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Pesaba sobre ellos la carga de una tristeza sorda; para Mary ya no era lo mismo el tener que compartir sus horas libres con Tim; a Ron parecía no importarle nada gran cosa, excepto la vaciedad de sus días; en cuanto a Tim, ninguno de ellos sabía qué ocurría. Era la primera vez que Mary contemplaba de cerca algún dolor y nunca se había imaginado nada parecido. La parte más frustrante de todo era su inutilidad, su incapacidad para mejorar la situación; nada que ella pudiera decir o hacer podía cambiar las cosas ni un ápice. Tenía que contemporizar con los largos silencios, con las huidas furtivas para desahogar el dolor en lágrimas inútiles.

Había llegado a querer también a Ron porque era el padre de Tim, porque estaba muy solo, porque nunca se quejaba y, según pasaba el tiempo, el anciano llenaba sus pensamientos cada vez más y más. A medida que el invierno llegaba a su fin, notaba en él una fragilidad cada vez mayor; en ocasiones, cuando se sentaban juntos a gozar del calor del pálido sol y él alzaba una mano a su luz, a ella le parecía que la enjuta y venosa extremidad dejaba pasar la luz de tal modo que se podía ver el contorno de sus huesos. Ron temblaba también con frecuencia, y su paso, en otro tiempo firme, titubeaba ahora aunque no hubiera ningún obstáculo en su camino. A pesar de lo bien que ella trataba de alimentarlo, perdía peso a ojos vistas. Materialmente se estaba disolviendo ante sus ojos.

El problema la perturbaba; a Mary le parecía que, un día tras otro, caminaba por una planicie sin ningún punto de referencia y sólo el trabajar con Archie Johnson tenía algo de realidad. En la «Constable Steel & Mining» podía volver a ser ella misma, apartar la mente de Ron y Tim y aferrarse a algo concreto. Era la única influencia estabilizadora de su vida. Había llegado a sentir temor ante la llegada del viernes y una sensación de alivio cuando ya era lunes. Ron y Tim se habían convertido en unos íncubos de pesadilla, encadenados a su cuello, porque no sabía qué hacer para sortear los desastres que sentía venir.

Un sábado en la mañana, al principio de la primavera, Mary estaba en la terraza del frente de la casa de campo mirando en dirección de la bahía, donde Tim estaba de pie, precisamente al borde del agua, con la vista fija en la otra ribera del río. ¿Qué era lo que veía? ¿Buscaba a su madre? ¿Buscaba quizá las respuestas que ella no había podido darle? Era el haber fallado a Tim lo que preocupaba a Mary más que cualquier otra cosa, porque sentía que ella era una de las razones principales de su extraño alejamiento. Desde la noche en que había regresado a la casa de campo después de la semana que Ron y Tim habían pasado allí solos, Mary se había percatado de que Tim pensaba que ella le había fallado. Sin embargo, el tratar de hablar con él era como tratar de hablar a una pared; sencillamente, parecía no desear escucharla. Mary había repetido ya la prueba más veces de las que podía recordar, y había tanteado el terreno tirando en su dirección cebos que antiguamente hubieran sido infalibles, pero él los ignoraba con un aire como si al mismo tiempo la desdeñara. Y por si fuera poco, la situación se había vuelto algo intangible; seguía siendo tan atento y comedido como siempre, trabajaba afanosamente en el jardín y en las tareas de la casa y no demostraba abiertamente descontento alguno. Simplemente se había alejado de ella.

Ron salió a la terraza con una bandeja con el té de la mañana y la puso en la mesa, cerca de su silla. Sus ojos siguieron la dirección en la que Mary miraba y dieron con la figura que estaba en la playa, inmóvil, como un centinela. Ron dejó escapar un suspiro.

– Tome una taza, Mary. No ha querido usted desayunar, querida. Ayer hice un pastel de semillas verdaderamente bueno. ¿Por qué no toma ahora un pedacito con su té?

Mary separó sus pensamientos de Tim y sonrió:

– Se lo digo en serio, Ron -repuso-. Se ha convertido usted en un cocinero muy bueno en estos últimos meses.

El hombre se mordió el labio para suprimir un violento temblor.

– A Es le encantaba el pastel de semillas; era su favorito. El otro día estaba leyendo en el Herald que en América comen pan en el que ponen semillas, pero que no se las ponen a los pasteles. ¡Qué raro! A mí no podría ocurrírseme algo peor que poner semillas de alcaravea en el pan, pero en un buen pastel, bien horneado, son la gloria.

– Las costumbres cambian de un lugar a otro, Ron. Probablemente ellos digan exactamente lo opuesto si en sus periódicos leen que los australianos nunca le ponemos semillas de alcaravea al pan, pero que nos encantan en los pasteles. Aunque, a decir verdad, si usted va a una de esas panaderías estilo continental que ahora hay en Sydney, ya puede comprar pan de centeno con semillas dentro.

– Yo no comería nada de lo que comen esos nuevos australianos falsos -dijo él con el antiguo e innato desprecio del australiano por los inmigrantes europeos-. Además, eso no me importa. Vamos, Mary, tome un pedazo de pastel.

Después de haber comido la mitad de su rebanada de pastel, Mary dejó el plato sobre la mesa.

– Ron -interrogó-, ¿qué pasa con él?

– ¡Por el amor de Dios, Mary, ya le sacamos la última gota de jugo a esa pregunta hace semanas! -replicó él, pero luego se volvió a Mary y le apretó el brazo afectuosamente, con aire contrito.

– Lo siento mucho, querida -dijo en tono de disculpa-. No fue mi intención usar ese tono con usted. Yo sé que me lo pregunta porque Tim le preocupa mucho y que ésa es la única razón por la que sigue preguntando lo mismo. No lo sé -agregó, después de una breve pausa-. Sencillamente no lo sé. Nunca se me ocurrió que le afectaría tanto la muerte de su madre; ni que el sentimiento fuera a durarle tanto. Es como para partirle a uno el corazón, ¿verdad?

– A mí me lo está haciendo pedazos. ¡No sé qué voy a hacer, pero tengo que hacer algo, y pronto! ¡Cada día se aleja más de nosotros, Ron, y si no podemos hacer que regrese, vamos a perderlo!

Ron se acercó y se sentó en el brazo del sillón, le tomó la cabeza entre las manos y la oprimió suavemente contra su escuálido pecho, reteniéndola ahí.

– Ojalá supiera qué hacer, Mary querida, pero no lo sé. Y lo peor de todo es que, por más esfuerzos que hago, ya no me preocupa tanto como me hubiera preocupado antes. Es como si Tim ya no fuera mi hijo, como si ya no me importara mucho. Eso suena terrible, pero tengo mis razones. Espere aquí.

El anciano soltó a Mary abruptamente y desapareció en el interior de la casa, saliendo a los pocos instantes con un abultado portafolios bajo el brazo. Al llegar a la mesa, lo arrojó encima de ésta. Mary alzó el rostro para mirarlo, intrigada y sorprendida. Ron acercó otra silla y la acomodó de tal modo que quedó frente a la de ella; luego se sentó a su vez y la miró fijamente, con los ojos brillándole de una manera extraña.

– Aquí están todos los papeles que tratan de Tim -dijo-. Ahí adentro están mi testamento, las libretas bancarias, las pólizas del seguro y las anualidades. Todo lo que se necesita para que Tim quede asegurado en lo económico por el resto de su vida. -Dio vuelta la cabeza para mirar hacia la playa.

»Me estoy muriendo, Mary -prosiguió lentamente-, y no quiero seguir viviendo; es como si se me hubieran quitado las ganas de vivir. Me estoy parando como uno de esos monos de cuerda… usted ya los conoce; tocan un tamborcito y van y vienen, van y vienen hasta que empiezan a funcionar más despacio y al fin se detienen; los pies ya no se les mueven y el tamborcito deja de tocar. Así es como me siento. Parándome poco a poco y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.

»¡Ah!, y otra cosa, Mary, ¡mejor que así sea! Si fuera yo joven tal vez no hubiera sentido tanto su partida, pero a mi edad es muy diferente. Es me ha dejado un vacío tan grande que no puedo llenarlo con nada, ni siquiera con Tim. Todo lo que quiero es descansar bajo tierra, ahí, con ella. No soporto pensar que ha de hacer mucho frío donde está y que se ha de sentir terriblemente sola. Y no puede ser de otra manera, después de haber dormido conmigo tantos años. -Continuaba sin mirarla, con la cabeza vuelta en dirección de la bahía.