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– Bien -preguntó-, ¿vio alguno que le recordara a Tim?

– A varios -repuso ella y procedió a describirlos-. Viendo a Tim, hay ocasiones en las que siento ganas de llorar. ¡Me da tanta lástima! Él es consciente de su incapacidad, ¿ve usted?, y es algo horrible el tener que escuchar al pobre muchacho ofreciendo disculpas porque «no tiene nada en la cabeza» como él dice. «Sé que no tengo nada en la cabeza, Mary», me dice a veces, y el oír eso me parte el corazón.

– Por lo que usted dice, parece que se puede educar. ¿Trabaja en algo?

– Sí; es obrero de la construcción. Supongo que sus compañeros de trabajo son bondadosos con él a su manera, pero a veces son también desconsideradamente crueles. Les encanta jugarle bromas pesadas, como cuando le hicieron comer excremento. Él lloró ese día, no porque le hubieran hecho víctima de sus bromas sino porque no pudo entender en qué consistía la broma. ¡Quería participar en la diversión! -El rostro se le torció y tuvo que detenerse.

John Martinson asintió, mostrando comprensión.

– Ése es un tipo de patrón bastante común -dijo-. ¿Y qué hay de sus padres? ¿Cómo lo tratan?

– Muy bien, dadas las circunstancias -y procedió a explicar éstas, sorprendida de su propia fluidez-. Pero les preocupa mucho -finalizó tristemente-. Especialmente cuando se ponen a pensar qué va a ser de él cuando ellos falten. Su padre dice que Tim se morirá de tristeza. Yo no le creía al principio pero, con el paso del tiempo, estoy empezando a pensar que tal cosa es muy posible.

– Y yo estoy de acuerdo con eso -comentó el maestro-. Ha habido muchos casos así, ¿sabe usted? Las personas como Tim necesitan un hogar en donde los quieran, con mayor urgencia que la gente normal, porque no pueden aprender a ajustar su vida cuando éste les falta después de haberlo conocido. Es muy difícil para ellos este mundo nuestro -agregó, mirándola gravemente-. Me imagino, por los niños que, según usted, se parecen un poco a Tim, que éste es de apariencia normal, ¿no es así?

– ¿De apariencia normal? -suspiró ella-. ¡Ojalá lo fuera! No, la apariencia de Tim no es normal. Sin duda alguna es el joven más espectacular que jamás haya visto… es como un dios griego, a falta de un símil más original.

– ¡Ah! -exclamó John Martinson, separando la vista de ella para posarla en sus manos entrelazadas; luego dejó escapar un suspiro-: Bien, señorita Horton -agregó-, le daré a usted los títulos de algunos libros que no creo que tenga la menor dificultad en comprender. Le servirán a usted de mucho.

John Martinson se levantó y caminó con ella hasta el pasillo del frente, donde le hizo una cortés inclinación de cabeza.

– Espero que me traerá a Tim uno de esos días; me encantaría conocerlo. Sin embargo, tal vez fuera mejor que me llamara usted con anticipación, porque pienso que sería mejor para él que vinieran a mi casa en lugar de a la escuela.

Mary le extendió la mano.

– Me encantaría. Adiós, señor Martinson, y muchísimas gracias por sus atenciones.

Mary se alejó, pensativa y entristecida, consciente de que los problemas más insolubles son aquellos que, por su naturaleza misma, no dejan lugar a ninguna ilusión.

17

La primavera, en Sydney, no es, como en el hemisferio norte, la brillante y pujante explosión del nuevo despertar y crecimiento. Todos los árboles, a excepción de unos cuantos, traídos de otros climas, conservan sus hojas durante el breve y benigno invierno y siempre hay algo floreciendo en los jardines de Sydney durante todo el año. El cambio más notable ocurre en el aire, en el que una chisporroteante suavidad llena los corazones de renovada esperanza y gozo.

De haber podido verla, todos hubieran dicho que la casa de campo de Mary era la casa modelo del distrito. Ella y Tim habían trabajado duro en el jardín durante todo el invierno, y Mary había llegado al extremo de comprar árboles ya crecidos que luego plantó un especialista. Así pues, cuando octubre llegó había flores por todas partes, agrupándose en grandes macizos frente a la terraza y alrededor de cada árbol. Amapolas de Islandia, claveles, ásteres, pensamientos, flox, arvejillas, tulipanes, glicinas, narcisos, jacintos, azaleas y gladiolos; flores de todos los colores, tamaños y formas desplegaban su belleza por todas partes y el viento arrastraba su perfume por el bosque y a través del río.

Cuatro cerezos llorones, exquisitamente tristes, abatían sus sobrecargadas ramas color de rosa por encima de los jacintos y tulipanes que crecían en el césped, debajo de ellos, y seis almendros en plena floración crujían bajo el peso de sus flores blancas, con el césped a su alrededor salpicado de lirios del valle y de narcisos.

El primer fin de semana en que todo estaba florecido, Tim se volvió loco de alegría, saltando de los cerezos a los almendros y expresando su admiración ante la sagacidad de Mary al escoger sólo tubérculos de flores color de rosa para rodear a los cerezos y de flores blancas y amarillas para los almendros, comentando en voz alta que parecía como que habían brotado del césped espontáneamente. Mary lo miraba, sonriendo a pesar de su resolución de mostrarse seria sin importar cómo reaccionara él. Su gozo era algo tan transparente, tan tierno y espontáneo como el de un Paris recorriendo las estribaciones del Monte Ida en primavera antes de retornar a las fatigas de una Troya urbana.

Era en realidad un jardín hermoso, pensó Mary, mientras contemplaba a Tim que bailaba como un niño, pero, ¿cómo lo veía él, cuán diferente aparecería ante sus ojos para que lo asombrara y lo encantara de esa manera? Supuestamente, los insectos y aun algunos animales superiores ven al mundo en una forma distinta, porque sus ojos están construidos de una manera diferente y ven colores y formas que un ser humano no puede percibir; distinguen de qué tono es el infrarrojo y de qué matiz el ultravioleta. Tal vez Tim no veía las cosas como ella; quizá, por el enredo de circuitos que había en su cerebro, el espectro de él era diferente así como su banda de frecuencia. ¿Oía la música de las esferas, podía ver los contornos del espíritu y el color de la luna? ¡Si hubiera manera de saberlo! Pero su mundo estaba aislado para siempre; ella no podía entrar en él y Tim no podía decirle cómo era.

– Tim -le dijo Mary esa noche, mientras estaban sentados en la oscurecida sala, con las puertas de vidrio abiertas al viento saturado de perfume-, ¿qué es lo que sientes en estos momentos? ¿A qué te huelen las flores y cómo ves mi cara?

Con cierta renuencia desvió la atención de la música que estaba escuchando y volvió hacia ella unos ojos llenos de ensueño, sonriendo a su manera gentil, casi vacua. El corazón de Mary pareció vibrar y disolverse bajo aquella mirada; algo difícil de identificar se agolpó en su interior, tan recargado de tristeza que tuvo que reprimir las lágrimas.

Con el entrecejo fruncido, él rumiaba la pregunta y, cuando contestó, lo hizo despacio, como titubeando.

– ¿Sentir? ¿Sentir? ¡De veras, no lo sé! ¡Estoy contento y me siento bien, eso es!

– ¿Y a qué te huelen las flores?

Tim sonrió, creyendo que ella bromeaba.

– ¡Vaya! -dijo-. ¡Huelen a flores, por supuesto!

– ¿Y mi cara?

– Tu cara es hermosa, como la de mamá y la de Dawnie. Es como la de Santa Teresa en un cuadro que tengo.

Mary dejó escapar un suspiro.

– Es una cosa muy hermosa, la que acabas de decir, Tim. Te aseguro que nunca pensé que tuviera una cara como la de Santa Teresa.

– Pues así es -le aseguró él-. Está en la pared, al final de mi cama, en la casa. Mamá la puso ahí porque me gusta, me gusta mucho. Me mira todas las noches y todas las mañanas como si tuviera bien la cabeza y tú también me miras así, Mary. -De pronto se estremeció, como si sintiera una alegría dolorosa.

»¡Me gustas, Mary -dijo-, me gustas más que Dawnie! Me gustas tanto como papá y mamá. -Las bien formadas manos gesticularon en el aire y con su movimiento expresaron más de lo que era capaz de hacerlo su restringido vocabulario.- Pero es un poco diferente, Mary; un poco diferente de papá y mamá. A veces ellos me gustan más que tú y a veces tú me gustas más que ellos.