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Entré en el zaguán, desmonté, até a Alfana a la argolla junto a la mula y dejé que los perros se tumbaran bajo la mesa del gran salón, el lugar fresco donde les gustaba dormir. En la mancebía aún se escuchaba algo de música mas ninguna voz, así que supuse que las mozas estaban acabando sus trabajos en los cuartos y que madre se habría ido a dormir. Me equivoqué. Como sólo podía acceder a mi cámara a través de su despacho, me sorprendí mucho cuando, al abrir la recia puerta, la luz del candil me dio en los ojos.

– ¿Martín? -era ella. ¿Le había pasado algo a mi padre? ¿Había sucedido alguna desgracia?

– Sí, madre -dije entrando. El pobre Mico dormía a sueño suelto sobre la mesa.

– ¿Dónde has estado hasta ahora? -me preguntó a bocajarro, con ese ceño fruncido que asustaba incluso a los hombres más bragados.

Estaba demasiado cansada para ponerme a inventar pretextos. Hubiera podido hacerlo, sin duda, pero ¿para qué? Como decía siempre mi padre, madre era una mujer de muy largo entendimiento que sabía poner las cosas en su justo punto y parecía tener, por más, un olfato infalible para pillar las mentiras. Aun así, intenté evadirme.

– Mañana os lo contaré todo, madre. Si empiezo a hablar ahora, nos saldrá el sol.

– Pues que nos salga. Siéntate.

¡Por las barbas que nunca tendría! ¡Aquella mujer era invencible!

Hablé y hablé sin parar hasta que, en efecto, nos salió el sol. Al acabar, madre lo conocía todo, desde lo que nos había contado Hilario Díaz en la Borburata, hasta lo que me había explicado aquella noche el joven Francisco, pasando por lo que Rodrigo y yo habíamos averiguado en Cartagena. Por la calidad de sus preguntas, supe que madre le había sacado a todo filo y punta.

CAPÍTULO V

A mediados de septiembre zarpamos de Santa Marta para recoger el tabaco de la nueva cosecha. Lo cierto es que, a partir de nuestro primer destino, Cabo de la Vela, todo salió mal en aquel viaje. Enrumbamos, aún tranquilos, hacia el norte, hacia Santo Domingo, en La Española, y, al poco, tuvimos la mala estrella de cruzarnos con la flota de Los Galeones, al mando del general Juan Gutiérrez de Garibay, que se dirigía hacia Cartagena y que nos obligó a quedarnos al pairo durante un día completo para dejarle paso. Cuando, a la postre, arribamos a Santo Domingo, descubrimos que una plaga de gusano había terminado con la producción completa de tabaco de la isla. Mejor nos fue en Puerto Rico, pues el dichoso gusano no había tenido tiempo de comérselo todo, mas no pudimos comprar nuestra habitual cantidad de arrobas. Tras muchos días de viaje hacia el sur, llegamos, finalmente, a Margarita, sólo para encontrarnos con la terrible noticia de que el puerto había sido cerrado por otra plaga, ésta de viruelas, que estaba castigando a la población con una terrible mortandad. El gobernador había puesto bateles en la bocana para que ninguna nave pudiera acercarse al puerto.

Desde Margarita fuimos a Cumaná, mas con tan mala fortuna que, para cuando nosotros llegamos, otros compradores de tabaco se lo habían llevado todo, hasta nuestras arrobas, pues habían pagado cuatro veces su precio por hacerse con ellas. Casi no valía la pena acercarnos hasta Punta Araya para mercadear con Moucheron pero, aun así, mi padre, por cumplir con lo pactado, decidió hacerlo. Ciertamente, nos dio con la puerta en las narices y, por más, se quedó con el poco tabaco que habíamos adquirido en Cabo de la Vela y Puerto Rico; como regalo, dijo, por nuestra buena amistad y por el bien de nuestros futuros tratos. Moucheron era otro hideputa como Melchor y como los Curvos. Entretanto nos alejábamos, mi padre, con grande enojo, se daba a Satanás y juraba que Moucheron se lo había de pagar más bien antes que después.

Cuando regresamos a Santa Marta, a mediados de noviembre, nuestras bodegas estaban vacías. Yo no me preocupaba porque había dineros para aguantar hasta la próxima cosecha, mas no por ello ignoraba que lo acontecido era un gran desastre y que, por más, dejábamos a Benkos escaso de armas y sin pólvora para defender sus palenques. Había que comunicarle la desastrosa noticia cuanto antes de modo que pudiera hacerse sus cuentas y tomar sus prevenciones. Si le mandábamos aviso a través de Sando, tardaría en enterarse cinco o seis días, como poco, pues, por mucho que corriesen los emisarios, tendrían que atravesar las montañas y cruzar las ciénagas. Para nosotros, en cambio, con la Chacona, sólo era un día de navegación hasta Cartagena, de suerte que mi padre decidió que, en vez de esperar hasta la Navidad para pagar el tercio a Melchor, lo más conveniente sería aprovechar ahora este pretexto para dar cuenta a Benkos de lo sucedido.

Sentada frente a mi mesa-bajel, aquella noche comencé a escribir una larga carta al rey de los cimarrones en la que le daba detallada razón de todo (el rey no sabía leer, mas tenía en su palenque gentes que sí sabían), y, al alba, zarpamos rumbo a Cartagena tras despedirnos de madre y de las mozas que vinieron al puerto para vernos marchar.

No pudimos encontrar mejores vientos ni disfrutar de mejor travesía. Parecía que el mar nos empujaba con ahínco para favorecer nuestro viaje y que las treinta leguas no fueran sino sólo dos o tres, pues cerca de la medianoche de aquel mismo día, pasada la isla de Caxes, atracábamos en Cartagena. Dormimos a sueño suelto, oyendo los ruidos que llegaban de tan bulliciosa y grande ciudad: las voces de la guardia, las de los serenos, las campanillas y rezos de un cura, los gritos de los borrachos y hasta los de una reyerta que hubo en una taberna del puerto. A la mañana siguiente, después de desayunar, bajamos a tierra con el batel y, nada más desembarcar, entregué a Juanillo la carta que había escrito en casa para que se la llevara al esclavo del taller de carpintería, rogándole que le dijera que era preciso que todos los emisarios se dieran mucha prisa pues urgía hacerla llegar prestamente a Benkos. Después, tras saludar brevemente a los amigos del mercado que nos contaron algunas de las nuevas que había traído la flota desde España (como la de que se había firmado, por fin, la paz con Inglaterra), Lucas, Rodrigo, Mateo y yo acompañamos a mi señor padre hasta la hacienda de Melchor, mientras Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaban al cuidado del batel. El día era luminoso y ardiente. Mi padre se protegía la cabeza con su chambergo negro y yo con el mío rojo, mas los hombres apenas iban cubiertos con unos sudados pañuelos de tocar y, al poco, empezaron a bromear sobre robarle el quitasol por la fuerza a la primera dama con la que topáramos.

Cuando nos encontramos, por fin, a unos cien pasos de la hacienda, mi padre nos ordenó detenernos bajo la endeble sombra de unos altos cocoteros.

– Basta -declaró-. Hasta aquí me escoltaréis. El resto del camino es sólo mío.

Comenzó a alejarse de nosotros resueltamente no sin hacernos antes un gesto con las manos para que nos serenásemos. Se había apercibido de nuestro desasosiego y, si bien no había vuelto a sufrir pérdidas de juicio, todos temíamos que la menor ansia se lo tornara a quebrar.

Nos sentamos en el suelo, bajo los cocoteros, y así estuvimos durante mucho tiempo, charlando y bromeando con grande escándalo, como si nos hallásemos a bordo de la Chacona sin nadie que pudiera escucharnos, mas, pasada una hora y viendo que mi padre no salía, solté un reniego y me puse en pie. Como el sol me cegaba, agarré mi chambergo y me lo calé, pero ni con mejor vista advertí la figura de mi padre por ningún lado.

– Ya debería de haber salido -murmuré preocupada, sin dejar de observar el camino entre el acceso a la hacienda y el portalón de la casa.