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– ¡Ah, vamos, Mary! ¡Y no me llames «señor» ni «señor Johnson»! Estamos en la hora del almuerzo.

Mary depositó el cuchillo y el tenedor junto al plato y lo miró con toda calma. Había trabajado con Johnson más años de los que podían recordar, pero sus relaciones siempre se habían visto severamente restringidas al trabajo y a ella todavía le costaba esfuerzo aflojarse lo suficiente durante sus poco frecuentes, pero obligados encuentros sociales.

– Si quieres decir que en los últimos tiempos he cambiado, Archie, ¿por qué no lo dices? Te aseguro que no me ofenderé.

– Bien. Eso es lo que quiero decir. Has cambiado. ¡Claro que sigues siendo una bruja terrible y aún aterrorizas a las mecanógrafas, pero has cambiado! ¡Por Dios, y de qué modo! Hasta los demás habitantes de nuestro pequeño mundo lo han notado. Te ves mejor que antes, como si hubieras salido al sol en vez de vivir bajo una piedra como un caracol. Y hasta te oí reír el otro día, cuando esa idiota de Celeste estaba haciendo sus payasadas.

Mary sonrió levemente.

– Bien, Archie -repuso-. Creo que todo el asunto podría resumirse mejor si dijera que al fin me he unido a la raza humana. ¿No es ésa una hermosa frase? Un cliché tan sólido y respetable como el mejor.

– ¿Y qué diablos hizo que una solterona como tú se haya unido a la raza humana después de todos estos años? ¿Te conseguiste un novio?

– En cierto modo. Aunque no del tipo que todos piensan. Algunas veces, mi querido Archie, surgen cosas que benefician a una soltera mucho más que la simple gratificación sexual.

– ¡Oh!, en eso estamos de acuerdo. Es el que lo amen a uno lo que hace milagros, Mary, es ese maravilloso sentimiento de ser deseado y de que lo necesiten a uno y lo estimen. Lo sexual es simplemente el merengue sobre el pastel.

– ¡Veo que eres muy perspicaz! No me extraña que hayamos trabajado juntos con tanta armonía durante tantos años. Tienes mucho más sentido común y sensibilidad que el hombre de negocios común y corriente, Archie.

– ¡Parece imposible, Mary, pero tú has cambiado! Y el cambio te ha mejorado, diría yo. Y si sigues mejorando así, hasta te invitaría a cenar.

– ¡Aceptado! ¡Me gustaría saludar a Patricia!

– ¿Y quién dijo que Tricia estaba invitada? -sonrió él-. Debí haber imaginado que no habías cambiado hasta ese grado. Ya en serio, creo que a Tricia le encantaría ver el cambio con sus propios ojos, así es que, ¿por qué no vienes a cenar con nosotros una de estas noches?

– Me encantaría. Dile a Tricia que me llame y nos pondremos de acuerdo.

– Bien, pero basta ya de evasivas. ¿Cuál es el origen de tu nuevo apego a la vida, querida?

– Supongo que habría que decir que un niño, excepto que es una clase muy especial de niño.

– ¡Un niño! -Archie se echó atrás en el sillón, inmensamente complacido-. Debería haber adivinado que se trataba de un niño. Una incorruptible solterona empedernida como tú se ablandaría mucho más rápido bajo la influencia de un niño que bajo la de un hombre.

– No es tan sencillo como eso -contestó ella lentamente, sorprendida de que pudiera sentirse tan relajada y libre de aprensiones; nunca antes se había sentido tan a gusto con Archie-. Se llama Tim Melville y tiene veinticinco años, pero a pesar de todo es un niño. Es un retrasado mental.

– ¡Santos y sacrosantos sapos! -exclamó Archie, mirándola con los ojos desorbitados; tenía la manía de acuñar interjecciones raras, aunque no groseras-. ¿Y cómo demonios te metiste en eso?

– Se me fue metiendo poco a poco, supongo. Es muy difícil defenderse contra alguien que no sabe qué es defensa; y es todavía más duro herir los sentimientos de alguien que no comprende por qué lo lastiman.

– Efectivamente; así es.

– Bien; me lo llevo conmigo a Gosford los fines de semana y espero llevarlo de vacaciones a la Gran Barrera este invierno. Él, de una manera muy sincera, parece preferir mi compañía a la de ningún otro, excepto sus padres. Son gentes muy buenas.

– ¿Y por qué no iba a preferir tu compañía, vieja tragafuego? ¡Que me asusten, mira qué hora es! Le diré a Tricia que se ponga de acuerdo contigo para lo de la cena y luego quiero saberlo todo. Por ahora, regresemos al trabajo. ¿Ya te dijo McNaughton lo de la concesión que hemos logrado para explorar Dindanga?

En cierto modo, a Mary le había complacido que tanto la señora Parker como Archie hubieran aceptado de una manera tan natural su amistad con Tim y que se hubieran alegrado por ella.

Todavía no se había fijado la fecha de la prometida cena con Archie y su igualmente volátil esposa, pero Mary descubrió que, por primera vez en veinte años, esperaba con ansia esa reunión.

Cuando Tim vio el Bentley acercándose en su dirección, su rostro se iluminó de alegría y saltó del muro inmediatamente.

– ¡Mary -exclamó, metiéndose de prisa en el asiento delantero-, me alegro mucho de verte! Pensé que se te había olvidado.

La mujer le tomó una mano y la puso contra su mejilla unos momentos, tan llena de lástima y remordimiento por llegar tarde, que olvidó que se había prometido a sí misma no volver a tocarlo.

– Tim, no sería capaz de hacerte eso. Es que me perdí. Confundí San Marcos con otra iglesia y me perdí; eso es todo. Sigue sentado y ponte a gusto porque acabo de decidir que iremos a Gosford.

– ¡Oh, qué bueno! Pensé que tendríamos que quedarnos en Artarmon porque ya es tarde.

– No, ¿por qué no habríamos de ir? Y tendremos mucho tiempo para nadar cuando lleguemos allá, a menos que el agua esté muy fría; eso sí, aunque esté helando, prepararemos la cena en la playa. -Le echó una mirada con el rabo del ojo, saboreando el contraste entre su sonriente felicidad de esos momentos y la soledad desesperante de unos cuantos minutos antes-. ¿Cómo estuvo el casamiento? -preguntó.

– Muy hermoso -contestó Tim en tono serio-. Dawnie parecía una princesa de un cuento de hadas y mamá parecía una hada madrina. Llevaba un vestido azul, muy bonito, y Dawnie un vestido blanco con una cola, lleno de adornos, y un gran ramo de flores en la mano y un velo blanco en la cabeza, como una nube.

– Eso suena maravilloso. ¿Estuvieron todos contentos?

– Creo que sí -repuso él en tono de duda-, pero mamá lloró y papá también lloró, pero dijo que era el viento que se le había metido en los ojos; luego se enojó mucho conmigo cuando yo dije que no había ningún viento en la iglesia. Mamá dijo que ella lloraba porque estaba muy feliz a causa de Dawnie. Yo no sabía que la gente llorara cuando está feliz, Mary; yo no lloro cuando estoy feliz, sólo lloro cuando estoy triste. ¿Por qué tiene uno que llorar si está feliz?

Mary sonrió, sintiéndose de pronto tan feliz ella misma que casi quería llorar.

– No lo sé, Tim, excepto que a veces sucede así. Pero cuando tú estás tan feliz que lloras, lo sientes diferente, es algo muy lindo.

– ¡Ah!, entonces, ojalá me sintiera yo tan feliz que tuviera que llorar. ¿Por qué no soy tan feliz que tenga yo que llorar, Mary?

– Bien; para eso tienes que estar viejo, me imagino. Uno de estos días puede sucederte a ti también, cuando ya estés lo bastante viejo y canoso.

Perfectamente satisfecho ahora que ya le habían contestado todas las preguntas, Tim se reclinó en el asiento y se puso a mirar el paisaje, algo de lo que parecía no cansarse jamás. Tenía la insaciable curiosidad de los muy jóvenes y la capacidad de poder hacer lo mismo una y otra vez sin aburrirse. Cada vez que iban a Gosford, actuaba como si fuera la primera vez, tan asombrado ante el paisaje y el desfile de vida ante sus ojos como encantado de ver la casa de campo al final del sendero y ansioso por descubrir qué había crecido un poco más durante su ausencia, qué florecido o qué se había marchitado.

Esa noche, cuando Tim se fue a la cama, Mary hizo algo que nunca antes había hecho; entró en su cuarto, lo arropó con las mantas y luego le dio un beso en la frente.