– ¡Es que tiene que tener teléfono en su coche! -repuso Tim indignado-. Me dijo que su jefe, el señor Johnson, a veces necesita hablarle con urgencia.
– ¿Y no pudo entrar un minuto a hablar con nosotros personalmente si estaba casi aquí fuera? -rezongó Dawnie.
Las cejas de Tim se fruncieron.
– No lo sé, Dawnie -dijo-. Creo que debe ser un poco tímida, como tú dices que soy yo.
Ron lo miró, intrigado, pero no dijo nada sino hasta que Tim se fue a dormir. Retirando las piernas de encima del sofá, giró sobre sí mismo hasta quedar sentado de tal modo que podía ver cómodamente a su mujer y a su hija.
– No sé si me estoy imaginando cosas, pero, ¿no habéis notado que Tim está mejorando un poquito? El otro día me llamó la atención cuando dijo una palabra más elegante que las que él usa; menos vulgar, diríamos.
– Sí -confirmó Es-, yo ya lo había notado.
– También yo, papá. Al parecer, la señorita Horton ocupa algo de su tiempo enseñando a Tim.
– ¡Bendita sea y ojalá le vaya bien! -exclamó Es-. Yo nunca tuve la paciencia necesaria y tampoco la tuvieron los maestros en la escuela, pero yo siempre sostuve que Tim tiene talento para aprender.
– ¡Oh, mamá, vamos! -replicó Dawnie-. ¡Ahora vas a querer que empecemos a llamarla Santa Mary!
La joven se levantó con brusquedad.
– ¡Y ya que no encontráis un mejor tema de conversación que la influencia de esa mujer sobre Tim -estalló-, mejor me voy a dormir!
Ron y Es quedaron mirándose asombrados el uno al otro.
– ¿Sabes, Ron? -comentó Es al fin-. Creo que Dawnie está un poquito celosa de la señorita Horton.
– ¿Pero por qué diablos habría de estar celosa?
– Eso no lo sé, querido. Las mujeres somos a veces verdaderamente posesivas. Me parece que Dawnie está enfurruñada porque Tim ya no le hace tantas fiestas como antes.
– ¡Pero es que debería gustarle! Siempre se quejaba de que Tim no la dejaba en paz y, además, mientras más crece, más independiente se vuelve.
– Pero es humana, amor; ella no ve las cosas como tú. Y es como el perro del hortelano.
– Bien, tendrá que aflojar un poco, eso es todo. A mí me gusta mucho que Tim ande con la señorita Horton en lugar de estar aquí estorbando, en espera de que Dawnie llegue.
Al día siguiente, Ron, como siempre, se encontró con su hijo en el «Seaside» y, juntos, se encaminaron a casa bajo la oscuridad que se acentuaba porque los días se iban haciendo más cortos.
Cuando ¡legaron a la puerta de atrás, Es los estaba esperando con una expresión peculiar en el rostro. En la mano tenía un libro con ilustraciones de color, que agitó alborozadamente en la cara del muchacho.
– ¿Tim, mi amor, es tuyo esto? -inquirió, con los ojos brillantes.
Tim le echó una mirada rápida al libro y sonrió como si recordara algo agradable.
– Sí, mamá -repuso-. Mary me lo dio.
Ron tomó el libro, le dio vueltas y miró el título.
– El gatito que se imaginó que era un ratón -leyó en voz alta.
– Mary me está enseñando a leer -explicó Tim, sin saber por qué era el alboroto.
– ¿Y ya puedes leer algo?
– Un poquito. Es muy, muy difícil, pero no tanto como escribir. Pero Mary no se enoja cuando se me olvida.
– ¿Te está enseñando a escribir, compañero? -preguntó Ron, casi sin poder creerlo.
– Sí. Ella me escribe una palabra y yo la copio, tratando de hacerla igual. Todavía no puedo escribir ninguna palabra yo solo -al decir eso se le salió un suspiro-. Es mucho más difícil que leer.
Dawnie llegaba a casa en esos momentos, hirviendo de excitación, con las palabras en la punta de la lengua, pero por primera vez en su vida se encontró con que tenía que esperar su turno después de Tim; sus padres ni siquiera se molestaron en preguntarle por qué estaba tan excitada, y diciéndole «¡Ssssh!» le indicaron que se incorporara al grupo.
Tim leyó una página a la mitad del libro sin detenerse mucho a pensar las palabras o las letras y, cuando terminó, ellos gritaron y aplaudieron, le golpearon suavemente la espalda y le alborotaron el pelo. Inflado el pecho como una paloma buchona, se dirigió, pavoneándose, a su cuarto, llevando el libro reverentemente en las manos y sonriendo ampliamente; en toda su vida nunca había conocido un momento tan supremo. Tim los había puesto contentos, realmente les había gustado lo que había hecho y les había hecho sentirse orgullosos de él del mismo modo que estaban orgullosos de Dawnie.
Después que Tim se fue a acostar, Es alzó la cabeza de su interminable labor.
– ¿Te caería bien una taza de té, querido? -le preguntó a Ron.
– Eso me suena como una idea excelente, mujer. Vamos, Dawnie; vamos a la cocina. Acompáñanos como una buena niña, ¿eh? Has estado muy callada toda la noche.
– Hay un poco de pastel de frutas con helado de naranja o un bizcochuelo con crema que compré esta misma tarde -anunció Es, poniendo tazas y platos en la mesa-. ¿Qué preferís?
– Bizcochuelo -dijeron, al unísono, Ron y Dawnie.
En el aire había una deliciosa frescura pues ya eran los últimos días de abril y lo peor del calor había pasado. Ron se levantó y cerró la puerta de atrás, luego persiguió a una enorme polilla con un periódico enrollado hasta que la sorprendió golpeándose en vano contra la pantalla de la lámpara. El insecto cayó al suelo en medio de una leve lluvia de polvo dorado.
– ¡Gracias, papá! -suspiró Dawnie, aflojándose-. No puedo soportar esas malditas cosas, volándome en la cara. Siempre me imagino que se me van a meter en el pelo o algo así.
Ron sonrió.
– ¡Vaya con las mujeres! Siempre les asusta todo lo que vuela o se arrastra. -Tomó una buena rebanada de pastel y se la llevó a la boca.- ¿Qué sucede, Dawnie? -pudo decir con la boca llena, limpiándose la crema alrededor de la nariz.
– ¡Nada, nada! -se defendió ella con ardor, partiendo su pedazo de pastel y llevándose a la boca, con toda delicadeza, un pequeño trozo en la punta del tenedor.
– ¡Vamos, mi niña, nunca podrás engañar a tu viejo! -repuso él, hablando ya con mayor claridad-. ¡Desembucha! ¿Qué te pasa?
Dawnie dejó el tenedor sobre la mesa, frunció las cejas y luego levantó hacia él sus ojos llenos de luz. Al mirarlo, éstos cobraron una tierna luminosidad, porque la muchacha le tenía un gran cariño a su padre.
– Si queréis saber los detalles feos primero -empezó-, os diré que estoy avergonzada de mí misma. Yo me moría por daros la noticia cuando llegué, esta noche, y cuando me encontré con que Tim era el centro de la atención, me enfadé un poco. Como sabéis, eso me fastidia. ¡El pobre muchachito! Toda su vida ha quedado detrás de mí y ahora, cuando tenía algo que mostrarnos, que nos hizo enorgullecernos de él, me pongo de mal humor porque me roba el espectáculo.
Es estiró la mano y palmeó a su hija en el brazo.
– Ya no pienses en eso, querida -le dijo-. Tim no se dio cuenta de nada y eso es lo que importa, ¿o no es así? Tú eres una buena chica, Dawnie, con el corazón donde debe estar.
Dawnie sonrió y, de pronto, su parecido con Tim quedó al descubierto. Así era fácil comprender por qué tenía tantos pretendientes.
– Gracias, mamá. Verdaderamente eres un apoyo. Siempre tienes algo lindo o consolador que decir.
– Excepto cuando la emprende conmigo -dijo Ron con una sonrisa-. Entonces sí que eres brava, ¿o no, Es?
– ¿Y qué más puede esperar un borrachín como tú?
Todos se rieron. Es sirvió el té sobre la leche que había en el fondo de cada taza, un té tan fuerte y tan negro como si fuera café. La bebida quedó de un color café oscuro y opaca por la leche; los tres se sirvieron azúcar con largueza y tomaron el caliente líquido a grandes tragos.
Sólo cuando Es les sirvió una segunda taza, reanudaron la conversación.
– ¿Y qué era lo que querías decirnos, Dawnie? -le preguntó su madre a la muchacha.