La tristeza había llegado cuando Mary lo había llevado al interior de la casa y él había comprendido que tenía que separarse. Se había aferrado a ella tanto como había podido, y la había llevado en brazos con el dolor de pensar que tenía que soltarla, preguntándose cuánto tendría que esperar para que lo maravilloso volviera a suceder. Había sido terrible depositarla en la cama y el volverse para salir del dormitorio; cuando ella lo había retenido y lo había hecho que se tendiera a su lado, él había obedecido lleno de asombro pues no se le había ocurrido preguntarle a papá si ellos tendrían que portarse exactamente como mamá y papá, y dormir juntos siempre toda la noche.
Ése fue el momento en el que él supo que realmente pertenecía a Mary, que al fin podía dormir seguro bajo la tierra, en un sueño interminable, libre de temores, porque ella estaría por siempre junto a él, en la oscuridad. Ya nada podría volver a asustarlo: había conquistado el terror final al descubrir que ya jamás estaría solo. Su vida había sido siempre solitaria, desterrado del mundo pensante, siempre en algún perímetro exterior, mirando y deseando entrar a ese mundo y sin poderlo hacer. Pero ahora ya no importaba. Mary se había aliado con él de la manera última y más reconfortante. Y él la amaba, la amaba, la amaba…
Volviendo a deslizarse en la cama puso la cara entre sus senos simplemente para sentir su suavidad. Ella despertó con una especie de ronroneo, abrazándolo tiernamente. Tim deseaba volver a besarla. Lo deseaba ardientemente, pero en vez de eso se sorprendió echándose a reír.
– ¿Qué es lo que te da tanta risa? -preguntó ella soñolienta, estirándose con deleite.
– ¡Mary, eres mucho más bonita que mi osito! -contestó él, riendo a pesar de sí mismo.
27
Cuando Mary llamó por teléfono a Ron para comunicarle que ya había vuelto a casa y que Tim estaba bien y tranquilo, le pareció que la voz del hombre denotaba cansancio.
– ¿Por qué no viene a estarse con nosotros unos cuantos días? -le pidió ella.
– No, gracias, querida; mejor no. Estarán mejor sin que yo ande alrededor.
– Eso no es cierto y usted lo sabe. Nos preocupamos por usted, lo extrañamos mucho y queremos verle. Le ruego que venga, Ron, o permítame pasar por usted con el coche.
– No, de veras; por ahora no -su tono era decidido, determinado a salirse con la suya.
– ¿Cuándo podremos ir a verle?
– Cuando regresen al trabajo, pasen a verme una noche, pero no quiero verlos antes de entonces, ¿está bien?
– No, no está bien, pero si así lo quiere usted, no hay nada que podamos hacer. Comprendo que usted piensa que está haciendo lo adecuado, que hay que dejarnos solos, pero está usted en un error, ¿sabe? A Tim y a mí nos gustaría verle.
– Cuando regresen al trabajo, no antes -hubo una pequeña pausa; luego, su voz volvió a dejarse oír, esta vez más débil y lejana-. ¿Y cómo está Tim, querida? ¿Está bien? ¿Es realmente feliz? ¿Hicimos lo apropiado y ahora se siente mejor? ¿Tenía razón el señor Martinson?
– Sí, Ron. Tenía razón. Tim es feliz. No ha cambiado en absoluto y, sin embargo, ha cambiado enormemente. Se ha asentado y se siente más seguro de sí mismo, más tranquilo, menos extraño.
– Eso es todo lo que quería oír -su voz descendió hasta un murmullo-. Gracias, Mary. Ya nos veremos.
Tim estaba en el jardín, trasplantando unos helechos a unas macetas. Con un contoneo y un porte al caminar que en ella era algo nuevo, Mary cruzó el jardín en su dirección, sonriendo. Él volvió la cabeza y le correspondió la sonrisa; luego, volvió a inclinarse sobre las frágiles hojas, desprendiendo un tallo podrido que desentonaba con el resto. Sentándose junto a él en el césped, ella reclinó la cabeza en su hombro, dejando escapar un suspiro.
– Acabo de hablar con papá -dijo.
– ¡Oh, qué bueno! ¿Cuándo va a venir?
– Dice que no vendrá hasta que hayamos regresado los dos al trabajo. Traté de convencerlo de que viniera antes, pero no quiso. Él piensa que este tiempo nos corresponde a nosotros y eso es muy amable de su parte.
– Me lo supongo, pero no era necesario que hiciera eso, ¿verdad? Las visitas no nos molestan. La señora Parker nos cae a cada rato y eso no nos disgusta.
– Es extraño, Tim, pero así es. Es una buena viejecita.
– A mí me cae bien -puso el helecho en el suelo y deslizó un brazo por la cintura de Mary-. ¿Por qué te ves tan linda estos días, Mary?
– Porque te tengo a ti.
– Yo creo que es porque no andas vestida siempre como si fueras al centro. Me gustas más sin zapatos ni medias y con el pelo suelto como ahora.
– Tim, ¿qué te parecería si nos fuéramos a la casa de campo por un par de semanas? Todo está muy bien aquí, pero va a ser mejor en la casa de campo.
– ¡Oh, sí! ¡Me encantaría! Antes no me gustaba mucho esta casa, pero se volvió muy linda cuando regresaste del hospital. Ahora sí siento que soy de este lugar. Sin embargo, la casa de campo es mi favorita.
– Sí, ya lo sé. Vámonos ahora mismo, Tim; no hay nada que nos detenga aquí. Yo sólo deseaba saber qué era lo que papá quería hacer, pero como por ahora nos deja solos, podemos irnos.
A ninguno de los dos se les ocurría ir más allá de la casa de campo; los grandiosos planes de Mary de llevar a Tim a la Gran Barrera y al desierto se habían evaporado en un distante futuro.
Llegaron a la casa de campo esa misma noche y se divirtieron mucho decidiendo dónde dormirían. Al final metieron la gran cama de Mary en el cuarto de Tim y clausuraron el cuarto de ella hasta que fueran a Gosford a comprar pintura para decorarlo. Había muy poco que hacer en el florido jardín y menos todavía en el interior de la casa, por lo que deambulaban horas enteras por la espesura, explorando sus misteriosos senderos vírgenes, tendiéndose con las cabezas juntas a contemplar algún hormiguero, o sentados, absolutamente inmóviles, mientras un pájaro lira macho ejecutaba los complicados pasos de la danza del galanteo. Si descubrían que se habían alejado demasiado para poder regresar a la casa de campo antes de que oscureciera, se quedaban donde los había sorprendido la noche, extendían una manta sobre los helechos y dormían bajo las estrellas. A veces dormían durante el día y se levantaban a la puesta del sol, se iban a la playa cuando ya estaba oscuro y encendían una hoguera, gozando de la recién descubierta libertad de tener al mundo enteramente a su disposición y sin ninguna restricción entre ellos.
En ocasiones se despojaban de sus ropas, seguros de que la oscuridad los protegía de miradas indiscretas, y nadaban desnudos en el agua negra y quieta, mientras el fuego moría en carbones cubiertos de ceniza. Él la acostaba entonces en una manta extendida sobre la arena, con la urgencia de su amor demasiado fuerte para poderlo resistir ni un momento más, y ella alzaba los brazos para atraerlo contra sus senos, más feliz de lo que jamás se hubiera imaginado que fuera posible.
Una noche Mary despertó de un sueño profundo en la arena y durante un instante se preguntó dónde estaba. En el momento siguiente lo supo, porque había tenido que acostumbrarse a dormir encerrada en los brazos de Tim, pues éste nunca la soltaba. Cualquier intento que hiciera por desprenderse de él lo despertaba inmediatamente, y el joven alargaba un brazo hasta que la encontraba, y la atraía de nuevo con un suspiro de temor y alivio combinados. Era como si pensara que algo, saliendo de la oscuridad, iba a arrancársela, pero nunca hablaba de eso y ella no insistía, adivinando que se lo diría a su debido tiempo.
El verano estaba en su apogeo y el tiempo había sido perfecto, con los días cálidos y secos y las noches suavemente frescas por la brisa del mar. Mary se quedó contemplando el cielo, reprimiendo una exclamación de encanto y asombro. El grueso cinturón de la Vía Láctea se extendía en la oscura bóveda de horizonte a horizonte, tan colmado de la luz de las estrellas que había un leve resplandor polvoriento hasta en aquellas partes del cielo donde éstas no se veían. Ninguna neblina conspiraba para empañar la visión y el resplandor de las luces de alguna ciudad quedaba a muchos kilómetros hacia el sur. La Cruz del Sur extendía sus brillantes brazos a los cuatro vientos, con su quinta estrella clara y titilante. Una luz de plata se derramaba sobre todas las cosas, el agua del río danzaba y se mecía como un fuego frío y bullente y la arena estaba salpicada de un mar de diamantes diminutos.