Mary había gastado una buena suma de dinero en la casa de campo desde que compró la propiedad, hacía quince años. Parte de ese dinero lo había invertido en los grandes tanques de agua, pues deseaba contar con suficiente agua dulce para instalar cañerías modernas, y un equipo de electricidad para evitar el uso de linternas y el riesgo de un incendio. Mary no sentía ningún atractivo por las hogueras al aire libre, la luz de velas o los retretes fuera de la casa; pues sólo significaban trabajo adicional e inconvenientes.
A los que se aproximaban en automóvil, la casa les presentaba su peor aspecto, pero Tim estaba verdaderamente arrobado. Mary tuvo que arrancarlo del asiento con cierta dificultad y luego lo condujo por la puerta de atrás.
– Éste es tu cuarto, Tim -le dijo, mostrándole una habitación sencilla, pero espaciosa, con paredes pintadas de blanco y unos cuantos muebles; el lugar parecía más bien la celda de una monja-. Si crees que te va a gustar venir aquí, puedes ir pensando de qué color quisieras que te pinten tu cuarto y qué clase de muebles te gustarían. Luego podríamos comprarlos en la ciudad.
Tim ni siquiera pudo contestar, demasiado excitado e impresionado con la experiencia para poder asimilar ese nuevo deleite. Mary lo ayudó a desempacar su maleta y a poner sus pocas pertenencias en los cajones y estantes vacíos; luego lo tomó de la mano y lo condujo a la sala de estar.
Ése era el único sitio en el que había hecho cambios de importancia a la construcción original de la casa, la cual había tenido antiguamente una sala oscura y mal alumbrada que se extendía a todo lo largo de la terraza del frente. Mary había mandado tirar toda la pared exterior y la había reemplazado con puertas corredizas de vidrio, desde el piso hasta el techo, para que cuando el tiempo fuera bueno no hubiera nada entre la sala y el aire libre.
La vista desde ese sitio quitaba el resuello. El césped descendía suavemente hasta el borde amarillento de la arena de la pequeña playa, soleada y limpia, con el agua azul del Hawkesbury lamiendo sus bordes suavemente y, al otro lado del ancho río, los formidables acantilados, espléndidamente coronados de bosque, irguiéndose como para incrustarse en el cielo transparente. Los únicos sonidos intrusos producidos por el hombre eran los que provenían del río; el put-put de los motores fuera de borda y el chug-chug de los transbordadores de excursión, además del rugido de las lanchas rápidas remolcando a los esquiadores. Fuera de eso, los pájaros piaban y gorjeaban desde cada árbol, las cigarras ensordecían con su alboroto y el viento se quejaba dulcemente al filtrarse entre las ramas suspirantes de los árboles.
Mary nunca antes había compartido con persona alguna su retiro, pero en muchas ocasiones había ensayado la conversación imaginaria que ella y sus primeros huéspedes sostendrían. Ellos dejarían escapar exclamaciones de entusiasmo y de asombro ante la magnífica vista y harían comentarios interminables sobre todo lo que ahí había. Sin embargo, Tim no dijo nada y ella no tenía la menor idea de hasta qué punto era capaz de evaluación y comparación. Que él pensaba que todo era «encantador» era algo aparente, pero él siempre pensaba que todo lo que no lo hacía sufrir era «encantador». ¿Era Tim capaz de medir la felicidad? ¿Gozaba de algunas cosas más que de otras?
Una vez que Mary hubo desempacado sus cosas y guardado las provisiones en la cocina, le llevó a Tim su almuerzo. El muchacho habló muy poco en el transcurso de la comida, masticando concienzudamente todo lo que ella le puso enfrente. A menos que tuviera mucha hambre o estuviera excitado, sus modales en la mesa eran impecables.
– ¿Sabes nadar? -le preguntó Mary después que la ayudó a lavar los platos.
– ¡Sí! -contestó iluminándose su rostro.
– Entonces, ¿por qué no te pones tu traje de baño mientras yo termino aquí y luego nos vamos a la playa? ¿Te parece?
Tim desapareció inmediatamente, regresando tan pronto, que Mary tuvo que hacerle esperar mientras acomodaba varias cosas en la cocina. Llevando dos sillas de lona para playa, una sombrilla, toallas y otros implementos de playa, avanzaron con cierta dificultad por la arena.
Mary ya se había acomodado en su silla y había abierto su libro antes de percatarse de que Tim estaba inmóvil, mirándola fijamente, extrañado y aparentemente acongojado.
Mary cerró el libro.
– ¿Qué pasa, Tim? -preguntó-. ¿Qué hay?
El joven movió las manos en un ademán de desaliento.
– ¡Pensé que me habías dicho que íbamos a nadar!
– Nada de «íbamos» -corrigió ella con gentileza-. Quiero que nades todo lo que quieras, pero yo jamás me meto en el agua.
Tim se arrodilló junto a la silla y le puso ambas manos en un brazo, muy compungido.
– ¡Pero así no es lo mismo, Mary! -exclamó-. ¡Yo no quiero ir a nadar solo! -Gruesas lágrimas aparecieron en sus rubias pestañas, como gotas de agua en una superficie de cristal-. ¡Por favor, por favor, no me hagas que vaya solo!
Mary alargó la mano para tocarlo y luego la retiró con precipitación.
– Pero es que no tengo traje de baño, Tim. No podría meterme en el agua aunque quisiera.
Él sacudió la cabeza de atrás hacia adelante varias veces, agitándose cada vez más.
– ¡Creo que no te gusta estar conmigo, yo creo que no te gusto! Tú siempre andas vestida como si fueras a la ciudad. ¡Nunca usas «shorts» ni pantalones ni andas sin medias como mamá!
– ¡Oh, Tim!, ¿qué voy a hacer contigo? ¡Simplemente porque siempre ando bien vestida, no quiere decir que no me guste estar contigo! Yo no me siento a gusto a menos que esté bien vestida, ¡eso es todo! Y sencillamente no me gusta usar «shorts» ni pantalones ni andar sin medias.
Sin embargo, él no quiso creerle y dio vuelta la cabeza en otra dirección.
– Si te estuvieras divirtiendo -insistió tercamente-, usarías la clase de ropa que usa mamá cuando se divierte.
Hubo un silencio largo que materializaba, aunque Mary no se percató de ello, su primer duelo de voluntades. Finalmente, dejó escapar un suspiro y puso el libro sobre la arena.
– Bien -dijo-, voy adentro a ver qué puedo encontrar para ponerme. Pero me vas a prometer que no me vas a hacer travesuras cuando estemos en el agua, hundiéndome la cabeza o desapareciendo debajo de mí. No sé nadar, lo cual significa que tendrás que cuidarme todo el tiempo que esté yo en el agua. ¿Me lo prometes?
Tim era nuevamente todo sonrisas.
– ¡Te lo prometo, te lo prometo! ¡Pero no tardes, Mary; por favor, no tardes!
Aunque le dolió en el alma tener que hacerlo, Mary finalmente se puso un juego de ropa interior de algodón y, encima, uno de sus vestidos camiseros de lino gris de fin de semana, el cual recortó convenientemente con un par de tijeras. Recortó la falda para que le quedara a medio muslo, le arrancó las mangas y tijereteó el cuello hasta que quedaron descubiertos los huesos de la clavícula.
Los cortes habían sido hechos con precisión, pero no había tiempo para hacer ningún dobladillo ni para hilvanar, lo cual la irritó, poniéndola de mal humor.
Cuando caminaba a reunirse con Tim en la playa, se sentía horriblemente desnuda, con los brazos y piernas tan blancos como el vientre de un pez y sin el soporte de la faja y el portaligas. Dicha sensación nada tenía que ver con Tim pues, aunque pasara días enteros completamente a solas, ella siempre usaba toda la ropa que consideraba necesaria.
Tim, un crítico nada severo ahora que había conseguido lo que deseaba, hizo unas cabriolas delante de ella para mostrar su satisfacción.
– ¡Eso está mucho mejor, Mary! ¡Ahora podemos entrar a nadar juntos! ¡Vamos, ven conmigo!