– Quiero demandar a Melchor de Osuna, vecino de Cartagena de Indias, por haber hecho desaparecer a mi padre en la tarde de ayer.
Los escribanos pararon sus plumas, el secretario tragó saliva y don Alfonso palideció y frunció súbitamente el ceño. Un pesado silencio se hizo en el despacho.
– Paréceme que os estáis precipitando, joven -dijo, al cabo, el alcalde-. Melchor de Osuna es un reputado comerciante y hombre de negocios de esta ciudad y no podéis acusarle de nada sin testigos ni probanzas.
– Tengo testigos y tengo probanzas, excelencia -afirmé.
Otro prolongado silencio se produjo tras mis palabras. Nadie se movía.
– Sería mejor que tomarais asiento, señor Martín -dijo don Alfonso, acariciándose la perilla con preocupación-. Contadme todo lo acaecido seguidamente y como persona de entendimiento y, luego, yo decidiré si admito vuestra demanda y vuestros testigos y probanzas o si, por el contrario, os mando meter en presidio por calumniar a un hombre honrado.
¡Hombre honrado!, había dicho. Tentada estuve de echarme a reír, mas la seriedad del momento y la amenaza del presidio mantuvieron sereno mi rostro. ¡Hombre honrado, Melchor de Osuna!, aquello hubiera tenido gracia de no resultar tan lamentable.
Con mil quebrantos, permití que Jayuheibo me ayudara a sentarme en la silla que un escribano se había apresurado a disponer para mí ante la mesa del alcalde.
Expliqué lo de la deuda de mi señor padre y lo del arriendo sobre los bienes perdidos. Dije, con todo el dolor y el rencor que acumulaba en mi corazón, que mi señor padre había acudido la tarde anterior a la hacienda de Melchor a pagar el último tercio del año y que no volvió a salir de la casa; que como testigos de ello tenía a mis compadres del barco, los españoles Lucas Urbina, natural de Murcia, Mateo Quesada, de Granada, y Rodrigo de Soria, todos ellos cristianos viejos, hombres respetables y de palabra probada; que los cuatro habíamos estado frente a la hacienda todo el tiempo que mi padre había permanecido ausente y que no hubiera podido salir de allí sin que nosotros le viéramos y que no le vimos; que cuando nos allegamos hasta la casa para preguntar por él nos dijeron que ya se había marchado, algo a todas luces falso, y que, como no admitimos la mentira, veinte esclavos de Melchor, a una orden suya, nos dieron una paliza tan terrible que habíamos quedado tal y como se me podía ver a mí, pues mis compadres estaban en peores condiciones y no habían sido capaces de dejar el barco; que recuperamos el sentido cerca del anochecer y que gentes del Getsemaní nos habían ayudado a llegar hasta el muelle pues nosotros no podíamos caminar; y, por último, mencioné, con grande hostilidad, las humillantes palabras que Melchor le había lanzado a mi señor padre, cuando éste fue a pagarle en agosto:
– Le dijo que rezaba todos los días por su muerte -mascullé con desprecio-, que se le estaba haciendo muy larga la espera y que, cuando le ofreció el contrato de arriendo, no contaba con que fuera a vivir tanto -suspiré-. Por los hechos acaecidos desde ayer no he tenido tiempo de pensar, ni quiero hacerlo, en que mi padre haya podido morir a manos de Melchor, mas, aunque me aturda la angustia -murmuré con un nudo en la garganta-, no puedo dejar de preguntarme qué otra cosa que no fuera ésta hubiera podido ocurrirle a mi padre para que no volviera ayer al barco si es que, como afirmó ese canalla de Melchor, en verdad salió misteriosamente de la hacienda sin que nosotros le viéramos. Aunque hubiera perdido el juicio, excelencia, algo que ya le ha pasado en alguna otra ocasión y que podría haberle vuelto a suceder por su mucha edad, alguien habría terminado por devolvérnoslo. Mas ésta es la hora en que aún no ha regresado. Por eso estoy cierto, y le repito a vuestra merced que no quiero ni pensarlo, que algo malo le acaeció a mi señor padre en la hacienda de Melchor y esto es lo que demando: que vos, como juez y justicia de Cartagena, con todas vuestras capacidades y medios averigüéis dónde está mi señor padre y qué le ha pasado. Haceos cuenta de la mucha angustia y preocupación que siento y de la que sentirá María Chacón, su barragana, cuando la noticia llegue a Santa Marta.
Los escribanos, el secretario y el alcalde, con el rostro tan lívido cual si se estuvieran muriendo y muchas gotas de sudor cobarde perlando sus frentes, cruzaron las miradas y, luego, las bajaron. Al cabo, el alcalde levantó la cabeza y, con seriedad, se dirigió a mí, que intentaba contener mi desazón apretando fuertemente los puños.
– No termino de ver, señor mío -balbució don Alfonso, con un tono algo desafiante-, por qué Melchor de Osuna iba a causarle daño alguno a vuestro padre. ¿Acaso no estaba cobrando unos buenos caudales por el arriendo de la casa, la tienda y el barco, según me habéis contado?
Apreté los ojos con fuerza para impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos.
– Precisamente, excelencia -repuse, con la voz rota-. Tal cual dijo ese villano, diez años de cobrar los caudales por el arriendo eran más que suficientes. Deseaba recuperar las propiedades porque, según afirmó con escasa humildad como ahora veréis, de caudales no había menester puesto que, como ganaba más que un gobernador, ya tenía muchos. Sin embargo, ni por un millón de maravedíes renunciaría a los títulos de propiedad de nuestra casa de Santa Marta, del barco y de la tienda, ya que eran bienes muebles y en raíces que, con el tiempo, aumentaban de valor.
Sabía lo que pasaba por sus cabezas en aquellos momentos. El apellido Curvo no se había pronunciado pero flotaba en el aire. Don Alfonso de Mendoza veía peligrar su posición y su puesto mas, aunque así fuera, no podía, en modo alguno, rechazar mi demanda pues la justicia del rey estaba de mi parte y, si tal hacía, el escándalo podía llegar muy lejos y yo estaba dispuesta, si mi padre no aparecía o si aparecía, muerto, a llevar el asunto ante la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, que era como llevarla ante el rey Felipe en persona. Y don Alfonso conocía, como las conocía yo y las conocían todos, las consecuencias que algo así podría acarrearle: si ignoraba mi demanda y no iniciaba las diligencias para investigar valederamente la desaparición de un hidalgo español, podía verse privado a perpetuidad de ejercer oficio público en todas las Indias e, incluso, ser encarcelado o desterrado para siempre del Nuevo Mundo. Mal que le pesara, estaba obligado a iniciar el proceso y a tomar declaración a los testigos de ambas partes.
– Muy bien, señor -repuso, secándose la frente con un elegante pañuelo de fina holanda-. Mis escribanos redactarán vuestra demanda y, en el entretanto, esperaréis fuera. Seréis llamado para firmarla y rubricarla en cuanto esté terminada. ¿Sabéis escribir, señor?
Torné a apretar los puños para frenar la indignación que se levantaba en mi pecho.
– ¿Acaso no pensáis, don Alfonso, buscar a mi padre?
Su rostro manifestó la contrariedad que sentía. En mis veintidós años de vida no había visto una actitud tan cobarde en alguien tan principal.
– Naturalmente, señor Martín Nevares -admitió a regañadientes-. En los próximos días se organizarán batidas para buscar a vuestro padre por las inmediaciones de Cartagena.
– ¡Por mi vida, excelencia -grité, indignada-, que no entiendo vuestro proceder! ¿Es que no pensáis buscarle en casa de Melchor de Osuna, donde es más probable que se encuentre? ¡Organizad esas batidas cuando no aparezca en la hacienda, mas, ahora, excelencia, es el momento de visitar a Melchor y registrar su casa!
Estoy cierta de que el alcalde quería estrangularme en aquel instante.
– Así se hará -masculló-. Enseguida mandaré un piquete de soldados para que cumplan este encargo y, al tiempo, den aviso al señor Melchor de vuestra instancia.
Me pareció advertir una velada amenaza en sus palabras, aunque quizá sólo fue mi súbito recelo ante la reacción del de Osuna. Sin mi padre, los marineros de la Chacona y yo éramos presa fácil para un bellaco como Melchor. Por más, la mitad de la dotación ya estaba maltrecha. En cuanto regresara a la nave, me dije, establecería un riguroso horario de guardias para prevenir los daños que me temía.