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»Y no puedo soportar el pensamiento de que ella esté tan sola y tan fría; sencillamente no puedo -prosiguió-. Ya no me queda nada desde que ella se fue y ni siquiera puedo preocuparme por Tim. Por eso es por lo que esta semana fui a ver a mi abogado y le pedí que lo arreglara todo.

»No le estoy dejando a usted nada sino problemas, supongo. Sólo problemas, pero, en cierto modo, siempre, desde el mismo principio, sentí que usted quería mucho a Tim y que no le importaría la molestia. Es algo egoísta de mi parte, pero no puedo evitarlo. Le estoy dejando a Tim, Mary; se lo dejo a usted y ahí están todos los papeles. Tómelos. Le he dado poderes legales en todos los asuntos económicos de Tim mientras usted viva. No creo que Dawnie le cause molestias porque Mick no quiere que Tim esté con ellos pero, por si acaso, también dejo ahí un par de cartas, una para Dawnie y otra para el presumido de Mick. Ya avisé en mi trabajo; le dije a mi jefe que me voy a retirar. Voy a quedarme en mi casa a esperar lo que venga, sólo que todavía me gustaría venir aquí con Tim los fines de semana, si a usted no le molesta. Además, no puede tardar mucho.

– ¡Oh, Ron, oh, Ron! -exclamó Mary con las lágrimas corriéndole por las mejillas y haciendo que en sus ojos se tornara borrosa la esbelta figura de la playa que habían estado mirando, mientras alargaba una mano en dirección de Ron.

Se pusieron de pie; luego, inesperadamente, se abrazaron con fuerza, cada uno de ellos víctima de una clase diferente de dolor. Pasados unos momentos Mary descubrió que él la confortaba más de lo que ella pudiera consolarlo, que era algo exquisitamente sedante y pacífico el estar ahí, dentro de los brazos del anciano, y sentir su ternura y su compasión, su protección intensamente varonil. Ella se apretó contra su endeble cuerpo, apoyó el rostro contra el arrugado cuello y cerró los ojos.

De súbito algo extraño se interpuso; un estremecimiento de miedo le recorrió el espinazo y abrió los ojos con una expresión de temor.

Tim estaba a pocos metros de distancia mirándolos fijamente y, por vez primera después de tantos meses de conocerse, lo vio enojado.

El muchacho estaba temblando de rabia. Los ojos le relampagueaban y se volvían oscuros como dos zafiros mientras todo su cuerpo se sacudía en un temblor de furia. Aterrorizada, dejó caer los brazos a los costados y se separó de Ron tan abruptamente que él se tambaleó y tuvo que apoyarse en el pilar que sostenía el techo. Volviéndose, vio a Tim; quedaron mirándose mutuamente durante tal vez todo un minuto sin decir palabra; luego, Tim se dio vuelta y corrió por el sendero, rumbo a la playa.

– ¿Qué es lo que pasa con él? -murmuró Ron, estupefacto. Hizo un movimiento para seguir a su hijo, pero Mary lo sujetó inmediatamente.

– ¡No, no! -exclamó.

– ¡Pero es que tengo que ver qué ocurre con él, Mary! ¿Qué hizo? ¿Por que saltó usted así y se asustó tanto al verlo? ¡Déjeme ir a ver!

– ¡No, Ron, por favor! Déjeme ir a mí. Usted quédese aquí, ¡por favor! ¡No me pregunte por qué, Ron! Déjeme que vaya yo a ver qué es lo que tiene.

El anciano cedió, no muy convencido, haciéndose a un lado para que Mary pasara.

– Bueno -concedió-, está bien, querida. Usted es muy buena con él y tal vez necesita más la presencia de una mujer que la de un hombre. Si su madre viviera, yo se la enviaría, así es que ¿por qué no usted?

No había señales de él en la playa mientras Mary bajaba por el sendero; se detuvo en el borde donde empezaba la arena y, con una mano, se hizo sombra en los ojos para mirar en ambas direcciones a todo lo largo de la playa, pero no estaba ahí. Se volvió entonces en dirección de los árboles, y se dirigió a un pequeño claro donde ella sabía que, desde no hacía mucho, le gustaba estar a solas.

Y ahí estaba, inspirando aire profundamente. Mary se apoyó en el tronco de un árbol y lo observó en silencio. Lo terrible de su angustia y de su dolor la sacudieron como el golpe de un martillo descomunal. Todas las líneas de su rostro, tan fina y hermosamente dibujadas, hablaban de un dolor que no podía expresarse, y cuando volvía el rostro y Mary le miraba el perfil, se destacaban con mayor precisión los músculos contraídos por el sufrimiento. Era imposible permanecer indiferente ante ese espectáculo pero, dominándose, ella llegó a su lado tan calladamente que él no se percató de su presencia hasta que Mary le tocó ligeramente un brazo. Tim saltó como si sus dedos le quemaran y la mano de ella cayó a un costado, floja y sin vida.

– Tim -rogó ella-, ¿qué es? ¿Qué es lo que he hecho?

– ¡Nada, nada!

– ¡No me lo ocultes, Tim! ¿Qué he hecho?

– ¡Nada! -casi gritó.

– ¡Pero es que algo he hecho, Tim! Lo he sabido durante meses; sé que en algo te he fallado, ¡pero no sé qué es! ¡Dímelo, Tim! ¡Dímelo, por favor!

– ¡Vete!

– ¡No! ¡No me iré! No me iré hasta que me digas qué es lo que pasa. Es algo que nos está volviendo locos a tu padre y a mí, y hace unos momentos, allá en la terraza, nos miraste como si nos odiaras, como si nos odiaras a los dos, Tim -Mary se le enfrentó y lo miró a los ojos sujetándolo de los brazos y hundiéndole los dedos en la carne.

– ¡No me toques! -estalló él, librándose bruscamente de ella y dándole la espalda.

– ¿Por qué, Tim? ¿Qué he hecho para que no pueda tocarte?

– ¡Nada!

– ¡No te creo! Tim, nunca creí que me mentirías, ¡pero me estás mintiendo! ¡Por favor, dime qué es lo que te pasa! ¡Por favor!

– No puedo -murmuró él en tono desamparado.

– Sí puedes. ¡Por supuesto que puedes! ¡Siempre has podido contármelo todo! Tim, por favor, no te vuelvas contra mí ni me impidas que me acerque a ti. Me estás haciendo pedazos. ¡Ya no puedo más de miedo y angustia por ti y no sé qué hacer! -empezó a llorar y se limpió las lágrimas con la palma de la mano.

– ¡No puedo, no puedo! -gritó él-. ¡No sé! ¡Siento tantas cosas que no puedo explicarlas, no sé qué significan!

Giró de pronto para enfrentarse a ella, molesto y acosado más allá de lo que podía soportar, y ella retrocedió; era un extraño el que la miraba con un profundo enojo; en ese rostro no había nada que a ella le fuera familiar.

– ¡Sólo sé que ya no te gusto y eso es todo! Ahora papá te gusta más que yo… ¡Yo ya no te gusto! Ya no te gusto desde que conociste a papá y yo sabía que eso iba a suceder. ¡Sabía que eso iba a suceder! ¿Cómo puedo gustarte más que él cuando él está bien de la cabeza y yo no? A ti te gusta más él.

– ¡Oh, Tim! ¡Oh, Tim! -dijo ella con los brazos extendidos-. ¿Cómo puedes pensar eso? ¡Eso no es verdad! Tú me gustas tanto como siempre me has gustado; no has dejado de gustarme ni siquiera un solo minuto. ¿Cómo puedes dejar de gustarme?

– ¡Y no te gusto desde que conociste a papá!

– ¡No, no! ¡Eso no es cierto, Tim! ¡Créeme, por favor, eso no es cierto! ¡Me gusta tu padre, pero jamás podría gustarme tanto como tú, jamás! Ahora, si quieres saberlo, te diré que la razón por la que me gusta tu padre es porque es tu padre; él te hizo -trataba de mantener la voz calma, esperando que eso lo tranquilizara.

– ¡Tú eres la que está mintiendo, Mary! ¡Puedo sentir las cosas! Siempre creí que tú pensabas que yo ya era un hombre crecido, pero ahora sé que no es así, que ya no es igual, ¡ya no es lo mismo desde que os vi, a ti y a papá! ¡Yo ya no te gusto, ahora es papá el que te gusta! ¡No dices nada cuando papá te abraza! ¡Te vi, abrazándolo y confortándolo todo el tiempo! ¡Tú no dejas que yo te abrace y ya no me consuelas a mí! Lo único que haces conmigo es arroparme en la cama, y yo quiero que me abraces y me consueles, ¡pero tú no lo haces! ¡Y a papá sí se lo haces!