Выбрать главу

Algo le sucedía, pues no era el de siempre. Frunciendo el entrecejo, Mary lo observó atentamente mientras él terminaba de sacar las plantas del maletero. Mary no pensaba que su problema fuera físico pues su piel se veía del dorado tono saludable de siempre y tenía los ojos claros y brillantes. Al parecer, lo que le estaba preocupando era algo que caía dentro de su esfera personal, aunque Mary dudaba que fuera algo que tuviera que ver con ella, a menos, por supuesto, que sus padres hubieran dicho algo de ella que lo hubiera trastornado o inquietado. ¡Pero, con toda seguridad, no era nada de eso! Hacía unas noches, había estado hablando un buen rato con Ron Melville y él estaba lleno de entusiasmo ante los progresos de Tim en la lectura y en los números.

– ¡Es que es usted tan buena con él, señorita Horton! -le había dicho Ron-. Cualquier cosa que haga, no lo considere usted tiempo perdido. ¡Ojalá él la hubiera conocido a usted mucho antes! Se lo digo de veras.

Almorzaron en silencio y luego se dirigieron al jardín con el problema de Tim, fuera éste el que fuese, aún sin mencionar. El muchacho se lo comunicaría a su tiempo; tal vez fuera mejor si ella actuaba como si nada hubiese pasado y le pedía que la ayudara a plantar las nuevas adquisiciones. El fin de semana anterior se habían divertido bastante en el jardín, discutiendo sobre si debían plantar todo un macizo de alhelíes o si era preferible mezclar con ellos espuelas de caballero y dragoncillos. Él no sabía el nombre de ninguna de las flores, así es que ella había sacado sus libros y le había mostrado dibujos de las mismas; Tim se había aprendido los nombres lleno de regocijo y, mientras trabajaba, había seguido repitiéndolos en voz baja una y otra vez.

Trabajaron en silencio toda la tarde hasta que las sombras empezaron a alargarse y la brisa del mar empezó a soplar presagiando la noche.

– Hagamos un fuego en la parrilla y comamos en la playa -sugirió Mary desesperadamente-. Podremos nadar mientras la parrilla se calienta lo suficiente para cocinar, y luego haremos una hoguera en la playa para secarnos y para que nos caliente mientras comemos. ¿Qué te parece, Tim?

– Me parece muy bien, Mary -dijo Tim tratando de esbozar una sonrisa.

Ya por entonces, Mary había aprendido a gozar del agua y hasta podía nadar unas cuantas brazadas, las suficientes, por lo menos, para aventurarse hasta donde a Tim le gustaba retozar. Se había comprado un traje de baño de gro negro con una falda bastante larga en aras de la modestia, y Tim había opinado que el traje era precioso. Su piel se había bronceado un poco, ahora que ella la exponía al sol, y su aspecto físico había mejorado mucho, se veía más joven y saludable.

Tim no fue el impetuoso de siempre una vez que estuvieron en el agua; se limitó a nadar en silencio, olvidando sumergirse para torpedearla y en cuanto ella sugirió que salieran a la playa él la siguió al instante. Por lo común, el sacarlo del agua iba precedido de toda una batalla porque era capaz de estarse en ella hasta medianoche si lo dejaban.

Mary había traído pequeñas chuletas de carnero y gruesas salchichas para tostarlas al fuego, dos de las cosas que a él más le gustaban, pero mordisqueó desanimadamente una chuleta sin reducirla gran cosa de tamaño y luego hizo a un lado su plato suspirando y sacudiendo la cabeza tristemente.

– No tengo hambre, Mary -musitó.

Se sentaron lado a lado en una toalla, frente a la hoguera, calentándose cómodamente a pesar del embate del viento de invierno. El sol se había puesto y el mundo estaba en esa etapa semioscura en la que todo parece desangrado de su brillo natural aunque todavía no ha oscurecido hasta el negro, el blanco o el gris. Por encima de ellos, en el claro y vasto cielo, la estrella de la tarde refulgía contra un horizonte de un tono verde manzana y unas cuantas estrellas de primera magnitud luchaban por imponerse a la media luz, apareciendo y desapareciendo a intervalos. Los pájaros piaban y chillaban por todas partes, preparándose a pasar la noche entre quejumbrosas peleas, y los matorrales se habían llenado de misteriosos chillidos y murmullos.

Por lo común, Mary nunca se percataba de tales cosas y siempre había sido indiferente al mundo que la rodeaba, excepto cuando éste irrumpía en su vida, pero ahora se daba cuenta de qué atenta estaba a todo lo que la rodeaba, al cielo y a la tierra y al agua, a sus animales y a sus plantas, y todo le parecía bello y maravilloso. Tim era quien le había enseñado eso, desde el momento en que le había mostrado la cigarra maestro de coro de la adelfa. Él siempre acudía a ella para mostrarle algún pequeño tesoro natural que hubiera descubierto, así fuera una araña, una orquídea silvestre o algún animalito peludo, y Mary había aprendido a no saltar, con un gesto de repugnancia, sino a contemplarlos, como él lo hacía, por lo que eran, perfectos y parte tan funcional del planeta Tierra como lo era ella misma, si no más, porque a veces lo que Tim traía era algo verdaderamente raro.

Preocupada e intranquila, Mary se removió en la toalla hasta que quedó sentada mirando el perfil del muchacho que se destacaba contra el borde perlado del cielo. La mejilla que estaba más cerca de ella estaba tenuamente delineada, el ojo, invisible en su oscurecida cuenca, la boca con su rictus más triste. Luego, Tim se movió ligeramente y lo poco que quedaba de luz se juntó sobre sus pestañas en una línea de gotas minúsculas que brillaban y resbalaban hacia abajo por la mejilla.

– ¡Oh, Tim! -gritó ella, abrazándolo-. ¡No llores, mi querido niño, no llores! ¿Qué es, qué te pasa? ¿No puedes decírmelo, siendo tan buenos amigos como somos?

Mary recordó que Ron le había dicho que Tim acostumbraba llorar mucho y como un niño pequeño, con hipos y berridos, pero que en los últimos tiempos había dejado de hacerlo. En las raras ocasiones en las que había vertido lágrimas, había llorado más como un adulto, según Ron, calladamente y para sí mismo. Precisamente de la manera como está llorando ahora, pensó ella, preguntándose cuántas veces habría llorado ese día sin que ella lo notara, cuando no estaba cerca de él o cuando se encontraba demasiado ocupada para prestarle atención.

Demasiado turbada para juzgar la prudencia de su propia conducta, le puso una mano en un brazo y lo acarició suavemente, tratando de calmarlo lo mejor que podía. Tim se volvió hacia ella al instante, y antes de que pudiera hacer movimiento alguno, reclinó la cabeza en su pecho y se apretó contra ella como un animalito en busca de un lugar donde ocultarse, con las manos cerrándose en sus costados. Los brazos de Mary parecieron encontrar un lugar de reposo natural en la espalda de Tim y ella inclinó la cabeza hasta que su mejilla descansó en la cabeza del muchacho.

– No llores, Tim -murmuró, alisándole el cabello hacia atrás y besándole la frente.

Mary se afirmó en los talones, acunándolo en los brazos, con todo lo demás olvidado, excepto la realidad de poder impartirle consuelo. Él la necesitaba, se había vuelto hacia ella y ocultando el rostro como si pensara que tenía poderes para protegerlo del mundo. Nada podía haberla preparado para ese momento; nunca soñó que la vida pudiera darle un instante tan infinitamente dulce, tan agobiado de dolor. Bajo su mano, la espalda de él estaba fría y resbaladiza como el satén; la mejilla sin afeitar, que descansaba precisamente sobre sus senos, le raspaba la piel como lija fina.

Torpemente y con cierto recelo al principio, Mary lo atrajo más hacia sí, pasándole un brazo suave pero firmemente por la espalda, con el otro protegiéndole la cabeza y sus dedos hundiéndose en su espesa cabellera, ligeramente salina. Los cuarenta y tres años huecos y sin amor de su vida quedaron cancelados, fuera de la existencia, y pagados en ese minúsculo espacio de tiempo. Con esto al final, esos años ya no importaban, y si fuera a haber cuarenta y tres años igualmente vacíos que soportar, tampoco podrían importar. No en ese momento.