Arrobado, Tim se mantuvo sentado, transido y casi físicamente inmerso en la música. Mary había estado leyendo algo acerca de los retrasados mentales y, mientras lo contemplaba, recordó que muchas personas retardadas mostraban una verdadera pasión por la música de alto nivel y complejidad. Viendo ese vívido y ansioso rostro reflejar cada cambio de ritmo, su corazón penaba por él. ¡Qué hermoso era; qué hermoso!
Hacia la medianoche el viento que llegaba desde el río, procedente del mar, se volvió todavía más frío, irrumpiendo por las abiertas puertas vidrieras de tal modo que Mary tuvo que cerrarlas inmediatamente. Tim se había ido a acostar alrededor de las diez, cansado por la excitación y el haber nadado gran parte de la tarde. De pronto, a Mary se le vino a la mente que tal vez estuviera pasando frío por lo que rebuscó en el armario del pasillo y sacó un edredón para echárselo encima.
Una pequeña lámpara de petróleo ardía tenuemente sobre la cama. Tim le había confiado, con cierta vergüenza, que le daba miedo la oscuridad, y le había preguntado si no habría una lucecita que él pudiera tener cerca. Avanzando silenciosamente con el edredón apretado contra el cuerpo para que no fuera a derribar algo que hiciera ruido, Mary se acercó a la angosta cama.
Tim yacía todo encogido, tal vez porque empezaba a sentir frío, con los brazos cruzados sobre el pecho y las rodillas dobladas. Los cobertores se habían deslizado en parte hacia el suelo, destapándole la espalda, la cual tenía en dirección a la ventana.
Mary lo contempló atónita mientras se frotaba las manos dentro de los pliegues del edredón. El rostro dormido tenía una expresión de paz profunda; las pestañas, como de cristal, caían en abanico sobre los planos de las mejillas y la desordenada masa de pelo dorado formaba rulos sobre el cráneo de forma exquisita. Tenía los labios entreabiertos, y la expresión triste de su sonrisa le daba un aspecto de Pierrot, y su pecho se henchía y se abatía en forma tan imperceptible que por un momento a ella se le figuró que estaba muerto.
Cuánto tiempo estuvo contemplándolo en silencio jamás lo supo, pero al fin se estremeció y, recapacitando, desdobló el edredón. No trató de arroparlo con las mantas y se contentó con alinear éstas en la cama y acomodarlas, echándole luego el edredón sobre los hombros alisándolo un poco. Tim suspiró y se movió recreándose en el calor, pero en cuestión de un momento había vuelto al mundo de los sueños. ¿En qué soñaba un joven retrasado mental?, se preguntó ella: ¿deambulaba en sus vagabundeos nocturnos tan impedido como lo estaba despierto, u ocurría un milagro que lo liberaba de sus cadenas? No había manera de saberlo.
Al salir del cuarto, a Mary se le hizo la casa insufrible. Cerrando con todo cuidado las puertas de vidrio, cruzó la terraza y descendió por los escalones internándose en el sendero que conducía a la playa. Los árboles se agitaban inquietos en el puño del viento, el búho decía «¡mopok, mopok!» posado, con sus redondos ojos de lechuza parpadeando desde la imprecisa oscuridad, en una rama baja que se inclinaba sobre el sendero. Mary miró al pájaro sin verlo verdaderamente y al momento siguiente chocó con algo suave y pegajoso. Cuando la cosa se le adhirió al rostro, ella dejó escapar un gemido de miedo hasta que se dio cuenta de que era una telaraña. Se tanteó por todas partes cuidadosamente ante el pensamiento de que la dueña de la telaraña le anduviera en el cuerpo, pero sus manos no encontraron otra cosa que los pliegues de su vestido.
Los bordes de la playa estaban cubiertos de ramas muertas y Mary empezó a juntarlas, formando un montón en el hueco de sus brazos, hasta que tuvo las suficientes; luego las colocó sobre la arena, cerca de una piedra grande, y con un fósforo les prendió fuego. La fría brisa marina que soplaba por las noches era el regalo de Dios a la costa oriental, pero se mostraba implacable con el cuerpo humano, sofocante durante todo el día y helada y penetrante por la noche. Podía haber regresado a la casa para ponerse un suéter, pero había algo extremadamente amistoso en una hoguera al aire libre y Mary necesitaba consuelo desesperadamente. Una vez que las ramas empezaron a crepitar bajo las llamas, Mary se sentó en una piedra y extendió las manos para calentárselas.
Balanceándose acompasadamente hacia atrás y hacia adelante, suspendida de la copa de un árbol cercano, una zarigüeya la miraba fijamente con sus astutos ojos desmesurados, alerta la pequeña cara redonda. ¡Qué criatura tan extraña la que estaba ahí, agazapada ante aquella cosa luminosa que él sólo conocía como algo peligroso, con la luz lanzando sombras grotescas que a cada instante cambiaban de forma! Luego, la pequeña bestia bostezó, arrancó un níspero de la rama que pendía por encima de ella y empezó a masticarlo ruidosamente. Ella no era nada de temer, tan sólo una mujer agachada, con el rostro contraído por la pena, ni joven, ni bonita, ni atrayente.
Mucho tiempo atrás, reflexionó Mary, el dolor había sido parte de su vida; con el mentón en la mano, se quedó mirando el fuego y su pensamiento voló hacia la época en que era una niña de corta edad en el dormitorio de un orfanato, lloriqueando a solas antes de dormirse. ¡Qué soledad la de entonces! Había sido tan intensa, que había habido veces en que ella había deseado que le llegara la amistosa ignorancia de la muerte. La gente decía que la mente de un niño no podía comprender ni desear la muerte; pero Mary sí podía; para ella no había recuerdos de un hogar, de unos brazos amorosos, de unos labios que le hubieran dicho cuánto la querían. Su desolación había sido completa, como una pérdida no reconocida pues no podía anhelar algo que nunca había conocido. En ocasiones había pensado que su infelicidad tenía sus raíces en su falta de atractivos, en el dolor que sentía cuando su idolatrada monja, la hermana Thomas, la dejaba, como de costumbre, por alguna otra niña más bonita o más atractiva.
Sin embargo, si sus genes no la habían dotado de ningún encanto personal, habían traído consigo la clave de la fortaleza. Mary se había disciplinado mientras crecía hasta el punto de que, cuando llegó a los catorce años y con ellos el momento de abandonar el orfanato, había aprendido a subyugar y a triturar la infelicidad. Después de eso, había dejado de sentir a nivel humano, emocional, contentándose con el placer que le producía el hacer bien su trabajo y ver cómo sus ahorros se multiplicaban. No había sido exactamente un placer vacío, pero tampoco la había ablandado ni le había infundido ningún calor. No, su vida no había estado vacía o falta de estímulos, pero había sido totalmente privada de amor.
No habiendo experimentado nunca las conmociones del impulso maternal o la urgencia de procurarse un compañero, Mary no era capaz de medir la calidad del amor que sentía por Tim. En realidad, ni siquiera sabía si lo que sentía por Tim podía llamársele propiamente amor. Sencillamente, el muchacho se había convertido en el sentido de su vida. En cada momento del día, estaba consciente de la existencia de Tim; venía a su mente mil veces al día y, si pensaba en Tim, se sorprendía sonriendo o sintiendo algo que sólo podría llamarse pena. Era casi como si él viviera dentro de su mente como una entidad completamente distinta de su ser real.
Cuando se sentaba en la sala tenuemente iluminada, escuchando la obsesiva melodía de algún violín, mentalmente anhelaba algo que le era desconocido, aun cuando tratara de refrenar sus sentimientos; pero cuando se sentaba en la misma sala mirando a Tim, no había ya nada que buscar porque todo lo que alguna vez hubiera deseado estaba encarnado en él. Si se había hecho ilusiones respecto a él en las pocas horas que transcurrieron entre la primera vez que lo vio y el momento en que se percató de que era un retrasado mental, una vez descubierta la verdad había cesado de esperar de Tim algo más que el solo hecho de su existencia. Tim la arrobaba por completo; ésa era la única palabra que podía ocurrírsele para expresar medianamente lo que experimentaba.