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Todos los apetitos y anhelos de sus años de mujer habían sido despiadadamente suprimidos y nunca habían cobrado preponderancia en su interior porque siempre había tenido especial cuidado en evitar cualquier situación que pudiera estimularlos a florecer. Si descubría que un hombre le era atractivo, concienzudamente lo ignoraba; si la risa de un niño empezaba a metérsele en el corazón, se aseguraba de no volver a ver nunca a ese niño. Evitaba el lado físico de su naturaleza como a la peste, lo encerraba en algún oscuro y olvidado rincón de su mente y se negaba a aceptar que existiera. Evita los problemas, le habían dicho las monjas del orfanato, y Mary Horton los había evitado.

Desde el principio, la belleza y desamparo de Tim la habían desarmado: Mary había sufrido veintinueve años de soledad. Era como si el muchacho genuinamente la necesitara, como si pudiera ver en ella algo que ella misma no veía. Nadie la había preferido jamás por encima de algún otro, nadie sino Tim. ¿Qué habría en su seca y práctica personalidad que Tim encontrara tan fascinante? La responsabilidad era algo terrible y muy difícil de manejar para alguien completamente ignorante en cuanto a emociones. Tim tenía madre, así es que no era eso lo que buscaba; y era demasiado niño y ella demasiado solterona para que fuera algo sexual. Debía haber muchas, muchas personas en su vida que habían sido crueles con él, pero debía haber también muchas, muchas personas que eran buenas y hasta bondadosas. A nadie con la naturaleza y aspecto de Tim le faltaría nunca amor. ¿Por qué, entonces, él la prefería?

El fuego se estaba apagando. Mary se levantó para ir a buscar más ramas, pero luego decidió no revivirlo. Tomó asiento nuevamente y se quedó otro rato largo contemplando las agonizantes lucecitas de las brasas, con la mirada perdida. Un gusano asomó la cabeza fuera de la arena y se quedó mirándola; el calor del fuego se estaba extendiendo lentamente por debajo del suelo y obligaba a cientos de sus diminutos habitantes a huir o a achicharrarse. Sin percatarse de los estragos que las brasas estaban ocasionando, Mary las apagó con arena en vez de agua, lo cual era algo seguro como medida de precaución, pero nada refrescante para la arena o para sus inquilinos.

10

Durante todo el verano Mary siguió llevándose a Tim con ella cuando iba a Gosford. Poco antes de que llegara abril y, con él, el otoño, el padre y la madre de Tim ya la conocían bien, aunque sólo por teléfono. Mary nunca había invitado a Ron y a Es Melville a Artarmon y ellos no habían querido pedirle que los visitara. A ninguno de los cuatro miembros de la familia se le había ocurrido preguntarse si todos se habían hecho la misma idea de Mary Horton.

– Estoy pensando en pasar las vacaciones en la Gran Barrera este invierno, tal vez en julio o en agosto, y me encantaría llevarme a Tim conmigo si es que a ustedes les parece bien -le dijo Mary a Ron Melville un domingo en la noche.

– ¡Por Dios, señorita Horton, es usted demasiado buena con Tim! Puede ir con usted, de acuerdo, pero con la condición de que él pague su pasaje.

– Si usted lo quiere así, señor Melville, por mi parte no hay objeción alguna, pero le aseguro que nada me gustaría más que llevarme a Tim como mi huésped.

– Es mucha amabilidad de su parte, señorita Horton, pero creo que Tim se sentirá mejor si paga su propio pasaje. Podemos permitírnoslo. Nosotros mismos lo hubiéramos llevado si se nos hubiera ocurrido, pero, no sé por qué, Es y yo nunca hemos salido de Sydney más allá de Avalon o Wattamolla.

– Lo comprendo muy bien, señor Melville. Adiós.

Ron colgó el auricular, se metió los pulgares en el cinturón y entró en la sala silbando.

– ¡Oye, Es, la señorita Horton quiere llevarse a Tim a la Gran Barrera con ella en julio o en agosto! -anunció mientras se estiraba cómodamente en el sofá con los pies más altos que la cabeza.

– Es muy buena con él -dijo Es.

Pocos minutos después, el clip-clop de unos tacones altos resonó bajo la ventana, seguido del ruido de la puerta de atrás al ser cerrada de un golpe. Una joven entró en la habitación, les hizo una seña con la cabeza y se sentó dejando escapar un suspiro y sacándose los zapatos. Era al mismo tiempo parecida a Tim y diferente a él; la estatura y el pelo rubio estaban ahí, pero le faltaba la absoluta perfección de su figura, y sus ojos eran castaños.

– Creo que por fin pude echarle la vista encima a la elusiva señorita Horton -murmuró a través de un bostezo, acercando una otomana lo suficientemente cerca como para apoyar los pies en ella.

Es dejó de tejer.

– ¿Y cómo es la señora? -preguntó.

– No pude verla con todo detalle, pero es más bien bajita de estatura, su pelo es plateado, con un moño en la nuca, y parece una típica solterona. Unos sesenta y cinco años, diría yo, aunque realmente no pude verle la cara. ¡Pero qué coche, amigos! ¡Un Bentley grande, color negro, más o menos como los coches en los que aparece la reina Isabel! Yo diría que tiene dinero para tirar para arriba.

– Yo no sé nada de eso, pero supongo que debe estar en muy buenas condiciones para ser dueña de todas esas propiedades.

– ¡Claro! Me pregunto qué es lo que ve ella en Tim. A veces eso me preocupa… Y él está tan encariñado con ella…

– ¡Oh, Dawnie, todo está bien! -repuso Es-. Te estás volviendo muy quisquillosa acerca de Tim y la señorita Horton.

– ¿Qué quieres decir con eso de que me estoy volviendo quisquillosa? -exigió Dawnie en tono áspero-. ¡Al diablo, es mi hermano!, ¿o no? No me gusta esa nueva amistad y eso es todo. ¿Qué es lo que realmente sabemos acerca de la señorita Mary Horton?

– Sabemos todo lo que hay que saber, Dawnie -dijo Es pacientemente-. Ella es muy buena con Tim.

– ¡Pero él está tan fascinado con ella, mamá! ¡Todo se le va en Mary esto y Mary lo otro de tal modo que hay veces que me dan ganas de estrangularlo!

– ¡Oh, vamos, Dawnie!, ¿ahora te has vuelto espía? A mí me parece que estás celosa -repuso Es.

Ron frunció las cejas y miró a su hija.

– ¿Con quién saliste esta noche, linda? -preguntó, cambiando el tema.

El mal humor de la joven desapareció al instante cuando sus ojos vivarachos, llenos de inteligencia, parecieron reírse en su dirección.

– Con el director-gerente de una firma internacional de medicamentos -dijo-. Pienso incorporarme a la industria.

– ¡Por Dios! Me imagino que es la maldita industria la que está pensando en incorporarse en ti. ¿Cómo puedes mantener en un hilo a tantos tipos, Dawnie? ¿Qué es lo que ven en ti?

– ¿Cómo voy a saberlo? -bostezó y luego inclinó la cabeza en un gesto de atención-. Aquí viene Tim -anunció.

Un momento después, entró, cansado y feliz.

– ¡Buen día, compañero! -lo recibió su padre alegremente-. ¿Tuviste un buen fin de semana?

– Extrabueno, papá. Estamos poniendo macizos de flores en todo el derredor de la casa y vamos a construir una parrilla para carne asada en la casa de la playa.

– Según eso, vas a hacer que esa casa parezca como de revista. ¿No es así, Es?

Pero Es no le contestó; en vez de eso se enderezó súbitamente, tomando a su marido del brazo.

– Oye, Ron -dijo-, ¿cómo pudo la señorita Horton hablar contigo por teléfono y estar aquí afuera para dejar a Tim un minuto después?

– ¡Que me apaleen! Tim, ¿nos telefoneó la señorita Horton hace unos cuantos minutos, antes de que te dejara?

– Sí, papá. Tiene un teléfono en su coche.

– ¡Ésa sí que es buena! Eso me suena un poco como darse aires conmigo.