corte de ayudantes o sirvientes entre los cuales, a más de algunos desuellacaras, vi a uno, un prestador, que le entregó caudales al individuo sentado a la diestra de Rodrigo. No le hizo firmar papel alguno, mas no parecía que aquél pudiera escapar de allí sin saldar su deuda o perder la vida. Más tarde supe que, entre todas aquellas gentes de guarnición que seguían al garitero, había uno al que, por su oficio, llamaban contador, y que llevaba de memoria las cuentas de todo lo ganado y lo perdido en las partidas y de todo lo prestado, pagado y debido tanto a su amo como entre los jugadores.

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[37] Actualmente, dividida entre Haití y la República Dominicana.

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[38] Trozos de tela vieja que se hervían y se utilizaban como vendas y gasas.

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[39] Juego de naipes muy popular. Inventado en España a finales del siglo xv, se extendió por todo el mundo (véase Léxico del naipe del Siglo de Oro , Mª Inés Chamorro Fernández, Ediciones Trea, 2005).