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– ¿Cómo? -repitió él sin dejar de sonreír, aunque esta vez no tan abiertamente.

Ella se encogió de hombros con un gesto de evidente impaciencia.

– ¡Bueno, por amor de Dios! ¡Si no quiere usted el trabajo, dígalo! Lo único que quería saber era si le gustaría venir mañana a cortar la hierba. Le pagaré más de lo que le paga el señor Markham.

El muchacho caminó hasta el hueco de la valla y contempló, lleno de curiosidad, el jardín de Mary Horton; luego, asintió con la cabeza.

– Sí -dijo-, el césped necesita que lo corten, ¿verdad? Yo puedo hacerlo.

Mary pasó por el hueco, de regreso a su propio jardín y se volvió a mirarlo de frente.

– Gracias -dijo-, se lo agradezco y le aseguro que le va a convenir. Venga mañana en la mañana por la puerta de atrás para que le dé instrucciones.

– Muy bien, señora -contestó él seriamente.

– ¿No quiere usted saber cómo me llamo? -interrogó la mujer.

– Supongo que sí -dijo él sonriendo.

El hecho de que el joven se mostrara divertido le llegó a Mary a lo vivo y volvió a sonrojarse.

– ¡Pues me llamo Mary Horton! -dijo tajante-. ¿Y usted, cómo se llama, jovencito?

– Tim Melville.

– Entonces, nos veremos mañana en la mañana, señor Melville. Hasta luego y gracias.

– Hasta luego -repuso él, sonriendo.

Cuando Mary se volvió en lo alto de los escalones del patio para mirar el jardín de la señora Parker, Tim ya se había ido. El jerez también había desaparecido pues ella, inadvertidamente, había dejado caer la copa en su precipitación por escapar de aquella inocente mirada azul.

5

El hotel «Seaside» era un sitio muy popular para tomar una copa, entre los ciudadanos de Randwick. Acudían a él desde todos los puntos del gran suburbio, de Randwick mismo, de Coogee y Covelly y hasta de Maroubra. En dicho sitio servían una excelente cerveza, exquisitamente fría, y había espacio suficiente para moverse a gusto y, cualquiera que fuera la razón de su popularidad, no había un solo momento que no estuviera lleno del rumor que producían los satisfechos bebedores de cerveza. De varios pisos de alto, el hotel tenía los muros recubiertos de estuco blanco y éstos, en combinación con sus arcos estilo de la Alhambra en la parte del frente, le daban la apariencia de una casa de hacienda. Encaramado a sesenta metros sobre la superficie del océano que se extendía frente a él a menos de un kilómetro de distancia, tenía una vista magnífica de la bahía de Coogee, una de las pequeñas playas para esquiar que había en los suburbios del este.

La mayoría de los que acudían al hotel a beber cerveza se instalaban en el bar exterior, situado en la gran terraza roja, la cual quedaba en una agradable sombra a partir de las tres de la tarde. En un anochecer caluroso, ése era el sitio ideal para beber, ya que el sol se ponía tras la colina que se alzaba detrás de la taberna y la brisa del mar llegaba desde el luminoso Pacífico del Sur sin nada que la estorbara.

Ron Melville estaba en la terraza con sus dos mejores compañeros de tragos, mirando alternativamente su reloj y la playa que se extendía a sus pies. Tim tardaba; ya eran casi las ocho y debía haber estado ahí a más tardar a las seis y media. Ron estaba más preocupado que enojado, pues la experiencia le había enseñado que el preocuparse por Tim era una buena manera de prepararse a sufrir un prematuro ataque al corazón.

El corto crepúsculo de Sydney se hallaba en su apogeo y los pinos de la isla de Norfolk que bordeaban la calzada embaldosada de la playa habían cambiado de verde oscuro a negro. La marea empezaba a subir y la resaca sonaba cada momento más fuerte, cubriendo con una enorme sábana de burbujas las dunas de fina arena mientras las sombras se extendían más y más sobre la superficie del mar. Los camiones descendían por la colina, junto al parque de la playa, rumbo a la parada que estaba en la esquina de abajo.

Ron oyó cómo chillaban los frenos de un autobús al detenerse en la parada y recorrió con la mirada a los pasajeros que lo abandonaban, buscando la inconfundible cabeza amarilla de Tim. Al distinguirlo, se volvió a sus compañeros de barra.

– Ahí está Tim; acaba de bajar de ese autobús -dijo-. Voy adentro a pedir una cerveza para él. ¿Queréis otra ronda?

Cuando volvió, las luces de la calle se habían encendido y Tim, sonriendo como siempre, ya estaba con los compañeros de Ron.

– ¡Qué tal, papá! -saludó a Ron, sonriéndole.

– ¿Qué hay, compañero? ¿Dónde andabas? -interrogó su padre enfurruñado.

– Tuve que terminar un trabajo. Harry ya no quería que regresáramos el lunes.

– Bien. No nos caerá mal el dinero del tiempo extra.

– Y también conseguí otro trabajo -dijo Tim, dándose aires de importancia mientras tomaba el vaso de cerveza que su padre le había traído y, sin despegárselo de la boca, se bebía el contenido de un solo tirón.

– ¡Qué buena estaba! -exclamó-. ¿Puedo tomarme otra, papá?

– Dentro de un momento. ¿De qué otro trabajo hablabas?

– ¡Ah, vaya! La señora de la casa de al lado quiere que vaya mañana a cortarle el césped.

– ¿La casa de al lado de quién?

– La que está junto a donde estuvimos trabajando hoy.

«Curly» Campbell preguntó socarronamente:

– ¿Y le preguntaste dónde quería que le cortaras el pasto? ¿Adentro o afuera?

– ¡Cállate, «Curly», no seas bruto! -atajó Ron irritadamente-. Bien sabes que Tim no entiende esa clase de cosas.

– El césped de la señorita está muy largo y necesita que lo recorten -explicó Tim.

– ¿Y te comprometiste a hacerlo? -preguntó Ron.

– Sí; mañana en la mañana. Dijo que iba a pagarme, así es que pensé que me dejarías ir.

Ron contempló con aire cínico el exquisito rostro de su hijo. Si la dama en cuestión se había imaginado cosas, cinco minutos con Tim lo dejarían todo en claro. Nada les enfriaba tanto el ardor como el descubrir que Tim era retrasado mental o, si eso no las amilanaba, pronto descubrían que el tratar de seducir a Tim era una causa perdida ya que él no tenía la menor idea de para qué servían las mujeres. Ron le había inculcado a su hijo que huyera en cuanto notara que la mujer que tenía cerca empezaba a excitarse o a tratar de poner en práctica algún truco relacionado con el sexo. Tim era muy susceptible a cualquier sugestión de temor y era fácil enseñarle a que le temiera a cualquier cosa.

– Papá, ¿puedo tomar otra cerveza? -volvió a preguntar Tim.

– Claro que sí, hijo. Ve y dile a Florrie que te dé un porrón. Creo que te lo has ganado.

«Curly» Campbell y Dave O'Brien vieron cómo su alta y esbelta figura desaparecía bajo los arcos.

– Hace veinte años que te conozco, Ron -dijo «Curly»- y nunca he podido descubrir a quién de vosotros se parece Tim.

Ron sonrió abiertamente.

– Yo tampoco, compañero. Tim es la imagen de algún antepasado a quien ni siquiera conocimos, me imagino.

Los Melville, père et fils, salieron del «Seaside» un poco antes de las nueve y, con paso vivo, bajaron por el Coogee Oval pasando frente a las hileras de cafeterías, salas de diversiones y tiendas de licores que había en uno de los extremos de la playa. Ron llevaba a su hijo de prisa al pasar por la sección que está entre las calles Arden y Surf para evitar que Tim reparara en las miradas ávidas que le lanzaban las prostitutas de dicho sector.

La casa de los Melville estaba situada en la calle Surf, aunque no en la sección elegante de la parte alta de la colina, donde vivía el jockey Nobby Clark. Con toda facilidad ascendieron por la empinada acera sin que ninguno de los dos perdiera siquiera el ritmo de la respiración, pues ambos trabajaban en el ramo de la construcción y estaban en una condición física soberbia. Un poco más abajo, del otro lado de la colina, en la depresión que hay entre la sección residencial de la cima y la loma por donde pasa la carretera de Clovelly, entraron por la puerta del patio de una casa de ladrillo de aspecto ordinario.