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Mary se levantó intempestivamente y se dirigió a las puertas corredizas.

– Voy afuera a dar una vuelta, Tim -dijo-, pero quiero que te quedes aquí como un buen chico y sigas oyendo música. No tardaré mucho.

Tim asintió con la cabeza y volvió su atención al tocadiscos, mirándolo fijamente como si el hacerlo así lo ayudara a escuchar mejor.

El aroma del jardín era casi insufrible y, pasando con rapidez por entre los narcisos, como una sombra efímera, Mary se encaminó a la playa. En el otro extremo de ésta, irguiéndose sobre la arena, había una piedra grande, lo bastante como para servir de respaldo, pero cuando Mary cayó de rodillas en la arena frente a ella, apoyó los brazos en su superficie y hundió el rostro en ellos. Los hombros se le comprimieron y el cuerpo se le retorció en un espasmo de un dolor devastador, tan desesperado y lleno de desolación que, durante un momento, parte de su ser se negó a participar en él, horrorizada. Pero el dolor ya no podía ser suprimido ni negado y rompió a llorar entre gemidos.

Eran como la polilla y la llama, viva y quemante; así eran ella y Tim; ella, la polilla, dotada de sentidos y de la dignidad de la vida; él la luz, llenando el mundo con un fuego brillante y abrasador. Él no sabía con qué desesperación se debatía ella contra las paredes de su aislamiento, nunca podría comprender la profundidad y urgencia de su deseo de inmolarse en la llama de su fascinación. Luchando contra lo inútil de su deseo y sabiendo que estaba más allá de la capacidad de él el aplacarlo, rechinaba los dientes de rabia y de dolor y lloraba inconsolablemente.

Después de lo que le parecieron horas interminables, sintió la mano de él en un hombro.

– Mary, ¿qué te pasa? -en su voz había una nota de temor-. ¿Estás enferma? Mary, ¡dime por favor que estás bien! ¡Por favor, dime que estás bien!

Mary bajó trabajosamente los brazos temblorosos.

– Estoy bien, Tim -contestó fatigadamente, inclinando la cabeza para que él no pudiera verle la cara, a pesar de que estaba muy oscuro-. Me sentí un poco indispuesta y salí a respirar un poco de aire para calmarme. No quise alarmarte, eso es todo.

– ¿Y todavía te sientes mal? -él se puso en cuclillas, a su lado, y trató de mirarle el rostro, acariciándole un hombro desmañadamente-. ¿Te pusiste enferma? -interrogó.

Mary sacudió la cabeza, retirándose imperceptiblemente del contacto de la mano del joven.

– Ahora ya estoy bien, Tim, de veras. Ya pasó. -Apoyando una mano en la piedra, trató de ponerse en pie, pero las piernas se negaron a sostenerla, acalambradas.

– ¡Tim -murmuró-, me siento tan vieja y tan cansada! ¡Estoy tan vieja y tan cansada!

El muchacho se incorporó y la miró con aire de ansiedad, apretándose las manos nerviosamente.

– Mamá se enfermó un día y recuerdo que papá me hizo que la cargara y la llevara a la cama. Te cargaré y te llevaré a la cama, Mary.

Se inclinó hacia adelante y la levantó sin el menor esfuerzo, acomodando el peso de la carga en sus brazos hasta que uno de éstos se enganchó bajo las rodillas de ella y el otro le pasó por la espalda. Demasiado exhausta para protestar, Mary se dejó llevar, pero cuando él subió a la terraza, ella escondió la cabeza en su hombro para que no le viera el rostro. Tim se detuvo un instante, parpadeando ante la luz, y luego frotó amorosamente la mejilla contra la cabeza de ella.

– ¡Eres tan pequeña, Mary! -dijo, sin dejar de frotar la mejilla contra su pelo.

»Y estás caliente y suave, como un gatito. -Luego, se le escapó un suspiro y cruzó la sala.

Tim no podía encontrar el interruptor de la luz en el cuarto de Mary, y después de unos momentos de estarlo buscando, ella lo detuvo, poniéndole suavemente la mano en el cuello.

– No te preocupes por la luz, Tim. Simplemente déjame encima de la cama. Quiero estar a oscuras un rato. Te aseguro que pronto me sentiré mejor.

Con todo cuidado, Tim la depositó en la cama, con su silueta creciendo encima de ella en la oscuridad. Mary se percató de que él no sabía exactamente qué hacer.

– Tim -le dijo-, tú sabes bien que yo nunca te mentiría, ¿verdad?

Tim asintió con la cabeza.

– Sí -repuso-, lo sé.

– Entonces debes creerme si te digo que no tienes por qué preocuparte por mí, que ya me siento bien. ¿Nunca te has sentido un poco enfermo después de comer algo que no te cayó bien?

– Sí; una vez me pasó eso cuando comí fruta acaramelada -admitió él gravemente.

– Entonces comprendes cómo me sentía, ¿verdad? Ahora, lo que quiero es que ya no te preocupes por mí y te vayas a acostar y te duermas. Me siento mucho mejor y lo único que necesito ahora es dormir también, pero no puedo dormirme si sé que estás preocupado. Prométeme que te irás derecho a la cama y te dormirás inmediatamente.

– Te lo prometo, Mary -dijo con expresión de alivio.

– Buenas noches, Tim y muchas gracias por haberme ayudado. Es muy lindo que la cuiden a una y tú lo hiciste muy bien. Ya no necesitaré preocuparme mientras te tenga conmigo, ¿o no es así?

– Siempre te cuidaré, Mary -dijo y le besó la frente, igual que ella lo hacía a veces cuando él ya estaba en la cama.

– Buenas noches, Mary.

18

Cuando, después del juego de tenis del jueves por la tarde, Esme Melville llegó a la puerta trasera de la casa, tuvo que hacer un esfuerzo para caminar los pocos metros que le faltaban para llegar a la sala y al sillón más cercano. Las piernas le temblaban violentamente; había sido un esfuerzo tremendo el llegar a su casa sin que nadie se diera cuenta de lo enferma que se sentía. Experimentaba una náusea tan grande que, después de unos momentos, tuvo que ponerse en pie y dirigirse al baño. Ni siquiera el arrodillarse, con la cabeza sobre el inodoro, le producía alivio alguno; quién sabe por qué no podía vomitar; el dolor que sentía bajo el omóplato izquierdo hacía intolerables los espasmos del vómito. Estuvo, jadeante, en esa postura durante varios minutos y luego se puso en pie poco a poco, aferrándose al armario del cuarto de baño y a la puerta. Le sorprendió tener que aceptar que el asustado rostro que la veía desde el espejo de la pared era el suyo propio, de un gris sucio y perlado de sudor. El espectáculo de esa cara la aterrorizó más que ninguna otra cosa hasta esos momentos y desvió la mirada del espejo inmediatamente. Como pudo, regresó a la sala y se desplomó en el sillón, respirando con dificultad, y con las manos impotentes colgándole a los lados del cuerpo.

Luego el dolor se apoderó de ella y la desgarró como una enorme bestia enloquecida; Esme se inclinó hacia delante, con los brazos doblados sobre el pecho. Pequeños gemidos débiles se le escapaban cada vez que la agonía, como un cuchillo, se agudizaba en un crescendo, y no podía pensar más allá del dolor.

Después de una eternidad, el dolor se aplacó un tanto y ella se apoyó en el sillón, exhausta y con todo el cuerpo temblándole. Sentía un peso insufrible en el pecho que le sacaba todo el aire de los pulmones haciéndole imposible inhalar más. Estaba mojada por todas partes: el blanco traje de tenis estaba empapado en sudor; el rostro, mojado por las lágrimas; el asiento del sillón, húmedo con la orina que se le había escapado durante lo álgido del ataque. Jadeando y ahogándose con los labios amoratados, seguía ahí sentada pidiéndole a Dios que a Ron se le ocurriera venir a casa antes de ir al «Seaside». El teléfono del pasillo estaba a años luz de distancia, absolutamente fuera de su alcance.

Ya eran las siete de la noche cuando Ron y Tim llegaron a la puerta de atrás de la casa de la calle Surf. Todo estaba extrañamente callado y tranquilo, no habían puesto las luces en la mesa del comedor y no había ningún acogedor olor a comida.