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No daba crédito a lo que contaba aquel truhán. Melchor de Osuna, actuando al menudeo para diferenciarse de sus encumbrados primos, era un estafador sin entrañas, ladrón y fementido, que merecía acabar colgado en la plaza Mayor de Cartagena. Mi señor padre había sido objeto no sólo de un engaño que le había obligado a proceder contra su conciencia convirtiéndose en contrabandista sino también víctima honesta de una poderosa familia de rufianes, tramposos y embusteros. Y había más desdichados como él en Tierra Firme, dos o tres mercaderes de trato, a lo menos, a los que el de Osuna sangraba y sangraría hasta el día de su muerte, que esperaba muy próxima e igualmente rentable. Sentí levantarse en mi pecho una cólera enfurecida y tuve ganas de gritar, de atravesar con mi espada al de Osuna, de correr hacia los alguaciles y entregarles a aquel bellaco de Hilario Díaz para que oyeran su historia como la habíamos oído nosotros y que el de Osuna, los Curvos y todos los que eran como ellos acabaran en los calabozos, ante la justicia, en el cadalso y en el infierno. Pero, como era notorio, con el único testimonio de aquel capataz borracho ningún juez procedería contra un familiar de los Curvos, en caso de que el tunante llegara vivo al juicio, cosa bastante improbable. Si el de Osuna, en verdad, había matado a dos hombres a sangre fría, ¿qué se le daba de matar a uno más y, por ende, sirviente suyo y cuarterón?

Toda esta rabia, tengo para mí que por ser mujer, se me disolvió al punto en lágrimas, lágrimas que, por fortuna, las tinieblas ocultaron y que ni Rodrigo ni el mentecato del capataz pudieron advertir y, tengo también para mí que, en aquel preciso momento, fue cuando empecé a forjar, muy fríamente, la idea de una debida, justa y entera venganza.

– ¿Qué hacemos con éste? -me preguntó mi compadre.

– Dejémosle ir.

– ¡Gracias, gracias, señor!

– ¿Así, sin más? Mañana mismo mandará aviso a su amo.

– ¡No diré nada! ¿Qué voy a decir, señores, que no me inculpe también a mí?

– No hablará, hermano -repuse, muy serena, limpiándome las lágrimas como si me secara el sudor-. Le va la vida en ello.

– ¡Me morderé tres veces la lengua antes que decir una palabra! ¡Lo juro, señores!

– Quedaremos a merced de este borracho, hermano. Piénsalo.

– Ni siquiera ha oído nuestros nombres -le recordé, y era cosa muy cierta, pues no los habíamos mentado ni una sola vez delante de él. El problema sería que recordara haber jugado a los naipes con Rodrigo-. ¿Qué has hecho esta noche, antes de estar aquí con nosotros? -le pregunté.

– Pues… no sé -dudó, de suerte que parecía sincero-. Cené en casa, eso se me alcanza, y estuve en la taberna antes de ir al tablaje, pues con esa intención salí por haber cobrado ayer mi soldada, mas no sé si fui. Tendré que contar los maravedíes de mi faltriquera.

No nos guardaba en la memoria. Mejor para él.

– Hermano -le dije a Rodrigo-, dale tantos palos, golpes, patadas, azotes y mojicones como te venga en gana, hasta dejarlo por muerto, de cuenta que no olvide nunca esta noche ni esta conversación. Y que sepa así, por tus manos y tu fuerza, que si habla, si dice alguna vez algo de lo acaecido, vendremos a buscarle, nosotros o nuestros compadres, y que, aunque se esconda más que una lagartija, le hallaremos y le cerraremos la boca para siempre.

– ¡No voy a decir nada! -sollozó el cobarde-. ¿Qué ganaría yo sino pérdidas y perjuicios? ¡Mi amo me desollaría vivo si supiera que sé las cosas que os he contado! Él está cierto de que soy necio y sandio. ¡Dejadme marchar!

Rodrigo me miraba un tanto sorprendido, no sé si porque le había dado una orden de tal guisa o porque dudaba de que fuera valedera, pero mi resoluto silencio le convenció. Con gesto cansado, se levantó y, sacudiéndose la arena de las hábiles manos, le dio tan atroz vapulamiento que, al terminar, el otro, de cierto, parecía muerto y él tenía las ropas bañadas en sudor y en sangre que no era suya.

– ¿Es suficiente? -me preguntó, chupándose las heridas de los nudillos.

– ¿Está vivo?

– Tengo para mí que sí, aunque poco le falta para llamar a las puertas de san Pedro.

– Pues déjale ahí, que ya vendrán a rescatarle mañana.

– ¿Y si nos lo cruzamos por las calles un día de éstos y nos reconoce?

– Nos iremos de La Borburata antes de que pueda volver a caminar.

Era tanta mi frialdad que Rodrigo me observaba preocupado. Y yo también. No sabía qué me estaba ocurriendo y dudaba de mi cordura mientras caminábamos hacia la taberna en la que habíamos quedado con mi señor padre y con los demás, que ya debían de estar preocupados por nuestra tardanza.

– ¿Has pensado, Martín, que el de Osuna debe de obtener la información sobre las flotas de sus primos los Curvos? -murmuró Rodrigo, escondiendo sus magulladas manos en la espalda.

– Naturalmente -repuse, caminando más despacio. Teníamos la puerta de la taberna a menos de treinta pasos.

– ¿Y cómo la obtendrán los Curvos? -caviló-. ¿Lo has pensado también?

– No se me ocurre otra cosa que sospechar del tercer hermano, el que está en Sevilla dirigiendo el negocio de la familia.

– ¿Fernando?

– Ése -asentí-. Fernando Curvo debe de tener importantes contactos en la Casa de Contratación de Sevilla que, según sé, es quien aprueba el número de barcos que componen las flotas, el tonelaje y las mercaderías que se pueden traer.

Rodrigo se detuvo en mitad de la calleja.

– Quien aprueba, tú lo has dicho. La Casa de Contratación aprueba, pero quien decide, en realidad, es el Consulado de Sevilla.

– ¿Consulado?… ¿Qué consulado?

– El Consulado de Cargadores a Indias [42]. Todos los mercaderes de Sevilla que comercian con el Nuevo Mundo deben estar inscritos en la matrícula de cargadores. Así se impide que ningún extranjero pueda terciar en estos menesteres. Su poder ha crecido tanto en los últimos años que es él y no la Casa de Contratación quien organiza las flotas, tanto la de Nueva España que llega a Veracruz, como la de Los Galeones, que llega a Cartagena y a Portobelo y, desde que el rey empezó a poner en venta los cargos de los oficiales reales de la Casa de Contratación, los mercaderes adinerados se han apoderado de todo.

– ¿Y cómo es que el rey ha permitido que los mercaderes se adueñen de unos oficios tan importantes y tan relacionados con las flotas?

– ¡Por mi vida, Martín! ¿Por qué va a ser? ¡Por caudales, como siempre! El Consulado de Sevilla hace importantes donativos al rey Felipe para ganarse su favor y obtener así el perdón para los delitos del comercio, sobre todo para los frecuentes fraudes en los registros, y le hace préstamos por sumas incalculables que Su Majestad nunca devuelve. Eso sin hablar de las numerosas ocasiones en que el rey se apodera de los dineros obtenidos por los mercaderes incautando las flotas a su regreso a Sevilla. Digamos, pues, que, a trueco de todo esto, el rey consiente en venderles por miles de ducados los cargos de la Casa de Contratación.

– ¿Felipe el Segundo también hizo esto?

– Felipe el Segundo, su padre Carlos el Primero de España y el de ahora, Felipe el Tercero. ¡Todos los malditos Austrias! ¡Nunca tienen suficientes caudales para financiar sus guerras en territorios lejanos! España está endeudada, por culpa de ellos, con las principales familias de los negocios bancarios europeos: los Fugger, los Grimaldi, los Grillo…

– Muy bien -dije yo, retornando a nuestro asunto-, supongamos entonces que Fernando Curvo, en Sevilla, tiene acceso a las decisiones del Consulado respecto a las flotas.

– Sin suposiciones.

– Conforme. Fernando tiene la información -admití-. En los navíos de aviso que manda la Casa de Contratación para los comerciantes de Tierra Firme y Nueva España, esos con los que tantas veces nos hemos cruzado mareando por estas aguas, el de Sevilla envía cartas a sus hermanos en Cartagena para que estén al tanto de las mercaderías que no van a venir. Los Curvos de aquí acumulan dichas mercaderías y las almacenan.

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[42] El Consulado o Universidad de Mercaderes de Sevilla se fundó en 1543. Era una institución privada que tenía por objeto proteger los intereses de los mercaderes y que, con el tiempo, terminó asumiendo el control absoluto del comercio con las Indias. Gozaba de potestad en los ámbitos jurídico, financiero y mercantil.