– Más o menos así es, compañero.
Cuando regresaron a la sala de emergencia, el doctor Perkins los estaba esperando. Envió a Tim a que se reuniera con Dawnie y Mick, pero le indicó a Ron que permaneciera con él.
– Ron -le dijo-, hay varios arreglos que hacer.
– ¿Y qué hago? -Ron se estremeció-. ¡Buen Dios, doctor! ¡No tengo la menor idea!
El doctor Perkins le habló del entierro y se ofreció para recomendar a Ron al propietario de una funeraria.
– Es un buen hombre, Ron -le explicó el doctor-. No te cobrará más de lo que tú puedas pagar y lo hace todo muy calladamente, con un mínimo ruido y sin pompa. Tendréis que enterrarla mañana, no lo olvides, porque pasado mañana es domingo y los entierros deben hacerse dentro de un plazo de cuarenta y ocho horas. Es por el clima cálido, ya lo sabes. No la embalsaméis, ¿qué objeto tiene? Dejadla tranquila. Le diré a Mortimer que eres pariente mío y él se encargará de todo. Ahora, ¿por qué no llamas un taxi y te llevas a tu familia a casa?
Una vez que llegaron a la desierta casa, pareció que Dawnie volvía un poco a la vida y se encargó de prepararles el desayuno. Ron se dirigió al teléfono y llamó a Mary Horton. Ésta contestó al instante, lo cual lo alivió porque temía que todavía estuviera durmiendo.
– ¿Señorita Horton?, le habla Ron Melville. Escúcheme; sé que es una molestia muy grande la que le voy a dar, pero estoy desesperado. Mi esposa murió esta madrugada, todo sucedió muy rápido… Sí, muchísimas gracias, señorita Horton… Sí, estoy un poco atontado… Sí, trataré de descansar un poco… La llamé a usted para hablarle de Tim… sí, ya lo sabe, no tenía ningún sentido ocultárselo; de todos modos tenía que saberlo algún día así es que, ¿por qué no de una vez?… Gracias, señorita Horton, me alegra que usted piense que hice bien en decírselo. También le estoy muy agradecido a usted por explicarle a él lo que es la muerte… Sí, fue una ayuda muy grande, de veras… No, no me costó ningún trabajo hacérselo comprender; no tanto como yo pensé que me iba a costar. Pensé que tendría que pasarme todo el día, pero lo tomó como un hombrecito… Sí, él está bien, lo está aceptando con resignación, sin llantos ni aspavientos. Él fue el que la encontró; fue algo terrible.
Ron hizo una pausa, respiró fuerte, y luego prosiguió: -Señorita Horton, sé que usted trabaja toda la semana, pero como también sé que usted aprecia mucho a Tim voy a atreverme a preguntarle si podría venir hoy a verme, lo más pronto que pueda, y si podría llevarse a Tim con usted hasta el domingo. La vamos a enterrar mañana; no podemos hacerlo pasado mañana porque es domingo, y no quiero que él asista al funeral… Muy bien, señorita Horton, estaré aquí y también estará Tim… Muchísimas gracias, se lo agradezco mucho… Sí, trataré de hacerlo, señorita Horton. Ya nos veremos. Adiós y gracias.
Dawnie se llevó a Tim al jardín mientras Ron hablaba con el señor Mortimer, el dueño de la funeraria, que en verdad se mostró como el doctor Perkins lo había descrito. Una defunción en una familia australiana de la clase trabajadora no era un asunto caro ni complicado, y leyes estrictas al respecto impedían que se explotara a los deudos. Gente sencilla y sin complicaciones, no sentían impulso alguno por cargarle culpas reales o imaginarias a un muerto; nada de ataúdes opulentos, ni velorios ni exhibir al difunto. Todo lo necesario se hacía rápidamente y con tal discreción que había veces que los amigos y vecinos no se enteraban del óbito sino tiempo después y por los chismosos.
Un poco después de que el dueño de la funeraria se hubo marchado, Mary Horton estacionó su Bentley en la calle, frente a la casa de los Melville, y subió los escalones de la puerta principal. El rumor ya se había esparcido en el vecindario durante las primeras horas de la mañana, y muchas ventanas mostraron una rendija en sus cortinas cuando Mary se detuvo en la entrada, esperando que le abrieran la puerta. Fue el esposo de Dawnie, Mick, el que la abrió y se quedó mirando a Mary con expresión de asombro. Por un momento pensó que era alguien relacionada con la funeraria y dijo:
– El señor Mortimer se acaba de ir. No hace ni cinco minutos que salió de aquí.
Mary lo miró como queriendo reconocerlo.
– Usted debe ser el esposo de Dawn -dijo-. Soy Mary Horton y he venido a llevarme a Tim. ¿Sería usted tan amable de decirle al señor Melville que estoy aquí, sin que Tim se dé cuenta? Esperaré aquí.
Mick cerró la puerta y regresó confuso por el pasillo. Por lo que los Melville habían dicho, él se había imaginado que la señorita Horton era una anciana, pero aunque la mujer que estaba en la entrada tenía el pelo blanco, se hallaba lejos de ser anciana.
Ron estaba en esos momentos tratando de interesar a Tim en un programa de televisión. Mick hizo un gesto y Ron se puso en pie inmediatamente, cerrando la puerta entre el pasillo y la sala, al pasar por ésta.
– Dawn, la señorita Horton está aquí -murmuró Mick cuando tomó asiento junto a su esposa.
– ¿Sí? -dijo ella mirándolo con aire de curiosidad.
– ¡No es ninguna vieja, Dawn! ¿Porqué habláis de ella como si fuera de la misma edad que Ron? ¡Casi no podía creerlo cuando abrí la puerta del frente! No puede tener más de cuarenta y cinco años, si acaso.
– ¿Qué es lo que pasa contigo, Mick? ¡Claro que es una vieja! Admito que no pude verla bien esa noche, cuando la vi en su coche, ¡pero sí puedo decirte que es vieja! ¡Y tiene el pelo más blanco que papá!
– La gente puede empezar a ponerse canosa a los veinte y tú lo sabes. ¡Te digo que es una mujer relativamente joven!
Dawn siguió en silencio durante algunos momentos y al fin movió la cabeza haciendo una mueca.
– ¡La vieja mañosa! -exclamó por lo bajo-. ¡De manera que ése era su juego!
– ¿Y cuál era su juego?
– ¡Tim, por supuesto! ¡Se está acostando con él!
Mick silbó por lo bajo.
– ¡Por supuesto! -repuso-. ¿Pero tus padres nunca sospecharon nada así? Ellos lo habían cuidado tanto…
– Mamá nunca quiso oír la menor palabra en contra de su preciosa señorita Horton y papá parece el gato que se comió al canario desde que Tim empezó a traer a casa el dinero extra que la señorita Mary Horton le paga por arreglarle el jardín. ¡Vaya manera de arreglarle el jardín!
Mick lanzó una mirada furtiva en dirección de Tim.
– ¡No hables tan alto, Dawn! -dijo.
– ¡Oh! ¡Siento ganas de matar a papá por hacerse el tonto! -exclamó Dawnie, con los dientes apretados-. Yo siempre pensé que había algo sospechoso con esa mujer, pero papá nunca quiso saber nada. Bueno, comprendo muy bien que mamá jamás haya sospechado nada, ¡pero papá debía haberme escuchado! ¡Pero no podía pensar en ninguna otra cosa sino en el dinero extra que le estaba entrando!
Ron, a su vez, que se quedó con la boca abierta cuando vio a Mary Horton, salió de su aturdimiento por un momento.
– ¿Es usted la señorita Horton? -preguntó, con voz enronquecida.
– Sí, soy Mary Horton. ¿Creía usted que yo era una anciana, señor Melville?
– Sí; efectivamente -repuso Ron, dominándose lo suficiente para mantener la puerta abierta-. ¿No quiere usted entrar, señorita Horton? Espero que no le importe esperar un momento en el cuarto del frente mientras yo voy por Tim.
– Por supuesto que no -repuso Mary, siguiendo a Ron al dormitorio y sintiéndose a disgusto. Al parecer, esa habitación era el dormitorio principal y Mary se preguntó cómo aguantaría Ron el esfuerzo de introducirla en el sitio donde él y su esposa habían reposado en la noche durante tantos años. Sin embargo, el hombre apenas si parecía percatarse de lo que le rodeaba y no podía separar los ojos del rostro de ella. Mary no era en absoluto la persona que se había imaginado y, por otra parte, era exactamente como se la había imaginado. Su rostro era joven y sin arrugas, no podía tener más de cuarenta y cinco años, si acaso; pero no era un rostro sensual, intensamente femenino, sino un rostro bondadoso, ligeramente austero, con un leve toque de sufrimiento en la expresión de los orgullosos ojos castaños y en la boca de trazos firmes. Su pelo era muy blanco, como el cristal. A pesar del shock que le había causado el descubrir que era mucho más joven de lo que pensaba, Ron confiaba en ese rostro y en la dueña del mismo. Una apariencia externa serenamente firme, concluyó, un exterior muy adecuado para Mary Horton, de quien él siempre había pensado que era una de las personas más bondadosas, más generosas y más comprensivas que habían entrado en su vida.