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De pie, en esos momentos, de perfil, brillaba bajo el sol como si fuera de oro recién vaciado, con unas piernas de contornos tan bellos que Mary se imaginó que era un corredor de largas distancias; en verdad, ésa era la estampa de su cuerpo espigado, esbelto, lleno de gracia; las líneas del torso, al volverse hacia ella, se estilizaban gradualmente desde los anchos hombros hasta las caderas exquisitamente estrechas.

Y el rostro… ¡Oh, el rostro! Era perfecto. La nariz era breve y recta, los pómulos altos y pronunciados, la boca tiernamente curvada. En donde la mejilla se desvanecía sobre la comisura de la boca, el lado izquierdo, tenía un pequeño pliegue, y ese surco minúsculo le imprimía un toque de tristeza, le daba un aire de perpleja e infantil inocencia. El cabello, las cejas y las pestañas eran del color del trigo maduro y espléndidos bajo el brillante sol sus grandes ojos eran de un azul intenso y vivido.

Cuando se percató de que ella lo contemplaba, el joven le sonrió alegremente, y la sonrisa le cortó a Mary Horton la respiración con un espasmo incontrolado. Nunca, en toda su vida, se le había cortado el aliento de esa manera; horrorizada de verse hechizada por su belleza extraordinaria, se lanzó rápidamente a refugiarse en su automóvil.

El recuerdo de él no la abandonó en todo el camino durante el tiempo que duró el viaje hasta el centro comercial de la parte norte de Sydney, donde la «Constable Steel & Mining» tenía su edificio de oficinas de cuarenta pisos. Por más que trató de concentrarse en el tráfico y en los acontecimientos probables de ese día, Mary no pudo apartar de su mente el recuerdo del muchacho. Si hubiera habido en él algo afeminado, si su rostro hubiera sido simplemente bonito o hubiera irradiado alguna indefinida aura de brutalidad, lo habría olvidado con la facilidad con que su larga autodisciplina la había acostumbrado a olvidar cualquier cosa desagradable o inquietante. ¡Por Dios! ¡Qué hermoso era, cuán definitiva y turbadoramente hermoso!

Luego recordó que Emily Parker había dicho que los obreros terminarían su trabajo ese día; mientras se esforzaba por concentrarse en la conducción del vehículo, en el reverberante y refulgente calor del día, todo pareció que se opacaba un poco.

3

Una vez que Mary Horton se marchó y que la manguera quedó tirada, el director del coro de cigarras de la adelfa emitió un profundo y resonante «¡Briiik!», el cual fue contestado por la diva soprano, dos arbustos más allá. Una a una, las demás cigarras se unieron al coro: tenores, contraltos, barítonos y sopranos hasta que el candente sol llenó de tal potencia de sonido sus minúsculos cuerpos de un verde iridiscente, que tornaba inútil el intentar sostener una conversación cerca de los arbustos. El ensordecedor coro se extendió, brotando de las acacias, yendo hasta los gomeros en flor, y trasponiendo los cercos para llegar a las adelfas de las veredas de la calle Walnut y luego a los laureles que dividían las propiedades de Mary Horton y de Emily Parker.

Los atareados obreros apenas si notaron a las cigarras hasta que se vieron obligados a hablarse a gritos mientras que, con sus paletas, tomaban buenas porciones de cemento del gran montón que Tim Melville seguía llenando y las arrojaban -¡splash!- contra las rojas paredes de ladrillo del bungalow de la señora Parker. La terracita de la parte posterior había quedado casi terminada y sólo le faltaba una capa final de estuco; con los torsos desnudos, inclinándose y enderezándose acompasadamente al ritmo de la dura labor, los albañiles recorrían de arriba abajo la casa por la parte de afuera; se asoleaban en el maravilloso calor de verano y el sudor se les secaba antes de que pudiera formar gotas en la bronceada y tensa piel; Bill Naismith arrojaba la mezcla húmeda sobre la superficie de ladrillos; Mick Devine lo emparejaba en una capa continua de grano grueso y color verdoso y, tras él, Jim Irvine, sobre el rechinante andamio, manejaba su paleta alisando incesantemente en curvas suaves que dejaban una serie de arcos en la superficie. Harry Markham, todo ojos, miró el reloj y le gritó a Tim una vez que atrajo la atención del muchacho.

– ¡Hey, compañero, entra y pregúntale a la señora si puedes calentar el almuerzo!, ¿quieres?

Tim dejó su carretilla en el pasillo lateral, fue por las provisiones y el gran recipiente del té y, con los brazos así ocupados, llamó con el pie a la puerta del patio posterior.

La señora Parker apareció a los pocos instantes como una figura borrosa tras la oscuridad de la tela de alambre que protegía contra los insectos.

– ¡Ah!, ¿eres tú, querido? -preguntó, abriendo la puerta-. ¡Entra, entra! Supongo que deseas que les caliente algo de té a los tipos horribles de allá afuera, ¿verdad? -prosiguió, encendiendo un cigarrillo y sonriendo maliciosamente en dirección del muchacho mientras éste parpadeaba en la penumbra, aún enceguecido por el sol.

– Sí, por favor, señora Parker -contestó cortésmente, sonriendo.

– Bueno, muy bien. Entonces, supongo que no me queda otro remedio, ¿verdad? Y más todavía si quiero ver mi casa terminada este fin de semana. Siéntate mientras hierve la tetera, querido.

La anciana se movía torpemente en la cocina, con el pelo gris hecho un desorden y su cuerpo sin fajar, enfundado en un vestido casero de algodón estampado con flores moradas y amarillas.

– ¿Quieres una galleta, querido? -ofreció, alargándole a Tim el frasco de galletas-. Aquí tengo unas que de veras están sabrosas.

– Sí, señora Parker, muchas gracias -sonrió Tim, manoteando dentro del frasco hasta que encontró una galleta de chocolate.

El joven siguió sentado en silencio mientras la mujer tomaba la caja de provisiones de Tim y dejaba caer las hojas de té en la tetera. Cuando ésta empezó a hervir, llenó a medias el recipiente y volvió a poner la tetera al fuego, mientras Tim colocaba sobre la mesa los maltratados jarros de esmalte y depositaba junto a ellos una botella de leche y un frasco de azúcar.

– Vamos, criatura; límpiate las manos en la toallita como un buen chico, ¿quieres? -le pidió la mujer a Tim cuando éste dejó en el borde de la mesa una mancha de chocolate.

La señora Parker se dirigió a la puerta de atrás, asomó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Smoke-oh!

Tim se sirvió un jarro de té muy negro, sin leche, y luego le echó tanto azúcar que el líquido se derramó sobre la mesa, haciendo que la señora Parker volviera a refunfuñar.

– ¡Por Dios! ¡Eres insoportable! -le sonrió condescendientemente-. Eso no se lo toleraría a ninguno de los otros pero, tú no tienes la culpa, ¿verdad, querido?

Tim le sonrió cálidamente, tomó su jarro de té y salió con él en la mano mientras los demás entraban a la cocina.

Comían en la parte de atrás de la casa, junto a la terraza recién construida. Era un lugar sombreado, lo bastante alejado de los cubos de basura como para que no los molestaran las moscas, y cada uno se había hecho un taburete de ladrillos para sentarse a comer.

Los laureles que dividían los patios de la señora Parker y de la señorita Horton los cubrían con una sombra bastante densa como para hacer de ese sitio un lugar agradable para descansar después de las fatigas de trabajar bajo aquel sol ardiente. Cada uno se sentó con su jarro de té en una mano y en la otra la bolsa de papel que contenía su comida, estirando las piernas con un suspiro de alivio.

Como empezaban a trabajar a las siete y terminaban a las tres, la hora del refrigerio era a las nueve, y después el almuerzo a las once y media. Por tradición, a la pausa de las nueve de la mañana le llamaban smoke-oh, y duraba alrededor de media hora. Como hacían un trabajo manual muy pesado, comían con enorme apetito, aunque lo mucho que comían no se notaba en sus cuerpos delgados, de músculos compactos. Un desayuno de porridge caliente, chuletas fritas o salchichas con dos o tres huevos fritos, varias tazas de té y algunas rebanadas de pan, eran el primer alimento de estos hombres a las cinco y media de la mañana; durante el smoke-oh acostumbraban a tomar sándwiches hechos en casa y rebanadas de pastel, y en el almuerzo comían lo mismo sólo que en doble cantidad. Ya no había otro descanso en la tarde; se iban a las tres, con los pantalones cortos de trabajo guardados en sus bolsas color café que, curiosamente, parecían maletines de médico y, vestidos de nuevo con sus camisas de cuello abierto y pantalones ligeros de algodón, se encaminaban a la taberna. El atardecer de cada día conducía inexorablemente a eso; era su culminación y su punto máximo. En el interior de la taberna, que parecía una enorme letrina, llena de ruido de las conversaciones, los hombres podían relajarse verdaderamente, con un pie en la barra y un espumoso jarro de cerveza en una mano, intercambiando bromas con los compañeros de trabajo y los parroquianos de la taberna y piropeando inútilmente a las antipáticas camareras. La llegada a casa era el anticlímax de todo eso, con su malhumorada sumisión a la deprimente trivialidad de la mujer y de los hijos.