– ¡Oh, sí! Me encanta pescar -replicó él, atacando su tercera salchicha-. Papá me lleva a pescar a veces, cuando no está demasiado ocupado.
– ¿Está ocupado con frecuencia?
– Bien; va a las carreras y al cricket y al fútbol y a cosas así. Yo no voy con él porque me pongo enfermo donde hay mucha gente. El ruido y la gente hacen que me duela la cabeza y la barriga se me revuelve.
– Entonces, un día voy a llevarte a pescar -dijo Mary.
A media tarde Tim ya había terminado el jardín del fondo y vino a preguntarle si seguía con el de la parte delantera. Mary miró la hora en su reloj.
– No creo que debamos ocuparnos del jardín del frente hoy, Tim. Ya casi es hora de que te vayas a casa. ¿Por qué no regresas el próximo sábado para hacer el jardín del frente, si tu papá te da permiso?
Tim asintió con la cabeza, dando muestras de alegría.
– Muy bien, Mary.
– Entonces, ve por tu bolsa a la casa de los helechos, Tim. Puedes cambiarte de ropa en mi cuarto de baño. Así verás si quedas bien arreglado.
El interior de su casa, tan casto y austero, fue algo que lo fascinó. Con los pies descalzos, recorrió lentamente la sala de tonos grises, hundiendo los dedos en la gruesa alfombra de lana con una expresión de casi éxtasis en el rostro y acariciando el tapizado de terciopelo gris perla de los muebles.
– ¡Uh, Mary, cuánto me gusta tu casa! -exclamó, entusiasmado-. ¡Todo en ella se siente muy suave y como muy fresco!
– Ven para que veas mi biblioteca -dijo ella, deseando tan fervientemente mostrarle lo que era su orgullo y deleite, que lo tomó de una mano.
Sin embargo, la biblioteca no le impresionó en absoluto y más bien le hizo sentirse temeroso y propenso a las lágrimas.
– ¡Todos esos libros! -dijo, estremeciéndose, y no quiso permanecer ahí aun cuando vio que su reacción la había desilusionado.
Mary tuvo que emplear varios minutos para que Tim le perdiera el miedo a la biblioteca y se cuidó bien de no repetir la equivocación de enseñarle algo que fuera intelectual.
Una vez repuesto de su deleite y confusión iniciales, Tim dio muestras de poseer cierta facultad de crítica y le reprochó a Mary el no tener en la casa nada de colores vivos.
– ¡Es muy bonito, Mary, pero todo es del mismo color! -protestó-. ¿Por qué no hay nada rojo? A mí me gusta mucho el rojo.
– ¿Y puedes decirme de qué color es esto? -preguntó la mujer, mostrando en la mano un marcador de páginas de color rojo.
– Rojo, por supuesto -repuso él.
– Entonces, veré qué puedo hacer al respeto -prometió Mary.
Mary le entregó un sobre con treinta dólares, sueldo mucho más alto que el que podría ganar cualquier obrero en Sydney en un día.
– En un papel que va adentro -le advirtió-, están anotados mi dirección y mi número de teléfono. Quiero que le entregues esto a tu padre cuando llegues a casa para que sepa dónde vivo y cómo ponerse en contacto conmigo. No vayas a olvidar entregárselo, ¿lo harás?
Tim la miró con aire ofendido.
– Nunca olvido nada cuando me lo dicen como debe ser -repuso.
– Lo siento, Tim; no tuve intención de ofenderte -dijo Mary Horton, a quien jamás le había importado si lo que decía ofendía a alguien. Y no era que fuera su costumbre el decir cosas ofensivas; pero Mary Horton evitaba decir cosas desagradables, simplemente por razones de tacto, diplomacia y buenas maneras, no porque le preocupara demasiado lastimar o no a un semejante.
La mujer agitó un brazo en ademán de adiós desde la puerta del frente después que Tim se negó a que lo llevara en el automóvil hasta la estación. Una vez que el joven hubo caminado unos cuantos metros calle abajo, Mary se llegó hasta la reja del frente y se inclinó sobre ella para mirarlo hasta que desapareció al dar vuelta a la esquina.
A cualquiera que hubiera estado en la calle observando, él le hubiera parecido un joven extraordinariamente guapo, caminando bajo el sol en el pleno apogeo de su buena salud y apariencia, con el mundo a su disposición. Era como una broma de la divinidad, pensó ella, la clase de broma que a los inmortales dioses griegos les hubiera encantado jugar a su creación, el hombre, siempre que éste se envanecía u olvidaba lo que les debía. ¡Qué carcajada gargantuesca no les produciría Tim Melville!
7
Ron estaba en el «Seaside», como de costumbre, aunque más bien temprano para ser sábado. Había llenado de cerveza su nevera portátil y había ido a ver el encuentro de cricket en shorts, sandalias de cuero y una camisa abierta a todo lo largo para dejar entrar la brisa. Pero, ni «Curly» ni Dave habían hecho acto de presencia y, en cierto modo, el placer de estirarse al sol en la colina cubierta de césped de los campos de cricket de Sydney, no era igual estando solo. No obstante, estuvo ahí durante un par de horas, pero el partido de cricket transcurría a su acostumbrado paso de tortuga y los dos caballos que habían sido sus favoritos en Warwick Farm habían llegado en último lugar, por lo que, más o menos a las tres, había ya empacado sus cosas y su radio portátil y se había dirigido al «Seaside» con el infalible instinto de un buen perdiguero.
Nunca se le hubiera ocurrido regresar a casa a esas horas; Es acostumbraba jugar al tenis con las muchachas los sábados en la tarde, en su «Club Atínale y Ríete», como ella lo llamaba, y la casa estaría desierta pues Tim estaba trabajando. Dawnie había salido con alguno de sus enamorados.
Cuando Tim hizo su aparición un poco después de las cuatro, a Ron le dio mucho gusto verlo e inmediatamente le compró un porrón de cerveza.
– ¿Cómo te fue, compañero? -le preguntó a Tim mientras ambos se apoyaban en un pilar y contemplaban el mar.
– ¡De perlas, papá! Mary es de veras una señora muy simpática.
– ¿Mary? -Ron escrutó el rostro de Tim, sorprendido y preocupado.
– Señorita Horton. Me dijo que podía llamarla Mary. Yo estaba un poco preocupado, pero ella dijo que así estaba bien. Está bien, ¿verdad, papá? -agregó ansiosamente, sintiendo que había algo fuera de lo acostumbrado en la reacción de su padre.
– No lo sé, compañero. ¿Cómo es esa Mary Horton?
– Es encantadora, papá. Me dio un montón de cosas buenas en la comida y me enseñó toda su casa. ¡Tiene aire acondicionado, papá! Sus muebles son muy bonitos y lo mismo su alfombra, pero todo es de color gris. Le pregunté por qué no tenía nada rojo en su casa y me dijo que iba a ver qué hacía al respecto.
– ¿Te tocó, compañero?
Tim miró a Ron con una mirada impasible.
– ¿Tocarme? -dijo-. ¡Pues no lo sé! Me tomó de la mano cuando me estaba mostrando sus libros -agregó e hizo un gesto-. No me gustaron sus libros; tiene demasiados.
– ¿Es bonita, compañero?
– ¡Oh, claro que lo es! Tiene un cabello blanco de lo más bonito, papá; igual que el tuyo y el de mamá, sólo que más blanco. Por eso es por lo que yo no sabía si estaba bien que la llamara Mary, pues tú y mamá siempre me decís que no es educado llamar a la gente vieja por su nombre.
La tensión de Ron se aflojó.
– ¡Oh! -exclamó y palmeó afectuosamente a Tim en un brazo-. Ya me estabas preocupando un poco, te diré. Entonces es una vieja, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Te pagó como te había prometido?
– Sí; todo está aquí, en este sobre. También están su nombre y su dirección. Me dijo que tenía que entregártelo, por si querías hablar con ella. ¿Y para qué querrías hablar con ella, papá? No veo por qué has de querer hablar con ella.
Ron tomó el sobre que el muchacho le extendía.
– No quiero hablar con ella, compañero -repuso-. ¿Terminaste el trabajo?
– No; su jardín es muy grande. Si crees que está bien, ella quiere que vaya a hacerle el jardín del frente el sábado próximo.
En el sobre había tres crujientes billetes nuevos de diez dólares; Ron los miró largamente así como a la escritura de Mary Horton, cuya hermosa caligrafía hablaba de la educación y autoridad de su dueña. Las muchachitas frívolas o las amas de casa solitarias no tenían una escritura como ésa, decidió. ¡Treinta dólares por el trabajo de un día! Metió el dinero en su billetera y palmeó a Tim en la espalda.