Le sentamos en la orilla de la playa y nosotros nos situamos mirando hacia el mar, de cuenta que la poca luz que llegaba desde la ciudad le diera a él en la cara mientras nosotros quedábamos ocultos en las tinieblas, escasamente iluminados por el brillo de la luna. La oscura sombra de nuestra Chacona se vislumbraba a unos cien pasos mar adentro, entre las otras naves allí varadas.
– Pasa que, esta noche, te hemos salvado de una segura muerte -le expliqué.
– ¿Sois una mujer? -se sorprendió.
Mi voz, la oscuridad y los restos del ron le habían descubierto la verdad.
– ¡Mira bien lo que dices, bellaco! -troné, apurada. Rodrigo no abrió la boca-. ¡Soy un hombre y, por más, uno que te va a dar un guantazo que te hará olvidar hasta tu nombre!
Murmuró unas cuantas disculpas y, entretanto, se frotó los ojos repetidamente, como intentando despertar y ver las cosas como eran y no como a él le parecían.
– Háblanos de tu amo, Melchor de Osuna -le ordenó Rodrigo.
– ¿De mi amo? ¿Por qué?
– Porque queremos.
– ¿Y quiénes son vuestras mercedes?
– Ni te importa ni te lo vamos a decir -repuse yo muy digna, intentando recuperar mi condición de hombre con bravatas y alardes de esta guisa.
– Pues me marcho -declaró, intentando ponerse en pie.
– ¿Adónde te crees que vas? -le increpó Rodrigo, dándole un golpe en las corvas que le hizo tambalearse y caer.
El capataz se asustó.
– ¡Déjenme marchar, señores, no me retengan, por el amor de Dios! -imploró-. ¿Qué quieren vuestras mercedes de mí?
– Ya te lo hemos dicho, rufián -se burló Rodrigo-. Queremos que nos hables de Melchor de Osuna. Cuéntanos lo que quieras, no te importe saltar de una cosa a otra, pues todo nos interesa.
– ¡Pero, pero… me matará!
– ¡Cómo va a matarte, majadero, si somos buenos amigos suyos y le queremos bien! ¡Habla, que no será en daño ni en mengua suya!
– ¡Mentís! ¡A otro perro con ese hueso!
Mi compadre perdió la paciencia y yo aprendí aquella noche una valiosa lección: cuando un hombre no quiere hablar, ponle una daga puntiaguda en la garganta y cantará como un canario. Hilario Díaz cantó mucho y muy bien. No le hicieron falta más razones y, entre confusos disparates de alcurnia -que tal parecía que el cuarterón caribeño fuera natural de Osuna, hermano de Melchor y familiar de los Curvos- y lacrimosos relatos de agravios, ultrajes y menosprecios que le había infligido su venerado amo a lo largo de los años, nos refirió cuantiosos chismes y rumores sobre Melchor: que si tenía varias mancebas, que si le había sacado un ojo a su esposa durante una paliza, que si jugaba mucho a los naipes y había llegado a perder en una sola partida diez mil maravedíes, que si tenía diecisiete hijos mestizos, que si había matado a dos hombres a sangre fría…
– Háblanos de sus oficios -le exigí, cansada de tanta necedad-. ¿Qué mercaderías guarda en ese establecimiento que cuidas?
Al cuarterón se le mudó el rostro y comenzó a trasudar, dando muestras de una muy grande alteración.
– ¿Qué mercaderías va a haber? -protestó, estremeciéndose-. Las normales de cualquier almacén, cobertizo o barracón de mercader.
Rodrigo empujó la daga hacia dentro y el otro gritó.
– Amigo Hilario -le dijo jocosamente-, mira cuán poco me cuesta acabar contigo después de que el garitero te haya dado por ahogado esta noche en la calle. Si vuelves a gritar, te rebano el cuello.
– ¡No hay para qué amenazas conmigo! -gritó el capataz, echando hacia atrás la cabeza por alejarse de la aguzada punta-. Sea. Os lo contaré todo, pues ya he comprendido lo que deseáis saber. De seguro que estáis intrigados por las mercaderías que mi señor vende a fuertes precios cuando faltan porque no las traen las flotas, ¿verdad?
– ¿Qué dice? -me extrañé. Mi compadre se encogió de hombros.
– ¡Explícate, bribón!
– Os juro, señores, que no sé cómo sabe mi amo qué mercaderías van a faltar, pero el caso es que, cuando él acumula en los almacenes abundantes partidas de rejas de arado, por decir, o de paños de Segovia o de cera o de vajillas…, tened por cierto que la próxima flota, si viene, o la del año siguiente, no traerá esos géneros. Por eso las puede vender tan caras, porque ni las hay ni las va a haber en mucho tiempo. ¿Era esto lo que os preocupaba, señores?
¿Qué estaba contando aquel grandísimo bellaco?, ¿que Melchor de Osuna sabía de antemano las mercaderías de las que iba a carecer Tierra Firme?, ¿que conocía por adelantado lo que traerían las flotas? Si aquello era verdad, y parecía una locura, sin duda se trataba de un engaño de dimensiones gigantescas pues, siendo Melchor un simple apadrinado, únicamente a través de sus primos los Curvos podía conseguir esas informaciones. Pero ¿cómo las conseguían, a su vez, los Curvos? O, por más, ¿quién determinaba, en España, con intención de sacar provecho, qué mercaderías vendrían o no al Nuevo Mundo y, luego, de algún modo, informaba de ello a los Curvos? La cabeza me daba vueltas y otro tanto le pasaba a mi compadre Rodrigo, que tenía la vista extraviada como la de un corcel encabritado.
– ¿Estás seguro de lo que dices, despreciable bellaco? -intimidé al capataz-. ¡Mira que, si estás inventando calumnias, tu cabeza colgará de una pica antes de que vuelva a salir el sol!
– ¡Sólo cuento lo que veo en mi almacén, nada más! Sé lo que entra, el tiempo que se queda y cuándo sale y no hay que ser muy listo para sumar dos más dos.
– ¿Y seguro que no sabes cómo conoce por adelantado tu señor qué mercaderías van a faltar? -le preguntó Rodrigo con el rostro exangüe, intentando aparentar indiferencia.
– ¿Cómo lo iba a saber? -protestó, pero se notaba que era una protesta falsa, que mentía-. ¿Creéis que puedo forzar a un señor tan principal como mi amo para que me explique cosas de semejante gravedad?
Los cazadores cazados, ésos éramos Rodrigo y yo. Si el capataz se iba de la lengua, estábamos muertos. No le convenía hablar, mas, si lo hacía algún día por la razón que fuere, Melchor de Osuna y sus importantes parientes nos hundirían en el fondo del mar con una roca atada a los pies.
– Es posible… -añadió el cuarterón con un soniquete medroso-, en caso, naturalmente, de que resolvierais quitarme la daga del cuello, es posible, digo, que pudiera contaros más asuntos de vuestro interés.
Mi compadre, muerto de miedo, me hizo señas con la cabeza para que rechazáramos la oferta al tiempo que, sin piedad, hundía de tal modo la púa en el cuello del vendido que éste gimió de muerte.
– ¡Basta, hermano! -voceé-. Déjale hablar.
– ¡Por vida de…!
– ¡Basta he dicho! Suéltale y que hable.
Rodrigo bajó la mano que empuñaba el arma.
– Os lo agradezco mucho, señor -murmuró el cuarterón, acariciándose la nuez.
– Habla -le ordené-. Habla o no saldrás vivo de aquí.
– Seguro que os interesa conocer que, años ha -empezó a contar-, supe que mi amo, aprovechando lo que sólo él sabía de las venideras flotas, engañaba a ciertos comerciantes de Tierra Firme haciéndoles firmar contratos por los cuales debían abastecerle de las mercaderías que iban a faltar. Como los mentados comerciantes no podían cumplir lo pactado, con la ley en la mano se apoderaba de sus bienes, y como, por más, todos eran de avanzada edad, sacaba un mayor provecho haciéndoles pagar una renta anual por el alquiler de sus antiguas propiedades pues, esos hombres, por la poca vida que les quedaba, estaban grandemente apegados a ellas y mucho más temerosos de acabar en galeras. Las rentas eran beneficios añadidos a una ganancia ya cierta. Puedo señalaros a tres de ellos: Fernando Velasco, de Coche, ya difunto, Esteban Nevares, de Santa Marta, y Felipe Almagro, de Río de la Hacha, fallecido también de viejo. Tengo para mí que hay algunos más, pero desconozco sus nombres.