– Buenas noches, querido Tim -dijo-; duerme bien.
– Buenas noches, Mary -contestó soñolientamente; ya estaba medio dormido en cuanto su cabeza tocaba la almohada.
Luego, mientras ella cerraba la puerta con cuidado, su voz volvió a dejarse oír:
– ¿Mary?
– ¿Sí, Tim, qué pasa? -ella giró en redondo y regresó junto a la cama.
– Mary, tú nunca te irás ni te casarás como mi Dawnie, ¿verdad?
Ella dejó escapar un suspiro.
– No, Tim, te prometo que no haré eso. Mientras tú seas feliz, estaré contigo. Ahora duérmete y no te preocupes más.
14
A final de cuentas Mary no pudo dejar su trabajo para llevar a Tim de vacaciones como le había prometido. La «Constable Steel & Mining» había comprado una franja de terreno rica en mineral en lo más remoto del noroeste del continente y, en vez de ir a la Gran Barrera con Tim, Mary tuvo que acompañar a su jefe en un viaje de inspección. Se suponía que el viaje iba a durar una semana, pero acabó durando más de un mes.
Casi siempre ella se divertía bastante en esas infrecuentes correrías; Archie era un buen compañero y su estilo de viajar tendía a ser muy lujoso. En esa ocasión, sin embargo, llegaron a una zona en la que no había caminos, pueblos ni gente. La última etapa del viaje tuvieron que hacerla en helicóptero pues no había manera de llegar por tierra a esa área y el grupo tuvo que acampar bajo una lluvia fuera de estación, constantemente mojados, acosados por el calor, las moscas, el lodo y un brote de disentería.
Más que a nadie, Mary extrañaba a Tim. No había manera de enviarle una carta, y el radioteléfono se usaba exclusivamente para tratar asuntos de negocios y para llamadas de emergencia. Sentada en la goteante tienda, tratando de desprender algo del pegajoso y negro lodo de sus piernas y ropas, con una espesa nube de insectos revoloteando alrededor de la solitaria lámpara de petróleo y con el rostro hinchado por docenas de picaduras de mosquito, Mary suspiraba por su casa y por Tim. La exuberancia de Archie ante los resultados de los ensayos del mineral le era difícil de sobrellevar y le fue necesaria toda su acostumbrada compostura para parecer siquiera cortésmente entusiasmada.
– Éramos doce en el grupo -le dijo Archie a Tricia una vez que, ya de regreso en Sydney, comentaban el viaje cómodamente instalados.
– ¿Únicamente doce? -preguntó Mary incrédulamente, guiñando el ojo a la esposa de Archie-. ¡Hubo ocasiones en las que hubiera jurado que éramos por lo menos cincuenta!
– ¡Óyeme bien, vieja horrible, deja de parlotear y déjame contar la historia! Acabamos de regresar del peor mes que jamás haya pasado ¡y ya me estás echando a perder lo que voy a decir! No tenía por qué pedirte que pasaras bajo mi techo tu primera noche de regreso en la civilización, pero ya que lo hice, ¡lo menos que puedes hacer es estarte ahí, calladita y formal, como eras antes, mientras yo le cuento a mi esposa lo que pasó!
– Dale otro whisky, Tricia, antes de que le dé un ataque de apoplejía. Juro que ésa es la razón por la que está tan excéntrico en su primera noche de regreso. Durante las últimas dos semanas, desde el momento en que lamió la última gota de la última botella de escocés que llevábamos con nosotros, ha estado insoportable.
– Bien, ¿y cómo te sentirías tú, querida -Archie apeló a su esposa-, empapada hasta los huesos todo el tiempo, comida viva por toda la gama del mundo de los insectos, con barro de pies a cabeza y con nada que oliera a mujer a mil quinientos kilómetros de distancia, excepto esta vieja arpía? ¿Y qué te parecería no tener nada que comer sino guiso en lata y que se te hubiera agotado la bebida? ¡Por las barbas de mi abuela, qué ciénaga de lugar! ¡Yo hubiera dado la mitad del contenido del maldito mineral que encontramos por un buen filete y una botella de «Glen Grant» para rociarlo!
– No necesitas decírmelo -dijo Mary, soltando la risa y volviéndose impulsivamente a Tricia-. ¡Tu esposo casi me volvió loca! Ya sabes cómo se pone cuando no puede tener su exquisita comida, su whisky de doce años de añejo y sus puros habanos.
– No, no sé cómo se pone cuando no puede tener sus pequeñas comodidades, querida, pero treinta años de estar casada con él me hacen que me estremezca sólo de pensar todo lo que habrás tenido que pasar.
– Te aseguro que no lo soporté mucho tiempo -repuso Mary sorbiendo su jerez con delicia-. A los dos días de estar oyendo sus lamentaciones salí a dar una vuelta y cacé unos pájaros que encontré jugueteando en una ciénaga para ver si así cambiábamos un poco nuestra dieta de guiso enlatado.
– ¿Y qué pasó con las provisiones, Archie? -le preguntó su esposa con curiosidad-. No es muy propio de ti el que se te olvide llevar algo para casos de emergencia.
– La culpa la tuvo nuestro imponderable guía. Más o menos la mitad de los del grupo éramos de aquí, de Sydney, fuera de los topógrafos que recogimos en Wyndham junto con dicho guía, el señor Jim «Zopenco» Barton. Al tipo se le ocurrió mostrarnos de qué pasta están hechos los verdaderos colonizadores, así es que, después de asegurarme que él se encargaría de las provisiones, llenó todo el espacio disponible con lo único que él come: ¡guiso, guiso y más guiso!
– No critiques demasiado al pobre hombre, Archie -regañó Mary-. Después de todo, nosotros éramos extraños y él estaba en su elemento. Si él viniera a la ciudad, ¿no te encargarías de deslumbrarlo con todas nuestras frivolidades urbanas?
– ¡Y tú me lo dices, Mary! ¡Fuiste tú la que le quitó todo el almidón, no yo! -Archie se volvió hacia su esposa-. ¡Cómo me hubiera gustado que la hubieras visto cuando regresó al campamento, querida! Ahí estaba, enfundada en ese horrible uniforme de solterona inglesa que tanto le gusta, cubierta hasta el ombligo de un lodo negro y apestoso, arrastrando a alrededor de una docena de pajarracos oscuros. Los había atado del pescuezo con una cuerda y venía remolcándolos con la cuerda. ¡Yo pensé que a nuestro inefable Jim Barton le iba a dar un ataque, de tan furioso que estaba!
– Estaba furioso, ¿verdad? -comentó Mary complacientemente.
– Bien; en primer lugar, él se había opuesto a que Mary fuera con nosotros pues resultó que es un confirmado misógino; según dijo, ella no haría más que estorbarnos, sería un peso muerto, un fastidio y unas cuantas cosas más por el estilo. Y he aquí que ahora era ella la que nos traía la salvación culinaria, precisamente cuando él estaba seguro de que iba a empezar a mostrarnos de qué pasta tan suave estábamos hechos los haraganes de la ciudad. ¡Vaya! ¡Tuvo que ser mi Mary la que lo puso en su lugar! ¡Qué pajarraco tan formidable eres, querida!
– ¿Y qué clase de pájaros eran? -preguntó Tricia, tratando de mantenerse seria.
– ¡Por Dios no lo sé! -repuso Mary-. Eran simplemente unos pájaros zancudos. Pero estaban gordos, que era todo lo que importaba.
– ¡Pero podían haber sido venenosos!
Mary rompió a reír.
– ¡Qué tontería! Según lo que sé, muy poco de lo que llamamos materia viva es venenoso en realidad, y si calculas las probabilidades en una computadora, descubrirás que éstas están de nuestra parte la mayoría de las veces.
– Barton, el colonizador, nos salió también con eso -interpuso Archie recordando-. Mary abrió los pájaros y los preparó con algo de salsa que sacó de las latas de guiso y unas hojas que cortó en la maleza porque pensó que olían bien. Barton, el explorador, pegó un brinco hasta el techo diciendo que podían ser venenosas, pero Mary se le quedó mirando con esa miradita que le ataca a uno los nervios y le dijo que, en su opinión, nos habían dado las narices para que éstas nos dijeran si algo era comible o no, y que su nariz le decía que no había nada malo con esas hojas. Por supuesto que tenía razón, de más está decirlo, pero luego procedió a darle al hombre una erudita conferencia acerca del Clostridium botulinum, o sea lo que sea eso, que al parecer se desarrolla en las latas de guiso y que es por lo menos diez veces más tóxico que cualquier cosa que crezca en la maleza. ¡Yo me moría de risa!