– Mary -dijo Tim, interrumpiendo sus pensamientos-, eso que me dijiste acerca de papá, de cómo él quiere ir a dormir con mamá debajo de la tierra, creo que entiendo lo que quieres decir. Si tú te murieras, yo también desearía morirme; no me gustaría seguir caminando y hablando y riéndome y llorando, ¡de veras! Y preferiría estar contigo, debajo del suelo, dormido. No me gustará que papá ya no esté con nosotros, pero ahora sé por qué se quiere ir.
Mary levantó la mano de él con la suya y la oprimió contra una de sus mejillas.
– Siempre es más fácil comprender las cosas cuando tú puedes ponerte en el lugar de la otra persona, ¿no es así? -dijo-. ¡Oye!… tu padre nos está llamando. ¿Crees que podrás hablarle sin llorar?
Tim asintió con aire tranquilo.
– ¡Oh, sí! Ya estoy bien. Papá me gusta mucho, es el que más me gusta después de ti, pero él pertenece a mamá, ¿verdad? Yo te pertenezco a ti, así es que ahora ya no me preocupo mucho. Ahora yo te pertenezco. Y el pertenecerte no es ningún pecado, ¿o no es así, Mary?
La mujer movió la cabeza.
– No, Tim; no es pecado.
La voz de Ron se oía ya más cerca; Mary gritó a su vez, para hacerle saber dónde estaban, y se puso en pie.
– ¿Mary?
– ¿Sí?
Tim seguía sentado en el suelo, mirándola con aire de comprensión…
– ¡Se me acaba de ocurrir algo! -exclamó-. ¿Te acuerdas del día siguiente al que mamá murió, cuando viniste a nuestra casa a recogerme?
– Por supuesto que me acuerdo.
– Bien; Dawnie te dijo unas cosas horribles y entonces yo no sabía por qué estaba tan enojada. Pensaba y pensaba, pero no podía entender por qué se había enojado tanto. Cuando te estaba gritando, yo me sentí muy mal por dentro porque pensaba que ella creía que habíamos hecho algo muy malo. ¡Creo que ahora lo sé! ¿Verdad que ella pensaba que nos besábamos?
– Algo así, Tim.
– ¡Ah, vaya! -siguió pensando unos momentos más-. Entonces te creo, Mary, y creo lo que me dices de que no debemos besarnos. Yo nunca antes había visto así a Dawnie, y desde entonces no ha sido amable ni con papá ni conmigo. Se enfadó con papá porque yo venía a estarme contigo, algunas semanas después de aquello, y ahora ya no viene a vernos nunca. Así es que pienso que es un pecado; debe ser un pecado para que Dawnie se haya puesto así. ¿Pero por qué pensaba ella que tú y yo nos besábamos? Debería conocerte mejor, Mary. Tú nunca permites que hagamos algo malo.
– Sí, debería saberlo, estoy de acuerdo, pero hay veces que las personas se trastornan tanto que no pueden pensar adecuadamente y, después de todo, ella no me conoce tan bien como me conocéis tú y tu padre.
Tim se quedó mirándola, extrañamente lúcido.
– Pero papá se puso de tu parte, y tampoco te conocía entonces.
Ron apareció entre los árboles, jadeando.
– ¿Todo bien, Mary querida? -pudo decir.
Ella sonrió, haciendo una seña en dirección de Tim.
– Sí, Ron -contestó-. Todo está perfectamente. Tim y yo estuvimos hablando y ya se aclaró todo. No hay ningún problema. Era simplemente un malentendido.
23
Pero no todo estaba bien; un mundo dormido había despertado. Mary tenía buenas razones para dar gracias porque Ron ya no fuera el de antes, porque si hubiera estado en su antiguo buen estado de salud y de mente, hubiera notado inmediatamente el cambio que había ocurrido en Tim. Como estaban las cosas, el festivo buen humor que había vuelto a formar parte de las relaciones entre ellos le satisfacía y no pretendía más. Mary era la única que comprendía que Tim sufría. Ella lo miraba y se encontraba con sus ávidos, enojados ojos posados en ella una docena de veces al día, y cuando lo sorprendía mirándola así, él abandonaba la habitación inmediatamente, con una expresión culpable y confusa.
¿Por qué debían cambiar las cosas?, se preguntaba; ¿por qué algo perfecto no podía seguir siendo perfecto? Porque somos seres humanos, le contestaba su razón, porque somos demasiado complejos y demasiado defectuosos, porque, una vez que algo nos ocurre, debe volver a ocurrimos y, cuando esto sucede, altera la forma y la esencia de lo que sucedió antes. Ya no había manera de regresar a la primera fase de la amistad, y no quedaban más que dos alternativas; seguir adelante o detenerse allí. Sin embargo, ninguna de esas dos alternativas parecía posible o realizable. De haber sido Tim mentalmente normal, ella hubiera intentado algo, pero volver a lo mismo no hubiera logrado más que confundirlo y lo hubiera hecho más infeliz. «Hemos llegado a una difícil encrucijada», pensó ella, pero luego sacudió la cabeza con disgusto; el asunto era demasiado explosivo para que fuera una encrucijada, recapacitó: era más bien un callejón sin salida.
Al principio pensó en hablar con Archie Johnson, pero inmediatamente rechazó esa idea. Era un hombre comprensivo y brillante, pero jamás comprendería las sutilezas de la situación. ¿Quizás Emily Parker? Ésta era una anciana bondadosa y, desde el principio, había seguido las relaciones de Mary con Tim y se había mostrado muy interesada, pero algo, muy dentro de Mary, rehusaba exponerle el problema a esa personificación del matriarcado. A final de cuentas llamó por teléfono a John Martinson, el maestro de niños retrasados mentales. Cuando contestó el teléfono, él la recordó inmediatamente.
– En ocasiones me he preguntado qué habría pasado con usted -dijo-. ¿Cómo está todo, señorita Horton?
– No muy bien, señor Martinson. Necesito desesperadamente hablar con alguien y usted es la única persona en quien puedo pensar. Siento terriblemente molestarlo a usted con mis problemas, pero sencillamente no sé qué hacer y necesito la ayuda de alguien verdaderamente capacitado. Me estaba preguntando si podría llevar a Tim para que usted lo viera.
– Por supuesto que puede hacerlo. ¿Qué le parece mañana en la noche en mi casa, después de cenar?
Mary anotó la dirección y luego llamó a la residencia de los Melville.
– Habla Mary, Ron.
– ¡Ah! Buen día, querida. ¿Sucede algo?
– Nada, en realidad. Sólo quería saber si podría pasar por Tim mañana en la noche para llevarlo a ver a alguien.
– No veo por qué no. ¿Quién es esa persona?
– Un maestro de niños retrasados mentales, un hombre verdaderamente maravilloso. Pensé que él podría evaluar a Tim y darnos alguna idea de qué ritmo debemos imponerle a su aprendizaje.
– Lo que usted diga. La veremos mañana en la noche.
– Gracias. A propósito, le agradecería que no le dijera nada a Tim. Quiero que conozca a esta persona sin que vaya preparado.
– Perfectamente. Adiós, querida.
John Martinson vivía cerca de la escuela, la cual estaba en el suburbio satélite de Penrith, precisamente al pie de las Montañas Azules. Tim, acostumbrado al viaje hacia el norte, gozó plenamente al salir de Sydney en otra dirección y durante todo el camino llevó la nariz pegada a la ventanilla, contando todos los edificios iluminados que se encontraban, los puestos donde vendían hamburguesas y los cines al aire libre.
La casa de los Martinson era grande, pero sin pretensiones, construida de tablas de fibra y pintada de rosa, y al acercarse a ella oyeron risas de niños.
– ¿Por qué no vamos a la terraza de atrás? – le sugirió John Martinson a Mary cuando acudió a abrirles la puerta-. La he convertido en mi estudio y ahí nadie nos molestará.
El dueño de la casa les presentó a su esposa y a los tres hijos mayores con pocas palabras y luego se dirigieron directamente a espaldas de la casa.