»¡Y no te imaginas cómo ha crecido Gosford! Todavía recuerdo cuando sólo consistía en una taberna, un taller mecánico, dos hombres y un perro; ahora está repleto con gente que va de paso y turistas; debe haber por lo menos sesenta mil, me parece…
Se quedó sin terminar la frase, nerviosa, mirándolo de soslayo en un súbito apocamiento. Ahí estaba ella conversando con Tim como si lo estuviera haciendo con la madre del muchacho. A su vez, el joven trataba de mostrarse como un oyente interesado, y de vez en cuando separaba la fascinada mirada del paisaje que pasaba a sus costados, para fijar sus brillantes y adorables ojos en el perfil de ella.
– Pobre Tim -suspiró Mary-. No te fijes en mí. Descansa y mira por la ventanilla.
Después de eso hubo silencio durante un rato largo. Obviamente, Tim estaba gozando del viaje, vuelto de lado y con la nariz casi pegada a la ventanilla, sin perder uno solo de los detalles del paisaje.
Mary se preguntó qué variedad habría en la vida de Tim y si alguna vez se salía de lo que debía ser una existencia monótona.
– ¿Tenéis coche, Tim?
Esta vez él no se molestó en volver el rostro a mirarla, sino que continuó mirando por la ventanilla.
– No. Mi padre dice que eso es un desperdicio de tiempo y de dinero viviendo en la ciudad. También dice que es más sano caminar y que cuesta menos trabajo tomar el autobús cuando necesita uno ir a alguna parte.
– ¿Y alguien te ha llevado a dar una vuelta en coche?
– No mucho. Me mareo cuando viajo en coche.
Mary volvió la cabeza para mirarlo, alarmada.
– ¿Y cómo te sientes ahora? ¿Te sientes mal?
– No. Me siento bien. Éste no traquetea como los otros y, además, voy en el asiento de delante, no en el de atrás, y aquí no se mueve tanto, ¿verdad?
– Muy bien, Tim. Tienes mucha razón. Si empiezas a sentirte mal, dímelo inmediatamente, ¿lo harás? No sería nada bonito que ensuciaras el coche.
– Te prometo que te lo diré, Mary, porque nunca me gritas ni te pones de mal humor.
Ella se rió.
– ¡Vamos, Tim! -dijo-. No te hagas el mártir. Estoy segura de que nadie te grita ni se pone de mal humor contigo con frecuencia, y eso sólo si tú te lo buscas.
– Bueno, pues así es -sonrió él-, pero mamá se pone realmente furiosa cuando empiezo a vomitar sobre todo lo que tengo cerca.
– Y no la culpo en absoluto. Yo también me pondría furiosa, así es que no te olvides de avisarme si empiezas a sentirte enfermo, y tienes que aguantarte hasta que salgas del coche. ¿Me lo prometes?
– Sí, Mary.
Pasado un rato, Mary se aclaró la garganta y volvió a hablar.
– ¿Has salido alguna vez de la ciudad, Tim? -preguntó.
Él movió la cabeza negativamente.
– ¿Por qué no?
– No lo sé. No creo que haya nada que papá y mamá quieran ver fuera de la ciudad.
– ¿Y Dawnie?
– Mi Dawnie va a todas partes; hasta ha estado en Inglaterra -repuso.
Por la manera como habló, cualquiera creería que Inglaterra estaba a la vuelta de la esquina.
– ¿Y qué hacías los días de fiesta, cuando eras pequeño?
– Siempre nos quedábamos en casa. A mamá y a papá no les gusta el campo; sólo les gusta la ciudad.
– Bien, Tim; yo vengo a mi casa de campo con frecuencia y tú siempre podrás venir conmigo. Tal vez más adelante pueda yo llevarte al desierto o a la Gran Barrera de Coral en unas vacaciones de verdad.
Pero Tim no le prestaba la menor atención, ya que estaban llegando al río Hawkesbury y el paisaje era magnífico.
– ¡Oh! ¿no es eso precioso? -exclamó él, revolviéndose en el asiento y frotándose las manos convulsivamente como lo hacía siempre que se sentía excitado o conmovido.
Mary no se percataba de nada sino de una pena súbita, una pena tan nueva y extraña que no tenía la menor idea de por qué la sentía. ¡Pobre muchacho triste! En cierto modo, los acontecimientos habían conspirado para bloquearle todo camino de expansión y para impedir su crecimiento mental. Sus padres lo cuidaban tanto como podían, pero sus vidas eran estrechas y su horizonte no iba más allá del horizonte de Sydney. Con toda justicia, ella no podía encontrar nada en su corazón para culparlos por no comprender que Tim jamás podría sacar gran cosa de la clase de vida que llevaban ellos mismos. Era que, sencillamente, jamás se les había ocurrido el preguntarse si él era realmente feliz o no ya que él era feliz. ¿Pero acaso no podría ser todavía más feliz? ¿Cómo sería Tim si lo libraran de la cadena de la rutina que ellos le imponían, si le permitieran que estirara las piernas un poco?
¡Y era algo tan difícil comprender sus propios sentimientos hacia él! Si un momento pensaba ella en él como en un niño pequeñito, al momento siguiente la magnificencia de su físico le hacía recordar que era ya un hombre hecho y derecho. ¡Y a Mary le era algo tan difícil simplemente sentir cuando había pasado tanto tiempo simplemente existiendo! No contaba con una válvula emocional propia con la cual distinguir la compasión del amor, el enojo del sentimiento de protección. Ella y Tim eran como Svengali y Trilby, extrañamente yuxtapuestos: lo que no tenía mente era lo que hipnotizaba a la mente.
Durante todas esas semanas, desde la primera vez que había visto a Tim, se había concretado a la acción, se había mantenido mentalmente fuera o a un lado, simplemente actuando. Nunca se había permitido el sentarse en el aislamiento de una contemplación íntima, porque por naturaleza no era nada dada a sondear lo que sentía ni cómo ni por qué sentía. Aun en esos momentos no lo haría ni se despegaría lo suficiente del centro de su pena para enfrentarse a la causa de ésta.
Los vecinos más cercanos a la casa de campo se encontraban a tres kilómetros de distancia pues el área todavía no estaba «desarrollada». El único camino era algo atroz, no más que un atajo en el bosque de eucaliptos; cuando llovía el polvo se levantaba en grandes e hinchadas nubes que luego descendían sobre la vegetación más cercana al camino, petrificándola en alargados esqueletos oscuros. Las zanjas, protuberancias y agujeros del camino ponían en peligro el vehículo más resistente de tal manera que eran pocas las personas que se arriesgaban a sus inconveniencias e incomodidades para tener un poco de aislamiento.
La propiedad de Mary era bastante grande para esa zona, pues tenía alrededor de diez hectáreas; la había comprado con vista al futuro, sabiendo que el crecimiento de la ciudad conduciría algún día a su desarrollo, lo cual le rendiría cuantiosos beneficios. Hasta que eso sucediera, encajaba perfectamente con su amor por la soledad.
Una senda que se internaba en el bosque indicaba el principio de las tierras de Mary; ésta hizo girar el automóvil, saliéndose del camino, y lo enfiló por la senda, la que continuó durante casi un kilómetro atravesando la hermosa vegetación aromática, virgen e incontaminada. Al final de la senda había un gran claro que, en su extremo opuesto, desembocaba en una playa diminuta; más allá, todavía salino y sujeto a las mareas, el río Hawkesbury daba vueltas y se abría paso por un imponente paisaje rocoso.
La playa de Mary no tenía más de cien metros de largo y en cada uno de sus extremos estaba flanqueada por altos farallones amarillentos.
La casita de campo era sencilla, tan sólo una estructura cuadrada con un techo de hierro corrugado y una amplia terraza abierta que rodeaba la casa por completo. Mary la había mandado pintar porque no soportaba el desorden ni la negligencia; pero el pardusco color café que había escogido no mejoraba en nada la apariencia de la casa. Dos enormes tanques de agua, de hierro galvanizado, descansaban en sendas torres en un rincón del patio posterior de la casa, frente al sendero. En el claro, los árboles pintados a intervalos ya habían crecido lo suficiente para quitarle al paisaje mucho de su desolación. Ella no había hecho ningún intento por cultivar un jardín y la maleza crecía lujuriosamente, pero a pesar de todo el sitio tenía cierto encanto difícil de definir.