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– ¡Claro que trató de explicármela! Es usted una mujer muy lista, ¿o no? ¡No le costó mucho trabajo enredarlo tanto o más que a Tim! ¿Ya está contenta ahora que tiene por mascota a un idiota, permanente y legalmente?

– Tim no es mi mascota ni es un idiota y tú lo sabes bien. Como quiera que sea, ¿importa eso mientras él sea feliz?

– ¿Y cómo voy a saber si es feliz o no? Usted es quien lo dice. ¡Y su palabra no vale dos centavos!

– ¿Por qué no vienes a verlo para que averigües tú misma cuál es la verdad?

– No me ensuciaría los zapatos entrando en su casa, ¡señora de Tim Melville! Bien, supongo que ya tiene usted lo que quería. Tim es totalmente suyo ¡con todos los papeles en orden y sus padres muy convenientemente fuera del juego!

Mary se puso blanca.

– ¿Qué es lo que quieres decir, Dawnie?

– Usted llevó a mi madre a la tumba, señora de Tim Melville, ¡y después de ella también arrastró a la tumba a mi padre!

– ¡Eso no es verdad!

– ¡Oh! ¿no lo es? En lo que a mí toca, ahora que mi padre y mi madre están muertos, mi hermano también lo está. ¡Jamás quiero volver a saber o a oír hablar de él! Si usted y él quieren dar todo un espectáculo público de ustedes mismos a los ojos de la sociedad, ¡no quiero saber nada de eso!

Mary giró sobre sus talones y se alejó.

Cuando llegó a casa de regreso del cementerio ya se había serenado un poco y pudo enfrentarse a Tim con un aire de relativa tranquilidad.

– ¿Ya está papá con mamá? -preguntó él ansiosamente, retorciéndose las manos.

– Sí, Tim. Lo enterraron precisamente al lado de ella. Ya no tienes por qué preocuparte por ninguno de los dos; están ya juntos y en paz.

Había algo raro en las maneras de Tim; ella tomó asiento y lo observó con atención, no precisamente alarmada sino confundida.

– ¿Qué pasa, Tim? -preguntó-. ¿No te sientes bien?

Él movió la cabeza desconsoladamente.

– Me siento bien, Mary. Sólo un poco raro, eso es todo. Como que se siente raro ya no tener con uno ni a papá ni a mamá.

– Lo sé, lo sé… ¿Has comido algo?

– No. No tengo hambre.

Mary se acercó hasta él e hizo que se levantara de la silla, mirándolo con ojos inquietos.

– Ven a la cocina conmigo y prepararé unos bocadillos. Tal vez te den ganas de comer si ves lo bien que te los voy a preparar.

– ¿Me los prepararás chiquitos y con los bordes cortados?

– Y tan delgados como una hoja de papel, con los bordes rebanados, te lo prometo. Vamos.

Había tenido en la punta de la lengua el agregar «mi amor, mi cariño, mi corazón» pero, en cierto modo, nunca se había decidido a pronunciar las palabras de amor que se le venían a la mente siempre que, como en esos momentos, él parecía confundido o inquieto. ¿Se decidiría ella alguna vez a tratarlo plenamente como el amante que era, se sacudiría en alguna forma el terror de parecer una tonta? ¿Por qué sólo podía sentirse completamente a gusto con él cuando estaban en la casa de campo o en la cama? Aún le escocían las palabras de Dawnie y lo mismo pasaba con las miradas que ella y Tim recibían cuando pasaban por la calle Walton, miradas furtivas que todavía tenían el poder de humillarla.

El valor de Mary no era nada fuera de lo común ¿cómo podía serlo? No teniendo nada al nacer, hasta el momento de encontrarse con Tim, su objetivo había sido lograr el éxito material y ganarse la aprobación de los que habían comenzado la vida con mejores posibilidades. Ahora no le debía ser nada fácil desafiar las convenciones, a pesar de que su unión con Tim estaba santificada por la ley. Aunque deseaba apasionadamente olvidarse de ella misma, colmarlo de besos y de palabras dulces siempre que tal impulso la acometiera, la incapacidad de él para alentarla en ese sentido de una manera madura lo hacía algo casi imposible si había la menor probabilidad de que alguien los perturbara. Su temor a aparecer risible o ridícula había hecho pedirle a Tim que no hablara de su matrimonio con nadie que no estuviera ya enterado, momento de debilidad del que después se había arrepentido. No, no era nada fácil.

Como de costumbre, Tim deseaba ayudarla de una manera activa cuando ella empezó a preparar los bocadillos, sacando el pan y la manteca y haciendo sonar ruidosamente los platos al colocarlos en la mesa de la cocina.

– ¿Quieres buscarme el cuchillo grande de carnicero, Tim? -le pidió ella-. Es el único lo bastante afilado para cortar los bordes.

– ¿Dónde está, Mary?

– En el cajón de arriba -contestó ella con aire ausente, mientras untaba con manteca las rebanadas de pan.

– ¡Aaay! ¡Mary, Mary!

Ella se volvió a mirarlo rápidamente porque algo en el grito de él la había llenado de un terror paralizante.

– ¡Dios mío!

Durante un terrible segundo pareció como si todo el cuarto fuera pura sangre; Tim se había inmovilizado junto a la alacena contemplándose el brazo izquierdo con un horror incrédulo en la mirada. Desde los bíceps hasta la punta de los dedos le corrían pulsantes ríos de sangre, y de la parte interna del codo le brotaba un chorro escarlata como el de una fuente. Con la regularidad de un reloj, la sangre saltaba en un fuerte chorro que recorría la mitad del cuarto, menguaba y luego volvía a chisporrotear; un pequeño lago de un rojo brillante se estaba formando ya junto a su pie izquierdo y todo al lado izquierdo del cuerpo le relucía húmedamente, goteando sangre en el piso.

Cerca del horno había un rollo de hilo y, junto a él, pendía de un cordón un par de tijeras pequeñas; casi en el mismo instante en que se dio vuelta, Mary corrió hacia el hilo y desenredó varios metros del mismo doblándolo varias veces, febrilmente, para formar un lazo más grueso.

– ¡No te asustes, querido, no te asustes! ¡Aquí estoy, ya voy! -le gritó, mientras tomaba un tenedor.

Pero Tim no la oía. La boca se le había abierto en un alarido delgado y agudo y se precipitó como un animal enceguecido, tropezando contra la nevera, rebotando contra la pared y moviendo el desgarrado brazo a un costado como si quisiera desprenderse de él, lanzarlo a alguna parte donde ya no formara parte de su cuerpo.

Los gritos de Mary se mezclaban con los de Tim. Se lanzó a sujetarlo y falló, se detuvo una fracción de segundo y volvió a intentarlo. Girando aterrorizado en alocados círculos, vio la puerta y se lanzó hacia ella, sacudiendo el brazo y chillando agudamente. Los pies descalzos patinaron en el charco de sangre que había en el suelo y resbaló, cayendo al suelo cuan largo era. Antes de que pudiera incorporarse ya, Mary le había caído encima y lo sujetaba contra el suelo, ya sin intentar calmarlo en sus desesperados esfuerzos por aplicarle un torniquete en el brazo antes de que fuera demasiado tarde. Medio sentada, medio acostada en el pecho de Tim, se apoderó del brazo y lo ató por encima del codo, apretó la cuerda con firmeza y pasó el tenedor entre ésta y la carne para apretarla de tal modo que casi desapareció en la carne.

– ¡Tim, estáte quieto! ¡Por favor, por favor! ¡Estáte quieto, Tim! Aquí estoy. No dejaré que te pase nada, ¡pero tienes que estarte quieto! ¿Me oyes?

El pánico y la pérdida de sangre habían dado cuenta de él; con el pecho subiendo y bajando, jadeaba y sollozaba debajo de ella. Mary había agachado la cabeza hasta que su mejilla tocaba la de él, y todo en lo que podía pensar era en las veces que se había refrenado de decirle todas las palabras cariñosas y tiernas que le bullían por dentro, se había obligado a sentarse calmadamente frente a él mientras se moría por tomarlo en los brazos y besarlo hasta que él le pidiera que lo dejara respirar.

Se oyeron unos golpes en la puerta de atrás y luego la voz de la vecina. Alzando la cabeza, Mary gritó.

– Oí unos ruidos muy feos que llegaban hasta mi casa -dijo la señora Parker empujando la puerta; luego cuando vio la cocina llena de sangre, lanzó un grito de asombro-. ¡Dios mío! -pudo decir al fin.