Tim echó atrás la cabeza y rompió a reír; luego se dio vuelta para mirarla con los ojos empañados.
– ¡Oh, Mary, estoy tan feliz que casi quiero llorar! ¿Ves? ¡Casi iba a llorar!
Ella salió del automóvil rápidamente.
– ¡Vamos, flojo, a trabajar que no es hora de sentimentalismos! ¡Toda la mañana hemos andado con eso! Cámbiate de ropa y ponte la de trabajo. Tenemos mucho que hacer antes del almuerzo.
16
Una tarde, no mucho después de haber regresado de la expedición con Archie Johnson, Mary leyó un artículo en el Sydney Morning Herald titulado El Maestro del Año. El artículo se refería al notable éxito que había alcanzado un joven maestro de escuela en su labor de niños retrasados mentales, cosa que estimuló en Mary el deseo de leer más sobre el asunto de lo que lo había hecho hasta entonces. Siempre que había encontrado en los estantes de la biblioteca local algo acerca de los retrasados mentales, se lo había llevado a casa para leerlo, pero leyó ese artículo en el periódico sólo cuando se le ocurrió explorar el tema más a fondo.
El proceso era fatigoso; se veía obligada a leer con un diccionario de términos médicos al lado, porque a un lego en la materia le era muy difícil entender el significado de términos técnicos tales como Porencefalia y Lipidosis y Fenilketonuria y Degeneración Hepalenticular. En realidad, muchos de los términos eran tan especializados que ni siquiera el diccionario médico los contenía. Mary vadeaba miserablemente por entre la ciénaga de tales palabras, sintiéndose cada vez menos segura del terreno que pisaba y cada vez menos informada. Al final fue a ver al joven maestro que mencionaba el artículo del periódico, un tal John Martinson.
– Yo era un maestro de primaria como hay tantos, hasta que fui a Inglaterra y, por accidente, me asignaron a una escuela para niños retrasados mentales -le dijo John Martinson mientras la hacía pasar al interior de la escuela-. El asunto me fascinó desde el principio, pero yo no tenía ningún entrenamiento formal en las técnicas y teorías que ahí empleaban, por lo que empecé a dar mis clases como si se tratara de niños normales. Por supuesto, me estoy refiriendo a niños sólo ligeramente retrasados mentalmente, porque muchos de ellos son totalmente ineducables.
»Como quiera que sea -prosiguió el joven maestro, después de una breve pausa-, quedé asombrado de cuánto aprendían y de cómo respondían cuando se los trataba como niños comunes y corrientes. Era un trabajo terriblemente duro, por supuesto, y tuve que echar mano de todas mis reservas de paciencia, pero perseveré con ellos; no me daba por vencido ni dejé que ellos se dieran por vencidos. Y empecé a estudiar. Tuve que regresar yo mismo a la escuela; me puse a investigar y recorrí todo el lugar observando los métodos de los demás. En realidad, ha sido una carrera verdaderamente satisfactoria.
Mientras hablaba, los oscuros ojos azules de John Martinson, hundidos en sus cuencas, la observaban atentamente, aunque sin sombra de curiosidad; el maestro parecía aceptar su presencia ahí como un fenómeno que ella explicaría a su debido tiempo.
– Entonces, usted piensa que las personas ligeramente retrasadas mentales pueden aprender -dijo Mary pensativamente.
– No hay la menor duda de eso. Mucha gente, mal informada, trata al niño ligeramente retrasado como si estuviera más retrasado de lo que en realidad está porque, a la larga, es más cómodo adoptar esa línea de conducta que gastar la incalculable cantidad de tiempo necesaria para lograr, a base de paciencia, que responda normalmente.
– Quizá mucha gente piensa que no tiene las cualidades especiales que se necesitan -sugirió Mary, pensando en los padres de Tim.
– Tal vez sea eso. Los niños de ese tipo anhelan recibir la aprobación de lo que hacen, alabanzas y que los incluyan en la vida normal de la familia, pero lo más común es que los hagan a un lado y no les permitan participar; los aman, pero en gran medida los ignoran. El amor no es la respuesta para todo; es una parte integral del todo, pero tiene que ir unido a la paciencia, la comprensión, la sagacidad y la previsión cuando se está tratando con algo tan complejo como la mente de un niño retrasado.
– ¿Y usted trata de fundir el amor con todas esas otras cosas?
– Sí. Tenemos nuestros fracasos, por supuesto, y bastantes, pero tenemos también una proporción de éxitos más grande que en la mayoría de las escuelas de ese tipo. Con frecuencia es un poco menos que imposible evaluar con precisión a un niño, ya sea neurológica o psicológicamente. Uno tiene que comprender que, primero y antes que nada, un niño en esas condiciones está dañado orgánicamente, sin que importe el grado en que esté implicada la parte psicológica. Algo allá arriba, en el cerebro, no está funcionando como debiera.
El joven maestro se encogió de hombros y se rió de sí mismo.
– ¡Lo siento mucho, señorita Horton! No le he dado a usted tiempo de decir una sola palabra, ¿verdad? Tengo la mala costumbre de apabullar con mi charla a mis visitantes sin tener la menor idea de cuál es la razón de su visita.
Mary se aclaró la garganta.
– Bien, señor Martinson -empezó-, realmente lo mío no es un problema personal sino que se trata más bien de la curiosidad de un espectador; eso fue lo que me animó a ponerme en contacto con usted. Conozco a un joven de veinticinco años que es ligeramente retrasado mental y quisiera informarme más a fondo acerca de su situación. He tratado de leer algo al respecto, pero no he podido entender bien la jerga técnica.
– Lo comprendo. Los libros técnicos sobre el tema son muy abundantes, pero los libros básicos buenos para el lego son muy difíciles de conseguir.
– El caso es que, desde que empecé a interesarme en él, lo cual fue desde hace más o menos nueve meses, el joven ha dado muestras de estar mejorando. Me tomó mucho tiempo, pero hasta le he enseñado a leer un poquito y a hacer sumas sencillas. Sus padres también han notado el cambio y están encantados. No obstante, no sé cuánto progreso debería yo esperar ni qué exigirle.
John Martinson la palmeó afectuosamente en un brazo y le puso la mano bajo el codo, dándole a entender que era hora de que se movieran.
– La voy a llevar a usted a un recorrido por nuestros salones de clases -le dijo-. Quiero que observe usted a todos los niños con mucha atención. Trate de localizar alguno que se parezca un poco a su joven en su conducta y actitud. Nosotros no permitimos que los visitantes interrumpan nuestras clases y verá usted que observamos a los niños por ventanas en las que sólo puede verse por un lado. Venga conmigo y después me dirá lo que piensa de nuestros niños.
Mary nunca había prestado atención realmente a los pocos niños retrasados mentales con los que se había cruzado en el transcurso de su vida porque, como la mayoría de la gente, se sentía verdaderamente incómoda cuando la sorprendían observándolos, y se quedó asombrada al descubrir qué diferentes eran esos niños no sólo en su apariencia física sino en su capacidad mental; en los distintos grupos los había desde aquellos que parecían perfectamente normales hasta otros tan terriblemente deformes que costaba un gran esfuerzo el no apartar la vista de ellos.
– Una ocasión tuve una clase de superdotados -dijo John Martinson un poco soñadoramente, parándose junto a ella-. Ninguno de la clase tenía menos de ciento cincuenta en la antigua escala de coeficiente mental. Sin embargo, ¿me creerá si le digo que me da mayor satisfacción el pasarme un mes enseñándole a uno de estos niños a atarse los cordones de los zapatos? Jamás se aburren ni se impacientan por lograr algo, tal vez porque tienen que esforzarse más. Mientras más trabajo nos cuesta conseguir algo, más lo apreciamos; ¿por qué entonces no habría de aplicarse eso a un ser humano retrasado mental?
Terminado el recorrido, John Martinson la condujo a su pequeña oficina y le ofreció una taza de café.