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– ¡Dios te bendiga, mamá, no sé qué haría sin ti! Se supone que yo soy la más inteligente de los Melville, pero a veces tengo la curiosa sensación de que los inteligentes sois tú y papá. ¿Cómo lo hacéis para ser así?

– Ni yo hice nada, querida, ni lo hizo tu padre. La vida es la que nos hace prudentes, mientras más vivimos. Cuando tus hijos sean grandes como tú lo eres ahora, vas a ser tú la que los deslumbre. Para entonces yo ya estaré haciendo crecer las margaritas.

A final de cuentas, Ron telefoneó a Mary Horton y le pidió que resolviera la cuestión de si a Tim debería permitírsele asistir a la boda. Aunque nunca se habían visto y él comprendía que la señorita Horton pertenecía más al círculo de los Harrington-Smythe que al de los Melville, Ron se sentía en cierto modo más en confianza con ella; la señorita Horton comprendería el dilema en que se encontraba y ofrecería una solución razonable.

– Es un mal negocio, señorita Horton -dijo, respirando ruidosamente en el receptor-. Los Harrington-Smythe no están nada contentos con la elección que hizo su precioso hijo y, honradamente, yo no puedo culparlos. Ellos temen que mi muchacha no encaje en su medio y, si no fuera porque Dawnie es tan endiabladamente lista, a mí también me preocuparía eso. Como están las cosas, creo que ella aprenderá más aprisa de lo que ellos puedan creer y nadie tendrá jamás motivo de vergüenza por algo que ella diga o haga.

– Yo no conozco a Dawnie personalmente, señor Melville -contestó Mary en tono comprensivo-, pero por lo que he oído, estoy segura de que tiene usted razón. Yo no me preocuparía por ella.

– ¡Ah! Si no estoy preocupado -repuso él-. Dawnie tiene todo lo que necesita para ese negocio y saldrá adelante. Es Tim el que me tiene preocupado.

– ¿Tim? ¿Y por qué?

– Bueno… él es… ¿cómo diríamos?… diferente. Jamás crecerá como debe ser y él no sabe cuándo comete una equivocación; no puede aprender nada cuando las comete. ¿Qué va a pasar con el pobre infeliz cuando le faltemos?

– Yo pienso que ustedes han hecho un trabajo espléndido con Tim -dijo Mary, con la garganta apretada sin saber por qué-. Lo han criado de tal modo que es sorprendente lo independiente y autosuficiente que es.

– ¡Bueno, eso ya lo sé! -replicó Ron-. Si el asunto fuera únicamente el que él pueda arreglárselas solo, yo no me preocuparía, pero no es eso, ¿sabe usted? Tim necesita a su madre y a su padre para que le den cariño y tranquilidad porque no ha crecido lo suficiente como para encontrar a alguien que nos reemplace, una mujer y una familia propia, quiero decir, que es lo que un hombre hace normalmente.

– ¡Pero los tendrá a ustedes todavía por muchos años, señor Melville! Todavía son jóvenes, usted y su esposa.

– En eso es en lo que está usted equivocada, señorita Horton. Es y yo ya no somos jóvenes. Nos llevamos seis meses de diferencia y ambos cumplimos los setenta este año.

– ¡Ah!

Hubo un súbito silencio durante un momento y luego volvió a dejarse oír la voz de Mary con cierto titubeo.

– Nunca me hubiera imaginado que usted y la señora Melville fueran tan mayores.

– Pues sí lo somos. Le diré, señorita Horton: con Dawnie casándose con un tipo que definitivamente no va a querer cargar con el hermano de su esposa, un retrasado mental, Es y yo estamos muy preocupados a causa de Tim. A veces, en la noche, oigo llorar a la pobre Es y sé que llora por Tim. Él no nos sobrevivirá mucho, va usted a verlo. Cuando se encuentre solo, sencillamente se morirá de pena. Ya verá usted.

– La gente no se muere de pena -dijo Mary gentilmente. Hablaba así porque en su existencia nunca había habido sacudidas emocionales.

– ¡Al diablo, cómo que no! -explotó Ron-. ¡Oh! Le ruego me perdone, señorita Horton. Sé que no debería maldecir así, pero ¡me extraña que usted no crea que la gente puede morirse de pena! Yo mismo he visto suceder eso; y más de una vez. Y a Tim le va a pasar algo así; sencillamente se desmoronará. Uno necesita el deseo de vivir tanto como la salud, querida señorita. Y no teniendo a nadie que se preocupe por él, Tim se morirá. Pasará el tiempo sentado, llorando, olvidándose de comer, hasta que se muera.

– Bien; mientras yo viva, siempre habrá alguien que se preocupe por él -repuso Mary tentativamente.

– ¡Pero usted tampoco es joven, señorita Horton! Yo confiaba en Dawnie, pero ahora ya no es posible -dijo y dejó escapar un suspiro-. ¡Vaya, pues! No tiene caso llorar sobre la leche derramada, ¿verdad?

Mary tenía ya en la punta de la lengua el asegurarle a Ron que ella no tenía setenta años, pero antes de que pudiera decir algo, Ron prosiguió:

– En realidad, la llamé para consultar con usted si Tim puede asistir a la boda. A mí me gustaría que fuera, pero sé que no se va a sentir bien sentado todo el tiempo durante la ceremonia y luego en la recepción. Dawnie se enojó mucho cuando dije que yo creía que Tim no debía asistir, pero todavía sigo pensando igual. A lo que yo quería llegar era a esto: ¿querría usted que Tim pasara en su compañía ese fin de semana?

– ¡Claro que sí, señor Melville! Pero a mí me parece que es una pena que Tim no esté con ustedes para ver a Dawnie arreglarse y que no pueda asistir al casamiento… Quisiera proponerle algo: ¿por qué no lo llevan a la iglesia para que vea casarse a Dawnie y yo paso por él inmediatamente después para que no tenga que asistir a la recepción?

– ¡Oiga, ésa es una magnífica idea, señorita Horton! ¡Qué diablos! ¿Cómo no se me ocurrió a mí? Eso resuelve todos nuestros problemas, ¿o no lo cree usted así?

– Sí; creo que sí. Llámeme cuando ya tenga todos los detalles respecto a la hora, el sitio, etcétera, y yo le doy mi palabra de que me encargaré de Tim después de la ceremonia.

– Señorita Horton, ¡es usted formidable! ¡De veras lo es!

13

Para Tim, los preparativos de la boda fueron algo excitante. Dawnie se mostró con él especialmente considerada y tierna durante la semana anterior a lo que en su corazón ella consideraba como su deserción, y le dedicó todo el tiempo a su familia.

La mañana del casamiento, un sábado, Tim se vio atrapado por el bullicio y el pánico que amenazaba avasallarlos a todos en cualquier momento, y deambuló por la casa, estorbando y haciendo sugestiones inútiles. Le habían comprado un traje nuevo, de un color azul oscuro, con pantalones acampanados y una chaqueta ligeramente larga, a lo Cardin, y estaba emocionadísimo de lucirlo. Se lo había puesto en cuanto se levantó y se pasó la mañana pavoneándose y tratando de mirar su reflejo en cada espejo.

Cuando vio a Dawnie vestida de novia, se quedó pasmado.

– ¡Oh, Dawnie! -musitó, mirándola con sus enormes ojos azules-. ¡Pareces la princesa de un cuento de hadas!

La joven lo apretó contra su pecho, reprimiendo las lágrimas.

– ¡Tim! Si alguna vez tengo un hijo, ojalá sea tan guapo como tú -le dijo besándolo en la mejilla.

Tim quedó encantado, no por la referencia al hijo de ella, que no había comprendido, sino por el abrazo.

– ¡Me consolaste! -canturreó gozosamente-. ¡Me consolaste, Dawnie! ¡Eso es igual que ser consolado! ¡Es lo más lindo que conozco!

– Ahora, Tim, vete a la puerta del frente y vigila los coches -le ordenó Es, preguntándose si todavía tenía la cabeza en su sitio y tratando de ignorar el dolorcito de costado que desde hacía tiempo la venía molestando.