La tomó de los hombros y la puso de pie, abrazándola con demasiada fuerza cuando la rodeó con los brazos; instintivamente, ella alzó la cabeza para respirar mejor.
No sabiendo encontrarle la boca, él oprimió su mejilla contra la de ella, buscándole torpemente los labios con los suyos. Tomada completamente desprevenida, porque las últimas palabras y la última acción de él habían sido demasiado rápidas para comprenderlas de inmediato, Mary luchó frenéticamente por librarse del abrazo y, repentinamente, ya nada importó, había sólo la sensación de ese hermoso cuerpo joven y de esa boca que experimentaba ansiosamente. Tan falta de experiencia como él, pero mentalmente mucho mejor preparada, Mary sintió la necesidad que Tim tenía de ayuda y seguridad. No podía fallarle también en eso, no se sentía capaz de hacer pedazos su orgullo, de humillarlo rechazándolo. El apretón en que él la tenía se aflojó lo suficiente para que ella librara las manos y éstas volaron a la cabeza de Tim, acariciándole la frente y cerrándole los ojos abiertos, explorando la seda de sus pestañas y los cóncavos huecos de sus mejillas. Él la besó según él creía que se hacía, con los labios fuertemente apretados, y no le satisfizo; ella se apartó durante un momento y le bajó un poquito el labio inferior con el pulgar, haciéndole que abriera ligeramente la boca, y luego las manos ascendieron hasta su rubio cabello y le forzaron la cabeza hacia abajo. Tim no se sintió desilusionado esta vez y su estremecido deleite se le transmitió a ella como una corriente eléctrica.
Mary ya antes lo había tenido en sus brazos, pero como un niño, nunca como un hombre, y el impacto de descubrir en él al hombre la dejó estupefacta. El perderse en sus brazos, el sentir su boca, el permitirle a sus propias manos que siguieran los planos del cuello de él, descendiendo hasta el terso y musculoso pecho, era descubrir en ella misma una necesidad de todo eso, un agonizante placer en sentir las fuertes manos en su cuerpo. Tim encontró sin que lo guiaran los contornos de sus senos y luego deslizó una mano por la abertura del cuello del vestido y la cerró posesivamente en uno de sus hombros.
– ¡Mary! ¡Tim! ¡Mary! ¡Tim! ¿Dónde estáis? ¿No me oís? ¡Soy Ron! ¡Contestad!
Mary se separó bruscamente de él y lo tomó de la mano, forzándolo a que la siguiera al refugio de los árboles. Siguieron corriendo hasta que la voz de Ron ya no se escuchó a sus espaldas y al fin se detuvieron. El corazón le latía a Mary tan furiosamente que apenas si podía respirar y por un momento pensó que se iba a desmayar. Respirando afanosamente, se aferró a uno de los brazos de Tim hasta que se sintió mejor; luego se retiró de él un poco, ya más dueña de sí misma.
– Estás viendo a una estúpida vieja tonta -dijo entonces, volviéndose a mirarlo.
Tim le sonreía a la manera de antes, totalmente adorable, sólo que ahora había cierta diferencia, con una nueva fascinación y asombro que antes no existía, como si, ante sus ojos, ella hubiera ganado toda una nueva dimensión. La mirada de él la volvió a la realidad como ninguna otra cosa lo hubiera hecho; se llevó la mano a la cabeza, tratando de pensar.
¿Cómo había sucedido? ¿Cómo iba ahora a llevar la situación? ¿Cómo iba a regresar al terreno que antes ocupaban sin lastimarlo?
– Tim, no debíamos haber hecho eso -dijo lentamente.
– ¿Por qué? -el rostro se le había encendido de felicidad-. ¡Oh, Mary, yo no sabía que se sentía así! ¡Me gustó! ¡Me gustó mucho más que cuando me abrazas y me consuelas!
La mujer movió la cabeza decididamente.
– ¡No importa, Tim! -exclamó-. ¡No debíamos haberlo hecho! Hay cosas que la gente no debe hacer y ésa es una de ellas. Es muy malo que nos haya gustado porque no debe volver a suceder; no debe volver a suceder nunca, no porque no me haya gustado tanto como a ti, sino porque no debe ser. Tienes que creerme, Tim, ¡sencillamente no debe ser! Yo soy responsable de ti, tengo que cuidarte del mismo modo como te hubieran cuidado tu padre y tu madre y eso significa que no podemos besarnos; sencillamente no podemos.
– ¿Pero por qué, Mary? ¿Qué hay de malo en eso? ¡A mí me gustó mucho! -Toda la alegría se le había ido del rostro.
– En sí, Tim, no hay nada de malo. Pero entre tú y yo está prohibido, es un pecado. ¿Sabes lo que es pecado?
– ¡Claro que lo sé! Es cuando haces algo que a Dios no le gusta -repuso él.
– Pues bien. A Dios no le gusta que nos besemos.
– ¿Pero cómo puede importarle eso a Dios? ¡Oh, Mary, nunca antes había sentido algo así! ¡Es lo más cercano que he sentido alguna vez a tener bien la cabeza! ¿Por qué había de importarle eso a Dios? No es justo que eso le importe a Dios. ¡Sencillamente no es justo!
A ella se le escapó un suspiro.
– No, Tim -contestó-, no es justo. Pero a veces nos es muy difícil comprender los designios de Dios. Hay un montón de cosas, algunas de ellas tontas, que uno tiene que hacer sin comprenderlas en lo absoluto, ¿o no es así?
– Sí, supongo que sí -repuso él ariscamente.
– Pues bien; cuando se trata de comprender las intenciones de Dios ninguno de nosotros es suficientemente inteligente… ni tú, ni yo, ni tu padre, ni el Primer Ministro de Australia ni la Reina somos suficientemente inteligentes. ¡Tim, tienes que creerme! -le urgió ella-. ¡Tienes que creerme porque si no lo haces ya no podremos ser amigos! Tendremos que dejar de vernos. A nosotros no nos es posible abrazarnos ni besarnos; eso es un pecado a los ojos de Dios. Tú eres un hombre joven y no tienes bien la cabeza y yo ya me estoy haciendo vieja y mi cabeza funciona perfectamente. ¡Soy lo bastante vieja para ser tu madre, Tim!
– ¿Y qué tiene que ver todo eso?
– A Dios no le gusta que nos abracemos ni que nos besemos porque entre nosotros hay una diferencia de edad muy grande, y lo mismo sucede con nuestra mentalidad; eso es todo, Tim. Me gustas, me gustas más que nadie en el mundo, pero no puedo abrazarte ni besarte. No nos está permitido. Y si tú tratas de volver a besarme, Dios hará que ya no vuelva a verte, y no quiero dejar de volver a verte.
Tim se quedó pensativo, rumiando lo que le acababa de decir, y luego suspiró, con aire derrotado.
– Está bien, Mary -repuso-. Aunque me gustó muchísimo, prefiero seguirte viendo, que besarte y luego ya no volver a verte.
Mary aplaudió, muy contenta.
– ¡Oh, Tim -exclamó-, estoy tan orgullosa de ti! Ahora sí has hablado como un hombre, como un hombre de verdad, con la cabeza perfecta. ¡Estoy muy orgullosa de ti!
El muchacho se rió temblorosamente.
– Todavía pienso que no es justo, pero me gusta cuando dices que estás orgullosa de mí -dijo.
– ¿Te sientes más feliz ahora que lo sabes todo?
– ¡Muy, muy feliz! -se sentó debajo de un árbol y palmeó el suelo junto a él-. Siéntate, Mary -agregó-, te prometo que no te besaré.
Ella se sentó a su lado y le tomó una mano, separando los dedos amorosamente.
– Esto es lo más que podemos hacer cuando nos toquemos, Tim. Sé que no intentarás besarme; no me preocupo porque sé que nunca rompes una promesa. Hay otra cosa que también tienes que prometerme.
– ¿Qué cosa? -con la mano libre, empezó a arrancar puñados de hierba junto a su pierna.
– Lo que sucedió, quiero decir, el beso, tiene que ser un secreto entre nosotros. Jamás hablaremos de eso con nadie, Tim.
– Está bien -contestó él dócilmente. De nuevo volvía a ser el niño de antes, aceptando su papel con su dulzura peculiar y su deseo de agradar que tanto lo singularizaban. Pasado un rato, volvió el rostro para mirarla, y los grandes ojos azules estaban tan llenos de amor que a Mary se le cortó el aliento y se sintió triste y enojada. Él tenía razón: no era justo, ¡sencillamente no era justo!