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– ¿Y qué más? -se burló madre-. ¿La Corona de las Españas? ¿El trono de los cielos?

– ¡Te he dicho que no quiere vender! -bramó él, exasperado.

– ¡Inténtalo! -gritó ella a su vez-. ¿Qué te cuesta preguntarle? ¡Hazlo por mí, Estebanico! ¡No quiero esperar a que mueras para recuperar mi casa! -se quedó en suspenso unos instantes y, luego, con devoción, se corrigió-. La casa de los dos, Esteban. ¿Acaso no recuerdas que aquí nació nuestro pequeño Alonso y que aquí pasó su corta vida, en estos aposentos?

Me quedé muda de asombro. Mi padre y María Chacón habían tenido un hijo, quién sabe cuándo, que murió sin salir de la infancia. Nunca había oído yo nada sobre tal niño ni nadie había pronunciado una sola palabra referente a él, como si su nombre y su existencia hubieran sido borrados por algún encantamiento. Pero mi buena memoria me hizo recordar un detalle muy pequeño del día que llegué por primera vez a aquella casa y entré en aquel despacho. Madre dijo entonces, tras conocer el ardid ingeniado para salvarme del matrimonio con el lamentable Domingo Rodríguez, que por mucho que me hiciera pasar por hijo de Esteban Nevares, yo nunca sería como… Y aquí se detuvo. Mi señor padre, entonces, se había levantado prestamente de la silla y se había hincado de hinojos ante ella, acariciándole el rostro. Sin duda, ambos tenían en mente el mismo pensamiento, pero nada dijeron entonces ni tampoco después. Ahora, sin embargo, la señora María hacía referencia a aquel doloroso recuerdo para conseguir que mi padre se aviniera a negociar con el ruin de Melchor de Osuna.

– ¿Me has oído, Esteban? -insistió madre.

– Te he oído, mujer -respondió él con voz triste.

– ¿Y qué piensas hacer?

Mi padre, que ahora parecía más viejo y cansado que nunca, la miró haciendo leves gestos de asentimiento con la cabeza.

– Lo intentaré -concedió al cabo de unos instantes-, pero el de Osuna no cederá.

Madre se angustió.

– ¡Ofrécele los cuatrocientos doblones! Verás como no los desdeña. ¿Quién podría rechazar una fortuna así?

Él se encogió de hombros y, con esfuerzo, se puso despaciosamente en pie y se dirigió a la puerta.

– Vamos, Martín -me ordenó-. Tenemos que revisar la carga del jabeque. No quisiera que ocurriera una desgracia con tanta pólvora en las bodegas.

Madre, despertando de su vago ensueño, reaccionó al punto:

– ¡Deberías entregarle las armas a Benkos y no tenerlas tantos días en el puerto de Santa Marta!

– ¡Así lo haré! -repuso él desde el gran salón-. ¡Martín, te estoy esperando!

Hice el gesto de echar a correr pero me detuve en seco.

– Siento no haberos ayudado más, madre -musité.

– Vete, anda. Déjame sola.

– Hablaré con él -dije antes de salir de allí corriendo-. Si le doy mejores razones con palabras eficaces, estará más dispuesto a tratar con Melchor y a convencerle.

Ella me miró y quiso, sin éxito, ocultar su gratitud tras la densa nube de humo del cigarro puro.

– ¿Sabes lo que cualquier hombre que no fuera Esteban le habría dicho a una mujer al principio de esta misma conversación? Que se haría su voluntad y su gusto y que es obligación natural de ella bajar la cabeza y obedecer sin discutir, ajustando sus deseos a los de él. No le des más razones a tu padre, Martín, pues el asunto le incomoda. Conoce bien cómo manejar al de Osuna. No en vano lleva diez años frecuentándole.

– Sí, madre.

– Andad con tiento en la nao -me pidió.

CAPÍTULO IV

Arrumbamos hacia Cartagena y, como venía siendo costumbre desde los últimos tiempos, cuando las faenas del barco lo permitían y había luz en el cielo, mi señor padre me hacía sentar en cubierta y, con todos mis compadres puestos a la redonda, me hacía leer en voz alta alguno de los libros a los que era más aficionado. De esta guisa había leído ya para ellos Los cinco libros del esforzado e invencible caballero Tirante el Blanco, Los cuatro libros de Amadís de Gaula, Oliveros de Castilla, la Crónica del caballero Cifar y la Historia de la linda Melosina, que todos escuchaban con mucho gusto pues no había libros más entretenidos que los que narraban aventuras caballerescas.

Desde que nos dedicábamos al contrabando, nuestras permanencias en Cartagena de Indias se habían hecho muy cortas. Primeramente, nos dirigíamos todos a tierra con el batel salvo Guacoa y Nicolasito, que quedaban al cuidado de la nao. Al llegar a puerto, Juanillo, el grumete, se encaminaba hacia el taller de cierto carpintero que tenía entre sus esclavos a uno que era el que hacía llegar nuestros mensajes al rey Benkos. Este esclavo comunicaba el recado a otro, al que ya no conocíamos, y éste, a su vez, a otro más, y éste a otro más, de cuenta que, a través de muchos emisarios, buenos corredores todos y conocedores de las ciénagas y las montañas, el aviso llegaba hasta Benkos en poco más de un día y, así, en el tornaviaje, cuando pasábamos por la desembocadura del gran río Magdalena, los cimarrones nos estaban esperando para recoger sus mercaderías. Entretanto Juanillo realizaba dicho menester, los demás, tras alquilar en los muelles una recua de mulas, nos dirigíamos, con mi padre, hacia la casa de Melchor. Habíamos tomado por costumbre esperarle en la puerta hasta que terminaba pues nunca tardaba mucho y nos quedaban muy cerca las plantaciones con las que tratábamos. En cuanto salía, cargábamos las mulas con el tabaco y, una vez que mi padre había pagado a los capataces, retornábamos a Cartagena y al puerto, donde, con varios viajes del batel, llevábamos los fardos hasta el pañol de víveres, pues nuestras bodegas, a esas alturas, estaban siempre abarrotadas con las armas de Benkos. Cenábamos y hacíamos noche allí, mas el amanecer nos sobrevenía, sin falta, mareando lejos ya de Cartagena.

Aquel día, en cambio, hubo ciertas mudanzas. La primera, la demora de mi señor padre, que se entretuvo mucho en la hacienda de Melchor. Yo sabía que negociaba el rescate de sus bienes y por eso no me inquieté. Sin embargo, cuando abandonó la casa y le vimos caminar hacia nosotros con torpeza, como si hubiera bebido, el ánima se me fue del cuerpo y quedé sin sangre y sin aliento. Me adelanté presurosa para atenderle, mas las palabras no me salían de la boca.

– Padre -balbucí.

Al levantar los ojos, su mirada parecía perdida.

– ¡Martín! -exclamó, sorprendido-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Se encuentra bien, padre?

Él se tanteó el jubón, como buscando algo.

– No -murmuró-. Lo cierto es que no. Llévame a beber algo.

– Pero… ¡Tenemos que recoger el tabaco en las plantaciones!

– ¡He dicho que me lleves a beber algo! -tronó, furioso.

Hice un gesto a mis compadres y éstos se acercaron, preocupados.

– Dele vuestra merced los caudales a Lucas para pagar el tabaco -le dije-, que yo le llevaré a beber a la taberna.

Mi padre, sin discutir, se desanudó la bolsa de los dineros y se la entregó a mi antiguo maestro de primeras letras.

– Id con las mulas a las plantaciones. Recoged y pagad el tabaco y, luego, regresad al puerto -les ordené. En realidad, como estábamos a finales de agosto, se trataba de tabaco jamiche que, luego, vendíamos a Moucheron con el tabaco bueno.

Lucas, tras vacilar unos instantes y mirar repetidamente la bolsa, dio media vuelta y se marchó en silencio con Rodrigo, Negro Tomé, Mateo y Jayuheibo. Quedamos solos mi padre y yo. La conversación con Melchor de Osuna le había alterado grandemente el seso y andaba tan perdido como un recién nacido.

– ¿Qué ha pasado en la hacienda de Melchor? -quise saber caminando despacio, con el secreto temor de que ni siquiera lo recordara.

– ¡Melchor de Osuna! -gritó al punto, desaforadamente. Por fortuna nos hallábamos entre solitarios cañaverales-. ¡Ah, ladrón, bellaco, hideputa! ¿Sabes lo que me ha dicho, Martín?