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– ¿Quieres atraparla? -preguntó el muchacho en tono serio.

– ¡Claro que quiero atraparla! Ella es la que alborota a todas las demás. Cuando ella no está, las otras parecen mudas.

– Yo la encontraré.

Con toda facilidad, el joven deslizó el torso entre hojas y ramas, desapareciendo a la vista de la cintura para arriba. Esa mañana no llevaba botas ni calcetines ya que no había cemento que le ampollara o resecara la piel, y la tierra húmeda se le adhería a las piernas.

– ¡Briiik! -tanteó la cigarra, seca ya lo suficiente como para volver a empezar.

– ¡Te pesqué! -gritó Tim, retirándose del arbusto con la mano derecha cerrándose en algo.

En realidad, Mary lo único que alguna vez había visto de una cigarra eran los rojizos cascarones que quedaban en la hierba, por lo que se echó atrás, un poco temerosa pues, al igual que la mayoría de las mujeres, le asustaban las arañas y escarabajos y todo aquello que reptara o se arrastrara.

– ¡Aquí está, mírala! -dijo Tim, lleno de orgullo, abriendo los dedos delicadamente hasta que la cigarra quedó a la vista, sujeta únicamente de las alas por el pulgar y el índice de Tim.

– ¡Uff! -se estremeció Mary, retrocediendo más aún, sin mirar realmente.

– No le tengas miedo, Mary -rogó Tim, sonriéndole y acariciando suavemente al insecto-. ¡Mírala bien! ¿No es bonita, verde y hermosa como una mariposa?

La dorada cabeza se había inclinado sobre la cigarra y Mary los contempló a ambos con una súbita y enceguecedora lástima. Parecía que Tim tuviera cierto acuerdo con el insecto porque éste reposaba en la palma de su mano sin pánico ni miedo, y era en realidad hermoso una vez que uno se olvidaba de sus antenas marcianas y de su caparazón de langosta. El animalito tenía un cuerpo gordo, de un verde brillante, de unos cinco centímetros de largo, sombreado por un polvillo color oro, y sus ojos se encendían y brillaban como dos grandes topacios. Sobre el lomo, las alas, delicadas y transparentes, estaban recogidas y tenían venillas como la hoja de un árbol de un brillante amarillo oro que se tornasolaba con todos los colores del iris. Y por encima de ella se inclinaba Tim, tan ajeno, igualmente hermoso, igual de vivo y de brillante.

– ¿No vas a querer que la mate, verdad? -rogó Tim, alzando el rostro para mirarla con súbita tristeza.

– No -contestó Mary, volviendo la cara-. Ponla de nuevo en su arbusto, Tim.

Para la hora del almuerzo Tim ya había terminado con el césped de la parte del frente. Mary le dio dos hamburguesas y un buen montón de patatas doradas y luego coronó la comida con un budín bañado con crema de plátano caliente.

– Creo que ya acabé, Mary -dijo Tim mientras se bebía su tercera taza de té-. Lo único que siento es que el trabajo no haya durado más. -Sus grandes ojos la miraron húmedamente-. Me gustas, Mary -empezó-. Me gustas más que Mick o Harry o Jim o Bill o «Curly» o Dave; me gustas más que todos, excepto papá y mamá y mi Dawnie.

La mujer le palmeó la mano y le sonrió cariñosamente.

– Es muy dulce de tu parte que me digas eso, Tim, pero, realmente, no creo que sea cierto. Hace muy poco tiempo que me conoces.

– Ya no hay hierba que cortar -suspiró él, ignorando su negativa a aceptar el cumplido.

– El césped vuelve a crecer, Tim.

– ¿Cómo? -Aquel pequeño sonido interrogativo era su señal de que había que ir despacio, que algo se había hecho o dicho que estaba más allá de su comprensión.

– ¿Puedes desbrozar tan bien como cortas el césped?

– ¡Claro! Yo soy el que siempre lo hago en casa.

– Entonces, ¿te gustaría venir cada sábado y atender mi jardín en todo lo que necesite, cortar el césped cuando sea necesario, plantar semillas y desbrozar los macizos de flores, rociar los arbustos y barrer los senderos y echar fertilizante cuando se necesite?

Tim la tomó de la mano y la sacudió, con una ancha sonrisa en la cara.

– ¡Oh, Mary! -exclamó-. ¡De veras que me gustas! Vendré todos los sábados y atenderé tu jardín. ¡Te prometo que yo lo cuidaré!

Esa tarde, cuando partió rumbo a su casa, llevaba en el sobre otros treinta dólares.

9

Ya hacía cinco semanas que Tim había estado acudiendo a la casa de Mary, cuando ésta telefoneó a su padre un jueves en la noche. Fue el mismo Ron quien contestó el teléfono.

– ¿Sí? -interrogó en el auricular.

– Buenas noches, señor Melville. Le habla Mary Horton, la amiga de Tim de los sábados.

Ron prestó atención inmediatamente y le hizo una seña a Es para que se pusiera junto a él.

– Mucho gusto en oír su voz, señorita Horton -contestó-. ¿Cómo se está portando Tim? ¿Va todo bien?

– Es un placer tenerlo cerca, señor Melville. Me gusta mucho su compañía.

Ron dejó escapar una risita, casi sin darse cuenta de lo que hacía.

– Según lo que nos cuenta cuando regresa de su casa -comentó-, le está vaciando la despensa.

– No, nada de eso. A mí me gusta mucho verlo comer, señor Melville.

Hubo una pausa embarazosa hasta que Ron la rompió diciendo:

– ¿Y qué es lo que pasa ahora, señorita Horton? ¿No quiere a Tim esta semana?

– Bien, el caso es que lo quiero y no lo quiero, señor Melville. El hecho es que tengo que ir a Gosford este fin de semana para ver cómo está mi casa de veraneo. La tengo muy abandonada pues me he concentrado en el jardín de la casa. Como quiera que sea, me estaba yo preguntando si no les molestaría a ustedes que me llevara a Tim conmigo para que me ayude. No me vendría mal alguien que me ayudara y Tim es formidable. El lugar donde está la casa es muy tranquilo y le doy mi palabra de que Tim no quedará sujeto a extraños ni se le exigirá mucho ni nada por el estilo. Él me dijo que le encantaba pescar y la casa está situada precisamente en el mejor lugar de pesca en muchos kilómetros a la redonda, por lo que se me ocurrió que tal vez… que tal vez a él le gustaría. Parece que a él le gusta venir a mi casa, y a mí me gusta mucho su compañía.

Ron frunció las cejas encarándose con Es, la cual asintió con la cabeza vigorosamente y tomó el auricular.

– ¡Hola! ¿Señorita Horton? Le habla la madre de Tim… Sí, estoy muy bien, gracias. ¿Cómo está usted?… ¡Ah!, me da gusto saberlo… Señorita Horton, es muy amable de su parte el querer invitar a Tim a que vaya con usted este fin de semana. Sí, es un poco solitario; es muy duro para un pobre muchacho como él, usted sabe… Realmente no veo por qué Tim no pueda ir con usted, creo que el cambio le hará bien… Sí, él la aprecia muchísimo a usted… Permítame pasarle el teléfono a mi esposo, señorita Horton, y muchísimas gracias.

– ¿Señorita Horton? -interrogó Ron, tomando el auricular que le alargaba su esposa-. Bien, ya oyó usted a mi mujer; dice que está bien, y si ella dice que está bien, lo mejor es que yo también diga que está bien, ¡ja, ja, ja, ja!… ¡Exactamente, tiene usted razón! Muy bien, veré que prepare una maleta y esté en su casa a las siete de la mañana, este sábado… Bien, señorita Horton, muchísimas gracias… Adiós… sí, y gracias, otra vez.

Mary había planeado el viaje de cerca de cien kilómetros como un día de campo y había atiborrado la parte trasera del automóvil con provisiones, cosas para jugar y cosas cómodas que ella pensaba que servirían en la casa de campo. Tim llegó puntualmente a las siete de la mañana del sábado. El día estaba claro y hermoso y era ya el segundo fin de semana consecutivo que no amenazaba lluvia. Mary condujo a Tim inmediatamente al garaje.

– Adentro, Tim, y ponte cómodo. ¿Estás bien?

– Muy bien -contestó él.

– Mi casa no está precisamente en Gosford -explicó ella cuando el automóvil tomó la carretera del Pacífico en dirección de Newcastle-. Como vivo y trabajo en la ciudad, no quería tener una casa de descanso en medio de un montón de gente, así es que compré una propiedad que está lejos de todo eso, en Hawkesbury, cerca de la bahía Broken. Tenemos que pasar por Gosford, pues el único camino que conduce a mi propiedad sale de ahí, ¿ves?