– ¿Y les gustó lo que preparaste, Mary? -preguntó Tricia.
– A mí me supo a néctar y ambrosía al mismo tiempo -comentó Archie en tono de entusiasmo, antes de que Mary pudiera contestar-. ¡Rayas galopantes, qué comida! Nosotros nos atracamos mientras ella, muy melindrosa, mordisqueaba un ala, perfectamente peinada y sin siquiera una sonrisa. Una cosa sí te digo, Mary, y es que ya debes ser toda una leyenda en Wyndham a estas alturas, con todos esos topógrafos hablando de tus hazañas. ¡Vaya si le bajaste los humos a Barton, el explorador!
Tricia se moría de risa.
– Mary -dijo-, debería estar horriblemente celosa de ti, ¡pero gracias a Dios que no tengo por qué estarlo! ¿Qué otra esposa no sólo no necesita experimentar un poquito de celos con la secretaria de su marido, sino que también puede estar segura de que ella se lo devolverá intacto a casa, sacándolo de cualquier lío en que se haya metido?
– A la larga, lo más fácil es traerlo de regreso a su casa, Tricia -dijo Mary solemnemente-. Si hay algo que a mí me aterre, es el pensamiento de tener que domar a un nuevo jefe.
Tricia se puso en pie precipitadamente, buscando la botella de jerez.
– Toma otra copa, Mary, por favor. Jamás pensé que llegaría yo a decir que gozaba de tu compañía, ¡pero no recuerdo haberme reído así en mucho tiempo! -Se detuvo abruptamente, llevándose la mano a la boca-. ¡Oh, Dios!
– exclamó-. ¡Qué cosas tan terribles digo!, ¿verdad? No era mi intención… lo que quise decir es que has cambiado, Mary, que ya no eres la de antes, ¡eso es todo!
– Ahora estás empeorando las cosas, querida -dijo Archie sonriendo-. ¡Pobre Mary!
– ¡No tienes por qué compadecerme, Archie Johnson! Sé muy bien lo que Tricia quiso decir y tiene toda la razón.
15
Cuando Tim llamó a la puerta de atrás el primer sábado después de que Mary hubo regresado a Sydney, ella fue a abrirle con cierta inquietud. ¿Qué iba a sentir al verlo nuevamente después de esa primera separación? Mary abrió la puerta de un golpe, con las palabras a punto de brotarle de los labios, pero de pronto perdió la voz, se le hizo un nudo en la garganta y no podía librarse de él para hablar.
Tim estaba en el escalón de la puerta, sonriéndole, con una expresión de amor y de bienvenida bailándole en los hermosos ojos azules. Mary extendió los brazos, le tomó las manos estrechándolas con fuerza, sin pronunciar ni una palabra, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
Esta vez fue Tim el que la rodeó con los brazos y le apretó la cabeza contra su pecho, acariciándole el cabello.
– No llores, Mary -le dijo en voz baja, pasándole desmañadamente la palma de la mano por la cabeza-. Te estoy consolando para que no llores. ¡Ya, ya, ya!
Mary se apartó de él, buscando un pañuelo.
– Ya estoy bien, Tim, no te preocupes -repuso, secándose los ojos. Le sonrió y le acarició una mejilla, incapaz de resistir la tentación-. Te extrañaba tanto, que lloré de felicidad al volverte a ver. Eso es todo.
– A mí también me dio muchísimo gusto verte, pero yo no lloré. ¡Si supieras cuánto te he extrañado! Mamá dice que he estado insoportable desde que te fuiste.
– ¿Ya desayunaste? -preguntó ella, luchando por recuperar la compostura.
– Todavía no.
– Entonces, ven y siéntate mientras te preparo algo -dijo, mirándolo con fervor, casi sin poder creer que en realidad estuviera ahí, que no la había olvidado-. ¡Oh, Tim -agregó-, es tan lindo volver a verte!
Tim se sentó a la mesa, sin perderla de vista ni un segundo mientras ella se movía por la cocina.
– Me sentía como enfermo todo el tiempo que no estuviste aquí, Mary. ¡Era algo gracioso! No podía comer mucho y me dolía la cabeza si veía la televisión. Ni siquiera en el «Seaside» estaba yo a gusto; la cerveza no me sabía igual. Papá decía que no me aguantaba porque no podía estarme quieto ni quedarme en un solo lugar.
– Bueno, es que también estás extrañando a Dawnie, ¿sabes? Te has de haber sentido muy solo sin tener a Dawnie y sin tenerme a mí tampoco.
– ¿Dawnie? -pronunció el nombre lentamente, como si buscara su significado-. ¡Pues no lo sé! Creo que ya olvidé a Dawnie. Eras tú a la que no olvidé. Pensé en ti todo el tiempo, ¡todo el tiempo!
– Bueno, pues ya estoy de regreso y todo eso ya pasó -dijo Mary alegremente-. ¿Qué vamos a hacer este fin de semana? ¿Qué tal si nos vamos a la casa de campo aunque el agua esté tan fría que no podamos nadar?
– ¡Ay, Mary -dijo Tim, reflejándose en su rostro el placer que sentía-, eso suena fantástico! ¡Vámonos a Gosford!
Mary se dio vuelta para mirarlo, sonriéndole de una manera tan tierna que Archie Johnson no la hubiera reconocido.
– No, hasta que no te tomes tu desayuno, amiguito. Te encuentro un poco delgado; así es que vamos a tener que alimentarte bien.
Masticando el último fragmento de su segunda chuleta, Tim la miró frunciendo las cejas con asombro.
– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó Mary, mirándolo atentamente.
– No lo sé… me sentí muy raro cuando te estaba consolando… – le costaba trabajo expresarse, buscando palabras que no había en su vocabulario-. Algo raro de verdad -finalizó torpemente, incapaz de pensar otra manera de decirlo y consciente de que no había logrado expresar su idea.
– Quizá te sentiste ya un hombre grande como tu papá, ¿no es así? Consolar a otro es algo que sólo puede hacer una persona adulta.
El fruncimiento de cejas que había en el rostro de Tim desapareció inmediatamente, dando paso a una ancha sonrisa.
– ¡Eso es, Mary! Me sentí como una persona adulta.
– ¿Ya terminaste? Entonces, vamos a reunir nuestras cosas y nos pondremos en camino, pues en esta época oscurece muy temprano y tenemos mucho que hacer en el jardín.
En los alrededores de Sydney, el invierno apenas si merece tal nombre, excepto para sus residentes más débiles. Los bosques de eucaliptos conservan sus hojas, el sol brilla cálidamente durante todo el día, las cosas siguen retoñando y floreciendo y la vida no entra en ese estado de amodorrado suspenso, curiosamente inmóvil, como ocurre en otros climas.
El jardín de la casa de campo de Mary era una masa de flores: diferentes variedades de alhelíes, dalias y otras flores saturaban el aire con su perfume hasta varios cientos de metros alrededor. El césped aparecía brillante, más verde en invierno que en ninguna otra estación. Mary había hecho que pintaran la casa de blanco, con adornos negros y habían retocado la pintura plateada del techo metálico.
Al desembocar al pequeño claro donde la casa se alzaba, ella no pudo menos que admirarla. Había una gran diferencia entre como estaba ahora y como se veía seis meses antes. Mary se volvió a mirar a Tim.
– ¿Sabes, Tim, que eres un crítico excelente? -le dijo-. Mira qué hermosa se ve ahora la casa y todo porque tú dijiste que no te gustaba el color café y porque me hiciste arreglar el jardín. Tenías razón y ahora se ve mucho más bonita que antes; tanto que da verdadero gusto contemplarla. Tenemos que pensar en más cosas que hacer para seguir mejorándola.
Tim se llenó de alegría ante tales alabanzas.
– Me gusta ayudarte, Mary -dijo-, porque tú siempre haces que me sienta como si fuera inteligente. Tú sí te fijas en lo que digo. Eso me hace pensar que soy como papá, un hombre grande.
Ella apagó el motor y lo miró cariñosamente.
– Pero es que ya eres un hombre grande, Tim. Yo no puedo pensar en ti de otra manera. ¿Y por qué no había de fijarme en lo que dices? Tus sugestiones y críticas siempre han sido acertadas y, además, muy provechosas. No importa lo que otros digan de ti, Tim, yo siempre pensaré que eres formidable.