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– ¡Oh, Tim, es tan maravilloso que estés aquí, esperándome! -murmuró.

La llegada de Mary no lo sorprendió y, por lo tanto, no se movió; era casi como si hubiera sentido su presencia en la quietud, como si la hubiera sentido detrás de él en el seno de la noche. Pasados unos momentos, él se echó hacia atrás un poquito; Mary le rodeó la cabeza con un brazo y le pasó el otro por la cintura estrechándolo firmemente contra ella. Los músculos del abdomen se estremecieron cuando la mano de Mary los acarició, y luego se quedaron totalmente quietos, como si él hubiera dejado de respirar; Tim volvió la cabeza hasta que pudo mirarla a la cara. Había una remota calma en él y los ojos que la investigaban con tanta seriedad tenían el velo plateado que siempre la dejaba fuera al mismo tiempo que la aprisionaba, como si vieran en ella a la mujer, pero no a Mary Horton.

Cuando su boca tocó la de ella, él alzó las dos manos para aferrarse al brazo que se le había cerrado sobre el pecho. Esta vez el beso fue muy diferente del primero que le había dado, lleno de una languidez tan sensual que a Mary le pareció extraña y cautivante, como si la criatura a la que había sorprendido perdida en una ensoñación no fuera Tim sino la personificación de la suave noche de verano. Incorporándose del barandal en el que había estado reclinado, él la estrechó en sus brazos y la levantó, sin miedo ni titubeo.

Con ella en brazos se internó en el jardín, con el césped produciendo un sonido casi inaudible bajo sus pies desnudos. Medio inclinándose para protestar y pedirle que regresara a la casa, Mary hundió el rostro en el cuello de Tim y apretó los labios, rindiendo su razón al propósito de él, extraño y silencioso. El joven la hizo sentarse en la hierba, en la densa sombra de los laureles, y se arrodilló a su lado; luego sus dedos empezaron a explorarle delicadamente el rostro. Mary se sentía tan traspasada de amor por él que parecía no poder ver ni oír y se inclinó hacia delante como un muñeco de trapo desacomodado por un descuidado toque de los dedos, con las manos caídas a los costados y la cabeza hundida en el pecho. Él la mantuvo así, hurgándole el cabello hasta que éste quedó completamente suelto sobre la espalda, y las manos de ella se acunaron, inútiles, sobre los muslos.

Después del cabello, Tim se ocupó de las ropas de Mary, quitándoselas tan parsimoniosamente y con tanta seguridad como una niña desvistiendo a una muñeca, doblando con todo cuidado cada prenda y colocándola a un lado. Mary se había encogido sobre sí misma, tímida y con los ojos cerrados. En cierta manera, los papeles se habían cambiado e, inexplicablemente, él era el que dominaba la situación.

Terminada la tarea de desvestirla, él la acostó, hizo que los brazos de ella le rodearon la espalda y él mismo la abrazó estrechándola contra su cuerpo. Mary suspiró; por primera vez en su vida sentía un cuerpo desnudo a todo lo largo del suyo y, en cierta extraña manera, no había nada que hacer sino abandonarse a la sensación que ese cuerpo le comunicaba, cálido, ajeno e intensamente vivo. El trance como de ensueño en que se sentía sumida se fundió en un sueño más agudo y más real que todo el mundo que había fuera de la oscuridad de los laureles; de un momento a otro, la sedosa piel que ella sentía bajo sus manos cobraba forma y sustancia: era la piel de Tim; no había nada más que eso bajo las estrellas, nada más que la vida le ofreciera, sino el sentir a Tim dentro de sus brazos. Nada sino el mentón de Tim en el cuello y, nada sino las manos de Tim, los hombros y el sudor de Tim goteando sobre ella. De pronto se dio cuenta de que él temblaba, de que el insensato deleite que lo desbordaba era a causa de ella, de que no importaba el que la suya fuera la piel de una muchacha joven o de una mujer de edad madura mientras Tim estuviera encima, dentro de sus brazos y dentro de su mismo cuerpo, mientras fuera ella, Mary, la que le estuviera dando eso, ese placer tan puro y tan irracional al que él llegaba desencadenado, libre de las ataduras que a ella siempre la habían ligado; a ella, la que siempre pensaba.

Cuando la noche avanzó y la oscura lluvia del oeste desapareció tras las montañas, Mary se apartó de él y, apretando contra el pecho el pequeño bulto de sus ropas, se arrodilló.

– Debemos entrar en la casa, querido -murmuró; uno de sus brazos había quedado extendido y, con el largo cabello, Mary lo rozó donde había estado su cabeza-. Ya falta poco para que amanezca. Debemos entrar ahora.

El muchacho se incorporó y, tomándola en brazos, la llevó adentro inmediatamente. Las luces seguían encendidas en la sala; estirando el brazo por encima de la espalda de Tim, las fue apagando una a una hasta que llegaron al dormitorio. Él la depositó en la cama y la hubiera dejado sola si Mary no lo hubiera detenido, atrayéndolo con los brazos.

– ¿A dónde vas, Tim? -interrogó y se hizo a un lado haciendo espacio para él-. Ahora ésta es tu cama.

Tim se estiró a su lado, y le rodeó los hombros con el brazo. Ella colocó la cabeza en uno de sus hombros y, con una mano sobre su pecho, empezó a acariciarlo suavemente. De pronto cesó el pequeño, tierno movimiento y ella se endureció contra el cuerpo de él, con los ojos muy abiertos y llena de miedo. Era demasiado para poder soportarlo; se incorporó sobre un codo y, pasando un brazo por encima de él, dirigió la mano a la lámpara que había sobre la mesa de luz.

Desde su silencioso encuentro en el jardín, Tim no había hablado una sola palabra y, de pronto, su voz era lo único que deseaba oír; si él no hablaba, ella sabría que, en cierto modo, Tim no había estado ni estaba con ella.

El muchacho estaba con los ojos muy abiertos, mirándola sin siquiera parpadear cuando la luz lo alumbró y lo inundó de improviso. El rostro tenía una expresión melancólica y un poco seria y tenía un aire que ella jamás le había visto antes, una especie de madurez que jamás había notado. ¿Sus ojos habían estado ciegos, o el rostro de él había cambiado? El cuerpo ya no le era extraño ni le estaba prohibido y ella podía mirarlo libremente, con amor y respeto porque encerraba a una criatura tan viva y tan completa como ella misma. ¡Qué azules eran sus ojos, qué exquisitamente conformada era su boca, cuán trágico el pequeño pliegue del lado izquierdo de sus labios! ¡Y qué joven era… qué joven!

Tim parpadeó y dejó de mirar el infinito para contemplar el rostro de Mary; sus ojos se detuvieron un instante en las cansadas, preocupadas líneas que había en él, y luego en la boca recta y fuerte, tan saciada de sus besos que los labios estaban hinchados.

– Tim-preguntó ella-, ¿por qué no me hablas? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Te desilusioné de algún modo?

El joven tenía los ojos llenos de lágrimas y éstas le rodaban por el rostro y caían en la almohada, pero en sus labios amaneció una pequeña sonrisa adorable.

– Una vez me dijiste que un día me sentiría yo tan feliz que lloraría y, mira. ¡Oh, Mary, estoy tan feliz que estoy llorando! ¡Estoy llorando!

– ¡Pensé que estabas enojado conmigo! -Mary se derrumbó sobre el pecho de él, débil de tan aliviada que se sintió.

– ¿Contigo? -una de sus manos se deslizó hacia la nuca de ella y ahí se entretuvo, jugando con los cabellos-. Jamás me enojaría contigo, Mary. Ni siquiera me enojé contigo cuando pensaba que ya no te gustaba.

– Entonces, ¿por qué no me hablabas esta noche?

Tim pareció sorprendido.

– ¿Es que tenía que hablarte? -se sorprendió-. No creí que tuviera que hablarte. Cuando llegaste no pude pensar en nada que decirte. Todo lo que quería era hacer las cosas de las que me habló papá mientras estabas en el hospital, y cuando llegaste tenía que hacerlas, no podía detenerme a pensar.

– ¿Así es que tu papá te habló de eso?

– Sí. Le pregunté si todavía era pecado besarte ahora que estábamos casados y me dijo que no era pecado. También me habló de muchas otras cosas que podía hacer. Me dijo que debía saber cómo hacerlas porque, si no lo sabía, te lastimaría y llorarías. Yo no quiero lastimarte ni que llores, Mary. ¿Te lastimé o te hice llorar?