Mary Horton era un adversario de mucho respeto para Harry Markham, de modo que éste cedió sin objeción alguna.
– Sí, claro, señorita Horton. Lo que usted diga, señorita Horton.
Mary le extendió la mano.
– Muchísimas gracias, señor Markham -contestó-. Le agradezco mucho su cooperación. Buenas noches.
El que seguía en la lista de Mary era el ginecólogo. Habiendo decidido qué era lo que tenía que hacer, Mary atacaba los obstáculos uno por uno, en su debido orden, y gozaba al hacerlo más de lo que se había imaginado. Ése era su elemento, el hacer cosas; ninguna duda la inquietaba, no había titubeos una vez que había decidido qué hacer.
En el consultorio del ginecólogo, ella le explicó la situación tranquilamente.
– No me es posible correr el riesgo de un embarazo, doctor, y estoy segura de que usted ve el porqué. Supongo que tendrán que hospitalizarme para hacerme un ligamento de trompas, así que se me ocurrió que mientras estoy allí y ustedes me estén hurgando, tal vez pudieran hacer algo sobre el hecho de que soy una virgen intacta. Yo no puedo hacer peligrar estas relaciones evidenciando la menor muestra de dolor, y entiendo que, a mi edad, es muy doloroso para una mujer el comenzar su actividad sexual.
El ginecólogo se llevó una mano a la cara rápidamente para encubrir una sonrisa involuntaria; más que la mayoría de hombres, conocía esa clase de mujeres como Mary Horton, pues había muchas de ellas trabajando en hospitales australianos. Esas solteronas dedicadas a su trabajo, pensó, son todas iguales. Bruscas, de un gran sentido práctico, desconcertantemente lógicas y, a pesar de todo eso, mujeres hasta le médula, llenas de orgullo, de sensibilidad y de una curiosa suavidad. Dominada ya su risita, hizo sonar su pluma en el escritorio y miró gravemente a Mary.
– Creo que estoy de acuerdo con usted, señorita Horton. ¿Sería ahora tan amable de pasar detrás de ese biombo y despojarse de sus ropas? En un momento vendrá una enfermera a entregarle una bata.
El sábado por la mañana Tim era ya el único al que no le habían dicho nada. Mary le había pedido a Ron que no mencionara el asunto, pero se negó a llevarse a Tim a la casa de campo si no los acompañaba Ron.
– Por supuesto, tiene usted que venir con nosotros, Ron -dijo con tono firme-. ¿Por qué habría de ser diferente? Todavía no estamos casados, usted ya sabe. Me las puedo arreglar para llevarme a Tim a solas para decírselo.
La oportunidad se presentó en la tarde; Ron fue a dormir una siestecita, según confesó en voz alta, haciéndole un guiño significativo a Mary, y se dirigió a su dormitorio.
– Tim -sugirió Mary-, ¿por qué no vamos un rato a la playa y nos sentamos un rato al sol?
Tim se puso de pie al instante, con una amplia sonrisa.
– ¡Ah! -contestó inmediatamente-. Es una idea magnífica, Mary. ¿Ya hace bastante calor como para nadar?
– No lo creo, pero, de todas maneras, no importa. Quiero hablar contigo un rato, no nadar.
– Me gusta hablar contigo, Mary -le confió él-. Hace tanto tiempo que no hablamos.
– ¡No seas adulón! -regañó amorosamente y soltó la risa-. Siempre estamos hablando.
– Pero no de la misma manera como cuando dices, «Tim, quiero hablar contigo». Ésas son las conversaciones que más me gustan porque tienes algo bueno que decirme.
Mary abrió los ojos aún más, asombrada.
– ¡Vaya que eres perspicaz! Vamos, entonces; no perdamos más el tiempo.
Era algo difícil librarse de un golpe del estado de ánimo intensamente práctico y lleno de energía de los pocos días anteriores, y durante un rato siguió sentada en la arena en silencio, tratando de descender de sus alturas de brusquedad escueta. El adoptar esa actitud había sido algo esencial para su bienestar mental pues sin ella jamás se las hubiera arreglado para decir y hacer todo lo que se necesitaba, ya que cualquier señal de vulnerabilidad habría dado como resultado algún desastre. Ahora, sin embargo, la dureza ya no era necesaria y había que descartarla.
– Tim, ¿tienes alguna idea de lo que es el matrimonio?
– Creo que sí. Es como papá y mamá y lo que mi Dawnie hizo hace poco.
– ¿Y puedes decirme algo más al respecto?
– ¡Cielos, yo no sé! -dijo, pasándose una mano por el espeso cabello dorado y haciendo una mueca-. Significa que uno se va a vivir con alguien con el que no vivía antes, ¿no es así?
– En parte -repuso ella, volviéndose hacia él-. Cuando eres un hombre crecido y ya no eres un niño, acabas encontrándote con alguien que te gusta tanto que piensas en irte a vivir con esa persona en lugar de vivir con papá y mamá. Y si a esa persona que te gusta tanto, tú también le gustas de igual modo, entonces los dos van a un sacerdote o a un ministro o a un juez y se casan. Los dos firman un papel y el firmar ese pedacito de papel significa que ya están casados y que pueden vivir juntos por el resto de su vida sin ofender a Dios.
– ¿Y significa realmente que pueden vivir juntos por el resto de su vida?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué no me puedo casar contigo, Mary? Me gustaría casarme contigo, me gustaría verte toda vestida como una princesa de un cuento de hadas con un largo vestido blanco al igual que Dawnie y como está mamá en la foto de su casamiento, la que está en el vestidor de su cuarto.
– Muchas muchachas se ponen un vestido blanco de cola cuando se casan, Tim, pero no es el vestido blanco de cola lo que hace a una estar casada, sino el pedacito de papel.
– Pero mamá y Dawnie llevaron vestidos largos -sostuvo él tercamente enamorado de la idea.
– ¿De veras te gustaría casarte conmigo, Tim? -interrogó Mary, haciendo que la atención de él se desviara del vestido blanco de cola.
Tim asintió con la cabeza vigorosamente, sonriéndole.
– ¡Oh, sí! ¡De veras me gustaría casarme contigo, Mary! Así podría vivir contigo todo el tiempo y no tendría que regresar a casa los domingos en la noche.
El río seguía su camino rumbo al mar, lamiendo sus riberas y murmurando pacíficamente; Mary se espantó una terca mosca que le rondaba la cara.
– ¿Querrías entonces vivir conmigo más que vivir con tu padre?
– Sí. Papá pertenece a mamá y ya sólo espera poder ir a dormirse con ella debajo de la tierra, ¿no es así? Yo te pertenezco a ti, Mary.
– Pues bien; tu padre y yo estábamos hablando de ti la otra noche, cuando regresamos después de haber ido a ver al señor Martinson, y decidimos que sería una buena idea que tú y yo nos casáramos. Nos preocupa mucho lo que pueda sucederte, Tim, y no hay nadie en todo el mundo que nos guste más que tú.
Los ojos azules chispearon con la luz que el río reflejaba.
– ¡Oh, Mary! ¿Lo dices de verdad? ¿Lo dices en serio? ¿Te casarás conmigo?
– Sí, Tim. Me voy a casar contigo.
– ¿Y entonces podré irme a vivir contigo, de veras puedo pertenecerte?
– Sí.
– ¿Podremos casarnos hoy mismo?
Ella parpadeó ante el resplandor del río, súbitamente triste.