– Lo hiciste bien, compañero, y puedes regresar el próximo sábado a terminar el trabajo, si es que quieres. De hecho, por lo que te paga puedes trabajar siempre que ella quiera.
– ¡Qué bueno, papá; gracias! -el muchacho balanceó en el aire su porrón sugestivamente-. ¿Puedo tomar otra cerveza?
– ¿Cuándo aprenderás a tomarte la cerveza despacio, Tim? El rostro del joven expresó su pesar.
– ¡Es que se me olvidó otra vez! -repuso-. De veras pensaba tomarla despacio, papá, pero estaba tan buena que se me olvidó.
A Ron le pesó inmediatamente su exasperación momentánea.
– No importa, compañero; no te preocupes por eso -dijo y agregó-: Ve y dile a Florrie que te dé otro porrón.
La extremadamente fuerte cerveza australiana parecía no obrar el menor efecto en Tim. Ron se preguntaba por qué algunos retrasados se volvían locos con sólo oler el licor y, sin embargo, Tim podía tumbar a su padre si se ponían a beber a la par y todavía llevarlo cargando a casa; así de insignificante era en él el efecto de la cerveza.
– ¿Quién es esa Mary Horton? -preguntó Es esa noche, una vez que Tim se hubo ido a la cama.
– Una vieja chiflada de Artarmon.
– Tim está muy impresionado con ella, ¿verdad?
Ron recordó los treinta dólares que reposaban en su billetera y miró a su esposa condescendientemente.
– Así parece -dijo-. Ella lo trata bien y el que le arregle el jardín los sábados mantendrá a Tim lejos de cualquier tentación.
– Y te dejará libre para que andes por ahí, en las tabernas y en el hipódromo con tus amigotes, querrás decir. -Es lo interpretaba con la experiencia de muchos años.
– ¡Por la sangre de Cristo, Es! ¡No le digas a un hombre cosas tan duras!
– ¡Bah! -replicó, descansando la labor en el regazo-. La verdad duele, ¿no es así? ¿Le pagó ella?
– Unos cuantos dólares.
– Los mismos que te embolsaste, por supuesto.
– No era gran cosa. ¿Qué esperabas por cortar la hierba con una máquina, vieja intrigante? ¡No hay suerte, sencillamente no hay suerte!
– Mientras tú me des lo que necesito, me importa un pito cuánto le pagó ella -Es se levantó y se estiró-. ¿Quieres una taza de té, querido?
– ¡Oh! Eso sería realmente algo bueno. ¿Dónde anda Dawnie?
– ¿Cómo diantres voy a saberlo? Ya tiene veinticuatro años y es muy señora de sus actos.
– ¡Mientras no sea señora de algún otro!
Es se encogió de hombros.
– Los jóvenes ya no piensan como pensábamos nosotros, querido, y no hay que darle vueltas. Además, ¿te atreverías a preguntarle a Dawnie dónde ha estado o si se está acostando con algún tipo?
Ron siguió a Es a la cocina, palmeándole el trasero cariñosamente.
– ¡Claro que no! Me miraría desde la punta de esa nariz tan larga que tiene y me saldría con una sarta de palabras que yo no entendería. Acabaría yo sintiéndome un tonto redomado.
– Quisiera que Dios hubiera repartido la inteligencia de una manera más justa entre nuestros hijos -suspiró Es mientras ponía la tetera en el fuego-. Si la hubiera repartido por partes iguales los dos estarían muy bien.
– Ya no tiene caso llorar la leche derramada, Es. ¿Hay algo de pastel?
– ¿De frutas o de semillas?
– De semillas.
Se sentaron a ambos lados de la mesa de la cocina y entre los dos dieron cuenta de un pastel de buen tamaño y seis tazas de té.
8
La autodisciplina ayudó a Mary Horton a pasar la semana en la «Constable Steel & Mining» como si Tim Melville jamás hubiera entrado en su vida. Doblaba sus ropas antes de entrar al excusado como de costumbre, hacía el trabajo de Archie Johnson con la misma eficacia de siempre y manejaba un total de diecisiete personas entre mecanógrafas, mensajeros y empleados. Sin embargo, ya en casa cada noche, descubría que los libros no le atraían y, en vez de eso, se pasaba las horas en la cocina, leyendo libros de recetas y experimentando con pasteles, salsas y budines. Sondeando muy discretamente e Emily Parker había podido darse una mejor idea de cuáles eran las preferencias de Tim en cuestión de comidas; cuando llegara el sábado, deseaba tenerle preparada una variada selección de platos.
Un día de esa semana, durante la hora del almuerzo, visitó la tienda que en la parte norte de Sydney tenía un decorador de interiores y compró una mesa de vidrio en tono rubí, bastante cara, y luego descubrió una otomana de terciopelo en el mismo tono, que hacía juego con la mesa. Al principio ese toque de color, profundo y brillante, la inquietó un poco, pero una vez que se acostumbró a él tuvo que admitir que le daba mucha vida a su glacial sala de estar. De pronto las lisas paredes gris perla parecieron cobrar calor y Mary empezó a preguntarse si Tim, como tantos seres primitivos, no tendría un gusto instintivo por lo artístico. Tal vez un día podría llevarlo con ella en un recorrido por galerías de arte para ver qué era lo que los ojos de él descubrían.
El viernes por la noche se fue a la cama muy tarde por estar esperando alguna llamada de parte del padre de Tim diciéndole que no quería que su hijo perdiera el precioso tiempo de sus fines de semana trabajando como jardinero. Sin embargo, la llamada nunca llegó y exactamente a las siete de la mañana siguiente la sacó de un sueño profundo el sonido de la llamada de Tim a la puerta. Esta vez ella lo hizo pasar inmediatamente y le preguntó si deseaba una taza de té mientras ella se vestía.
– No, gracias; estoy muy bien -repuso él, con los ojos azules brillándole intensamente.
– En ese caso, puedes usar el baño pequeño que está junto a la lavandería para cambiarte mientras yo me visto. Quiero mostrarte cómo has de hacer el jardín del frente, donde tengo algunos problemas.
Con pisadas de gato, como de costumbre, Mary regresó a la cocina al poco rato. Tim no la había oído llegar y ella permaneció en silencio en la puerta de entrada contemplándolo, conmovida de nuevo por lo absoluto de su belleza. ¡Cuán terrible, cuán injusto era, pensó, que un recipiente tan maravilloso contuviera un contenido tan indigno!, pero inmediatamente se sintió avergonzada de pensar así. Tal vez ésa era la raison d'être de su belleza, la de que su avance hacia el pecado y el deshonor hubiera sido detenido en la inocencia de la primera infancia. De haber madurado normalmente, tal vez se hubiera visto muy diferente, como todo un Boticelli, sonriendo presuntuosamente, con una mirada conocedora agazapada en el fondo de los claros ojos azules. Tim no era para nada un miembro de la raza humana adulta, excepto en sus rasgos más ínfimos.
– Vamos, Tim; hay que enseñarte qué es lo que hay que hacer con el jardín del frente -dijo al fin, rompiendo el encanto.
Las cigarras estaban chillando y zumbando desde cada arbusto y cada árbol; Mary se llevó las manos a los oídos, le hizo una mueca a Tim y se dirigió a tomar la única arma de que disponía: la manguera.
– Las cigarras están este año peor que nunca -comentó una vez que el estrépito se hubo acallado un poco y a las adelfas les escurría el agua por todas partes.
– ¡Briiik! -eructó el maestro de coro en tono bajo profundo cuando las otras cigarras quedaron en silencio.
– ¡Ahí está, la vieja escandalosa! -dijo Mary y se dirigió a la adelfa más cercana a la puerta del frente, apartando las chorreantes ramas e inspeccionando inútilmente los oscuros recovecos de su interior-. Jamás he podido dar con ella -explicó, poniéndose en cuclillas y volviendo el rostro para sonreír a Tim, que estaba detrás.