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Mary penetró desconfiadamente en el agua, con una estremecida repulsión. Tan fastidiada como el más arisco de los gatos, hizo todo lo que pudo por seguir internándose, cuando lo que más deseaba era girar en redondo y correr hacia su cómoda y seca silla de playa. Mostrando la importante madurez de un hombre muy joven a quien le han encomendado un tesoro, Tim no la dejó avanzar más allá de donde el agua le llegaba a la cintura. El muchacho chapoteaba alrededor como una mosca pegajosa, ansioso y confuso. Sin embargo, de nada servía; se daba cuenta de que a ella no le gustaba eso en absoluto y Mary sabía que le estaba echando a perder la diversión a él. Por lo tanto, reprimió un fuerte estremecimiento de repulsión y se metió en el agua hasta el cuello, dejando escapar el aire ante el súbito choque frío, y luego una breve risa.

La risa era todo lo que él esperaba oír para empezar a juguetear alrededor de ella como una mariposa, sintiéndose tan en su elemento en el agua como cualquier pez. Se esforzaba por sonreír y batiendo las palmas de las manos en la superficie del agua, en lo que ella esperaba que fuera una buena imitación de alguien que verdaderamente está gozando de un chapuzón, Mary trataba de parecer feliz.

El agua estaba exquisitamente clara y fría y sus desarticulados pies se bamboleaban como algo blancuzco en el fondo arenoso cuando ella miraba hacia abajo, con el sol cayéndole sobre el cuello como una cálida mano amistosa. Al cabo de un rato empezó a gozar de la sensación, ligeramente punzante, del agua salada, que la estimulaba y la llenaba de gozo. El sumergirse hasta el cuello, ingrávida, en aquella frescura deliciosa, con todo el peso del sol convertido en algo inofensivo era algo especialmente maravilloso. La vulnerabilidad de su escasez de ropa se disolvió y empezó a darse el lujo de sentir su cuerpo libre de restricciones.

No obstante, no perdió por completo su buen sentido y después de unos veinte minutos de estar en el agua, llamó a Tim a su lado.

– Ya voy a salir, Tim -le dijo-, porque no estoy acostumbrada al sol. ¿Te fijas qué blanca soy y lo moreno que tú estás? Pues bien, uno de estos días voy a ponerme tan morena como tú, pero tengo que hacerlo muy poco a poco porque el sol quema la piel blanca como la mía y eso podría enfermarme. Por favor, no vayas a pensar que no me estoy divirtiendo porque sí lo estoy, pero ahora realmente debo irme a la sombra.

Tim aceptó la explicación calmadamente.

– Lo sé -contestó- porque, cuando yo era pequeño, me quemé un día de tal manera que tuvieron que llevarme al hospital. Me dolía tanto que lloraba todo el día y toda la noche y luego otra vez todo el día y toda la noche y no quiero que tú llores todo el día y toda la noche, Mary.

– Te diré lo que voy a hacer, Tim. Me sentaré debajo de la sombrilla y te estaré viendo. Te prometo que no leeré. Simplemente te miraré. ¿Está bien así?

– ¡Muy bien, muy bien, muy bien! -canturreó él, jugando a que era un submarino pero refrenándose noblemente de torpedearla.

Asegurándose de que la sombra la cubría por completo, Mary extendió su goteante cuerpo sobre la silla de lona y se secó el rostro. Del moño, en lo alto de la cabeza, escurría un hilito de agua que le corría por el espinazo produciéndole una sensación desagradable, por lo que se sacó los broches y extendió su pelo en el respaldo de la silla para que se secara. Tenía que admitir que se sentía estupendamente, casi como si el agua salada tuviera poderes medicinales. La piel le cosquilleaba, sentía los músculos flojos y los miembros pesados…

…Estaba en una de sus poco frecuentes visitas al salón de belleza y el peluquero le cepillaba rítmicamente el cabello, uno-dos-tres, uno-dos-tres, tirándoselo de raíz cada vez que el cepillo se atoraba y desenredándoselo delicadamente cuando el cepillo volvía a quedar libre y le recorría el cabello en toda su longitud. Sonriendo de placer, abrió los ojos para descubrir que no se encontraba en el salón de belleza sino reposando en una silla de playa y que el sol estaba ya tan bajo por detrás de los árboles que las sombras habían cubierto la arena por completo.

Tim estaba detrás de ella, con la cabeza inclinada sobre su rostro, jugueteando con su cabello. El pánico se apoderó de ella; de un salto se separó de él con terror inexplicable, sujetándose el cabello suelto y buscando frenéticamente en los bolsillos de su recortado vestido las horquillas. A buena distancia de él y ya casi totalmente despierta, se volvió para mirarlo con los ojos dilatados por el susto y el corazón latiéndole aceleradamente.

El muchacho seguía inmóvil en el mismo sitio, mirándola fijamente con aquellos ojos increíbles en los que había la desamparada, agónica expresión que ella sólo veía cuando Tim comprendía que había hecho algo mal, pero que no entendía qué era. Lo que él deseaba era expiar y comprender con todas sus fuerzas qué clase de pecado había cometido sin siquiera saberlo; en tales ocasiones parecía sentir su exclusión de la manera más aguda, pensaba ella, como el perro que no sabe por qué lo pateó su amo. Sin saber qué hacer, Tim sólo se retorcía las manos, y permanecía con la boca abierta.

Los brazos de ella se extendieron hacia él en un gesto de remordimiento y compasión.

– ¡Oh, querido! ¡No quise ofenderte! ¡Estaba dormida y me asustaste, eso es todo! ¡No me mires de ese modo! ¡Yo no te lastimaría por nada en el mundo; de veras, Tim! ¡Por favor, no me mires así!

El joven evitó sus manos, manteniéndose apenas fuera de su alcance porque no estaba seguro de si lo que ella decía era verdad o no, de si sólo estaba tratando de calmarlo.

– Era tan bello -explicó tímidamente-. Yo sólo quería tocarlo, Mary…

Mary se le quedó mirando, asombrada. ¿Había dicho él «bello»? ¡Sí, lo había dicho! Y lo había dicho como si realmente supiera lo que esa palabra significaba, como si comprendiera que era diferente de «bonito» o «bueno», o «súper» o «fantástico» o «hermoso» en cierto grado, siendo esos los únicos adjetivos de encomio que le había oído. ¡Tim estaba aprendiendo! Estaba absorbiendo ya un poco de la manera de hablar de ella y lo interpretaba correctamente.

Mary se rió, llena de ternura, y avanzó decididamente hacia él, tomándolo de las renuentes manos y reteniendo éstas con firmeza.

– ¡Bendito seas, Tim -dijo-; me gustas más que cualquier otra persona que conozca! No te enojes conmigo; no quise lastimarte. De veras; no fue ésa mi intención.

La sonrisa del muchacho volvió a aparecer como un sol y la pena se extinguió en sus ojos.

– Tú también me gustas, Mary; me gustas más que nadie, excepto papá, mamá y mi Dawnie -hizo una pausa y luego añadió reflexivamente-: Realmente, creo que me gustas más que mi Dawnie.

¡Ahí estaba otra vez! ¡Había dicho «realmente», del mismo modo como ella a veces lo decía! Por supuesto, hasta cierto grado, estaba simplemente repitiendo palabras como un loro, pero no por completo; había cierta seguridad en la manera como usaba las palabras.

– Vamos, Tim -le urgió ella-. Vamos adentro antes de que empiece a hacer frío. Cuando el aire nocturno empieza a soplar del mar, enfría todo muy aprisa hasta en lo más cálido del verano. ¿Qué te gustaría cenar?

Tras cenar y después que lavaron y guardaron los platos, Mary sentó a Tim en un cómodo sillón y empezó a inspeccionar sus discos.

– ¿Te gusta la música, Tim?

– A veces -contestó el joven con cautela, torciendo el cuello para mirarla mejor cuando Mary se puso de pie a su lado.

¿Qué podría gustarle a él? En realidad, la casa de campo estaba mejor equipada con la clase de música que a ella le gustaba que la casa de Artarmon, ya que se había traído sus viejos discos favoritos. El Bolero de Ravel, el Ave María de Gounod, el Largo de Händel, la marcha de Aída, la Cuerda Perdida de Sullivan, la Rapsodia Sueca, Finlandia de Sibelius, melodías de Gilbert y Sullivan, Pompa y Circunstancia de Elgar; todas ellas estaban ahí con docenas de otras selecciones igualmente ricas en ritmo y en melodía. Lo probaremos con algo de esto, pensó; a él no le importa si es vulgar, así que veamos qué es lo que pasa.